Autor: admin9395

  • La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

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    Por Drew Pendergrass y Troy Vettese.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Jacobin Magazine con el título «The Climate Crisis and COVID-19 Are Inseparable».

    En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se enfrentó a una crisis parecida a la actual —un mundo deshecho por la enfermedad—. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela, una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

    Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza. Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una prolífica fuente de enfermedades —así empezaba Jenner su tratado de 1798 sobre sus experimentos con vacunas—. Se ha familiarizado con una gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

    No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

    Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como un todo, porque todos sus rasgos —desde la extinción al cambio climático— tienen el potencial de producir más enfermedades. A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada. Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

    La nueva Edad de Piedra

    Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras. La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la modernidad. La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia sin precedentes de una nueva enfermedad.

    No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido pero desigual desarrollo del sur.

    El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos. El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus milenarias prácticas agrícolas sostenibles? Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

    Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para obtener proteína de manera asequible. Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH. Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a menudo para dar de comer a los mineros. Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte global. Los «ecoturistas», al viajar, han contagiado a los primates el sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espumavirus. El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

    Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

    Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

    La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a la naturaleza, más problemas medioambientales habrá —incluyendo zoonosis nuevas y letales—. Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua píldora marxista: la humanización de la naturaleza.

    El espíritu del mundo y los duendes del bosque

    La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia humana. A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado. Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el uso de la tierra», como diría el IPCC.

    Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo, a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx, el capital solo busca expandirse. El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado de consciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine por no conseguir la tasa de beneficio perseguida. El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx, explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es inconcebible «bajarla a la tierra».

    Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la naturaleza de manera distinta a la de otros periodos históricos y que, en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

    Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional. También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda, en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la resilvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

    Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar «contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la epidemia.

    El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis

    Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela, probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos. En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

    Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

    No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola. Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis, nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente. En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes» pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La administración Trump cerró el programa el año pasado.

    Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos. La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las belugas.

    La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de corral en la costa oriental estadounidense. El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

    La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia entre animales y máquinas.

    Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas vulnerables a los brotes. El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya (y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren por infecciones resistentes a los antibióticos. Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

    El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en 1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí pasaría a las personas. Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que, por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote partiera de la principal explotación porcina del país.

    Liberemos la lenteja

    Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos». De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje reduciendo la actividad antropogénica».

    La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en «el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo de una epidemia de gripe».

    En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con el cambio climático. Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

    Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura, fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica en la carne y los lácteos.

    Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica. Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

    Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos, incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno. El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden solucionar todas las enfermedades con una vacuna. Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento». Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches —especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

    Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre cómo nos hemos metido en este embrollo.

    Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón tanto de las pandemias como del cambio climático. Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Como habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

    DREW PENDERGRASS es doctorando en ingeniería medioambiental en la Universidad de Harvard. TROY VETTESE es historiador medioambiental y está cursando su posdoctorado en la Universidad de Harvard. Ambos autores publicarán el libro Half-Earth Socialism en la primavera de 2021.

    La ilustración de cabecera es «Chicken Truck» (2008), de Sunaura Taylor. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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  • Ola de calor en Siberia

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    El 20 de junio de 2020 se midió una temperatura de 38 grados en Siberia, en concreto en Verkhoyansk, ciudad situada en la parte septentrional de la República de Sakha (Yakutia), dentro del círculo polar ártico. Esta temperatura aumentaba hasta los 45 grados si la medición se realizaba en el suelo y no en el aire. ¿Es algo extraordinario? Completamente, es el día más caluroso registrado en la región desde que empezaron a tomarse medidas, en 1880. Es, además, el punto culminante de una intensa ola de calor en Siberia.


    Vivimos en el futuro: la Siberia de fin de siglo, ahora ante nosotros

    ¿Es esto inesperado? No del todo: los días cálidos no son impensables en la Siberia ártica: al fin y al cabo, tienen 24 horas de insolación diaria durante semanas o meses, y aunque la incidencia solar no sea tan directa como en latitudes más meridionales, la energía se va acumulando a lo largo de los días. Además, durante largos meses la circulación atmosférica sobre Siberia es tranquila: el anticiclón siberiano da lugar a largos periodos de cielos claros, que favorecen la insolación. Esto produce días puntuales de altas temperaturas, como los 37.3 grados que ya se registraron en Verkhoyansk en 1988.

    Sin embargo, en esta ocasión las altas temperaturas no han sido cosa de un día: a lo largo de toda la primavera de 2020 ha hecho muchísimo calor en la Rusia ártica. En abril se mantuvieron temperaturas siete y ocho grados por encima de lo normal durante semanas, y en mayo las temperaturas superaron en diez grados lo normal en la región. Las proyecciones climáticas indicaban que este tipo de olas de calor serían esperables para la década de 2100, no para 2020.

     

    Anomalía de temperatura sobre Asia a 26 de junio de 2020. Funte: Climate Reanalyzer.

    ¿Cuáles son las causas de esta situación? ¿Qué tiene que ver el cambio climático?

    La principal causa es meteorológica: la región siberiana ha estado bajo la influencia de anticiclones permanentes y extensos, que han permitido que las temperaturas fueran más suaves de lo habitual. Estos anticiclones impiden la llegada de aire frío desde el polo norte, por lo que la bolsa de aire cálido situada sobre Siberia no afloja.

    Pero este patrón meteorológico se ve reforzado por dos factores relacionados con el cambio climático: por un lado, la ausencia de nieve debido a un invierno suave. Al haber menos nieve (que tiene un albedo alto), la superficie terrestre absorbe más radiación solar, y el calentamiento se exacerba. Por otro, las regiones árticas son la que más rápido se están calentando del planeta. Esto se debe a la llamada amplificación ártica: al calentarse, el hielo y la nieve se derriten y dejan al descubierto agua y tierra. Estas, en general de tonos oscuros, absorben más radiación solar, y el hielo se derrite más rápido. Por eso ahora la temperatura base es sensiblemente más elevada que hace décadas, de forma que las olas de calor como la que nos ocupa son, a su vez, mucho más intensas.

    Anomalía de temperatura global para abril de 2020. Funte: Climate Reanalyzer.

    ¿Qué consecuencias puede tener esta ola de calor?

    Los efectos de las olas de calor varían de región a región, y en Siberia son bastante particulares, y preocupantes. Por un lado, permiten la reactivación de los llamados incendios zombies o latentes, fuegos que permanecen semiapagados bajo la superficie durante el invierno, quemando la materia orgánica atrapada bajo el permafrost, y que se activan cuando suben las temperaturas. Esto puede dar lugar a lo que ya hemos visto en los últimos años: incendios forestales que duran semanas. A su vez, producen inmensas nubes de humo y ceniza, lo que afecta al albedo de la tierra e intensifica el calentamiento.

    Pero lo peor es el efecto en el permafrost, la capa de suelo congelado que forma gran parte de la superficie terrestre en Siberia. El que la temperatura supere durante semanas los cero grados centígrados tiene consecuencias inmediatas, y otras probables a medio plazo. Las probables son la liberación de gas metano, un gas de efecto invernadero cuyo efecto se sumaría al de la acción industrial. De momento, la descongelación de esta tierra helada está teniendo consecuencias, paradójicamente, para la industria fósil: en Rusia, una refinería de gasoil se ha hundido parcialmente al ceder el suelo sobre el que se situaba, y ha producido un vertido de miles de litros al océano ártico.

    Todo esto, además de poner en cuestión el lugar común de que Rusia podría beneficiarse del cambio climático, ha hecho que el gobierno ordene una revisión de toda la infraestructura situada sobre terreno fundible. No sería mal homenaje a los científicos soviéticos pioneros en el estudio del cambio climático y a sus pensadores ecologistas el que sus herederos empezaran a tomarse en serio la amenaza que supone el calentamiento ártico, tanto para los países ribereños como para el resto de los habitantes del planeta. La crisis climática tiene muchas formas, y la ola de calor en Siberia es una de sus manifestaciones más evidentes.

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  • Crisis de nuevo tipo

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    Por Salar Mohandesi.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Crisis of a New Type».

    El futuro tiene un aspecto desolador.

    Aquí en Estados Unidos las residencias de mayores se han convertido en templos a la muerte, los gobiernos municipales están abriendo fosas para cadáveres anónimos, los agricultores están destruyendo decenas de millones de kilos de alimento sin vender, el desempleo se acerca a los niveles de la gran depresión, el presidente nos está animando a ingerir veneno y los políticos están obligando a los norteamericanos a sacrificarse en el altar de la ganancia.

    Poco mejor les está yendo a quienes no viven en esta devastada capital capitalista del mundo, por mucho que puedan estar eludiendo las chaladuras de esta administración particularmente kakistocrática. El virus está matando a decenas de miles de personas, alterando los patrones de vida habituales, erosionando instituciones arraigadas y poniendo en duda el futuro de la propia vida.

    Debemos ser honestos respecto a la escala de la actual catástrofe, pero también debemos evitar sucumbir a la desesperación. Toda crisis trae consigo no solo dolor, ansiedad y destrucción, sino también oportunidades para la creación y, cuanto mayor sea la crisis, mayores serán las oportunidades de construir algo nuevo. La inusual magnitud de la crisis actual nos presenta una ocasión igualmente inusual para cambiar el mundo. También en este caso debemos ser honestos: el futuro ofrece esperanza.

    Al fin y al cabo, no es suficiente con querer cambiar el mundo. Un cambio social de calado depende de condiciones objetivas que en buena medida escapan a nuestro control. Puede que tengamos la voluntad, la aspiración y la capacidad organizativa para provocar un cambio, pero para provocar una ruptura hace falta una crisis objetiva del orden existente, una ventana de oportunidad. Con ello no quiero decir que sea imposible llevar a cabo una política emancipadora durante las épocas de equilibrio, solo que los cambios sistémicos drásticos no se dan de manera gradual, sino únicamente gracias a momentos de ruptura inesperados y por lo general escasos.

    Ahora mismo estamos viviendo un momento de esta índole. A lo que nos enfrentamos no es solo una pandemia, sino que son varias crisis una dentro de la otra. Nos encontramos, claro está, con la crisis coyuntural que ha causado la pandemia del coronavirus, de la que nadie puede dejar de hablar, pero esta crisis ha tenido unos efectos tan catastróficos precisamente porque ha hecho detonar una crisis orgánica que subyacía al neoliberalismo. Más grave aún es el hecho de que esta crisis orgánica del neoliberalismo está a su vez vinculada a una crisis estructural y de largo alcance de la reproducción social capitalista. Esta crisis estructural conecta con una crisis epocal todavía más profunda, la de la vida en el planeta.

    Cada una de estas crisis tiene su propio origen, opera a un nivel singular y avanza con una temporalidad particular. Si la crisis del coronavirus estalló el mes pasado, la crisis orgánica del neoliberalismo comenzó hace años, la crisis estructural lo hizo hace más años aún y la crisis epocal hace varias décadas. Si la crisis del coronavirus está alterando la vida aquí y ahora, la crisis del neoliberalismo señala el hundimiento de un modo de vida hegemónico en el mundo, la crisis estructural de la reproducción social conlleva la muerte de decenas de millones de personas sin recursos y la crisis epocal augura el posible fin de toda la vida en el planeta.

    Pese a su relativa autonomía, estas cuatro crisis no solo se han yuxtapuesto, como si fueran cuerpos celestes alineándose en el cielo nocturno a modo de presagio aciago, sino que también han formado un engranaje en el que cada una amplía la potencia de las demás. La crisis del neoliberalismo, por ejemplo, ha hecho que la del coronavirus sea mucho más devastadora, al tiempo que la pandemia se ha convertido en el modo a través del cual se manifiesta ahora la crisis orgánica del neoliberalismo; por dar otro ejemplo, el neoliberalismo ha exacerbado la crisis de la vida en el planeta, pero esta crisis epocal, especialmente bajo la forma de la inestabilidad climática, en estos momentos está agudizando a su vez todos los rasgos de la crisis orgánica del neoliberalismo.

    Si revolución es igual a crisis objetiva más intervención subjetiva, entonces la primera variable de la ecuación ya ha llegado. Y esta no es como cualquiera de las antiguas crisis objetivas, sino que se trata de una crisis articulada que nos presenta unas oportunidades que nunca antes habíamos visto. Sin embargo, para poder sacar provecho de esta singular grieta hace falta tener una idea más ajustada de a qué nos estamos enfrentando exactamente. Mi objetivo aquí es ofrecer una modesta contribución a esta tarea, que es necesariamente colectiva, elaborando un primer esbozo que dibuje de manera sintética cuál es la anatomía de esta crisis, lo que a su vez puede ayudarnos a pensar en cómo deberíamos intentar responder.

    Primer círculo: crisis coyuntural del coronavirus

    Los orígenes de esta crisis, que es las más inmediata, están todavía envueltos en misterio. Parece ser que un miembro maligno de la familia del coronavirus en algún momento infectó de algún modo a alguien en algún punto allá por 2019.

    Lo que sucede con sus orígenes sucede con otras muchas cosas que todavía no conocemos: por qué hay quienes sienten cierto malestar mientras que hay otros que caen abatidos, por qué algunas personas sufren diarreas mientras que otras pierden el sentido del gusto, o por qué algunas parecen ser asintomáticas mientras que hay quienes vuelven a infectarse. No obstante, lo que sí que sabíamos desde el principio es que el COVID-19 es altamente contagioso, que es más letal que las gripes estacionales y que es inmune a cualquier vacuna conocida.

    Aunque fuese del todo predecible, la pandemia pilló a los estadounidenses completamente desprevenidos. La mayor parte de la gente apenas reparó en el virus, más allá de quien soltase un par de chistes al respecto, y simplemente siguió con su vida normal, alentados por sus representantes políticos, tanto demócratas como republicanos, los cuales en ningún momento llegaron a tomarse en serio la situación.

    Cuando la pandemia desgarró el mundo, encontró en Estados Unidos un país que ni mucho menos estaba preparado. El caldo de cultivo perfecto estaba en las muchedumbres desprevenidas, la falta de limitaciones en los viajes hizo que la epidemia se diseminase por todas partes y el vulnerable sistema de salud se las veía y se las deseaba para seguir el ritmo. Los hospitales no tenían camas suficientes, las salas de emergencia no tenían ventiladores suficientes, el personal médico no disponía de test suficientes y el personal sanitario no contaba con suficientes mascarillas.

    Después de fracasar a la hora de contener el brote, para mitigar el daño se acabó obligando a un funcionariado reacio a que prohibiese conciertos y cerrase parques públicos, negocios locales, colegios, universidades, edificios oficiales y, más tarde, ciudades enteras. Evidentemente, y esto no sorprenderá a nadie, meter en cuarentena a decenas de millones de trabajadoras y trabajadores ha sido el detonante del hundimiento de la economía. Los mercados se desplomaron, los bancos amenazaron con irse a pique, hubo pequeños negocios que acabaron quebrando y millones de personas perdieron su trabajo. En cosa de un mes un virus microscópico paralizó la vida del país más poderoso del mundo.

    La crisis del coronavirus sirve de ejemplo de lo que es una crisis «coyuntural»: un suceso, en ocasiones exógeno, que interrumpe los patrones normales de vida con consecuencias inesperadas. Ya hemos vivido muchas crisis de estas; nos viene a la mente la del 11 de septiembre. En función del suceso que la precipite, cada crisis coyuntural alterará la vida de un modo distinto. Sea cual sea la forma que adopte, este tipo de sucesos normalmente va amainando hasta que la vida acaba volviendo a la «normalidad», aunque marcada para siempre por las huellas de la crisis. Ahora mismo es demasiado pronto para afirmar con exactitud cuáles van a ser los cambios que traerá esta crisis, más aún para señalar cuáles serán las cicatrices que deje tras de sí, pero los efectos de la pandemia sin duda nos acompañarán durante mucho tiempo, en nuestras costumbres, nuestra cultura, nuestros hábitos sociales, nuestras instituciones e incluso en el equilibrio de fuerzas.

    Segundo círculo: crisis orgánica del neoliberalismo

    Lo que ha hecho que la crisis del coronavirus sea todavía más destructiva es que ha servido de catalizador de una crisis aún más profunda.

    A diferencia de lo que ocurre con la crisis coyuntural, sabemos mucho más acerca de los orígenes de esta crisis «orgánica». Esta historia comienza en los años setenta, la década en la que se deshilvanaron los hilos que sostenían el sistema de capitalismo gestionado que se montó tras la gran depresión y la segunda guerra mundial, sumiendo a Estados Unidos en el desorden.

    Aunque para algunas personas fuese liberadora, la contracultura de posguerra y su glorificación de las drogas, el amor libre y la desobediencia dejó a mucha otra gente inquieta. La ola de nuevos movimientos sociales no solo echó por tierra la discriminación, sino que puso a prueba convicciones centrales en torno al género, la sexualidad y la familia, y una tasa de criminalidad disparada llevó al pánico respecto a la decadencia social. Hubo una profunda recesión que puso punto final al inaudito boom económico y supuso un golpe psicológico para millones de personas que habían creído que la prosperidad podía durar para siempre.

    En mitad de todo esto, el presidente Richard Nixon se convirtió en el único presidente de la historia de Estados Unidos en dimitir, llevando a un récord histórico la desconfianza en el gobierno. Un año más tarde, y después de decenas de miles de bajas estadounidenses, millones de muertes vietnamitas, camboyanas y laosianas, y miles de millones de dólares gastados, la guerra de Vietnam llegó a su fin con una monumental derrota que puso en duda el futuro de la hegemonía del país. De hecho, hacia el final de la década casi un tercio de toda la humanidad vivía en países que afirmaban encontrarse en transición hacia el comunismo, lo que hizo que hubiera gente que especulase con que Estados Unidos podía perder la guerra fría.

    Pero Estados Unidos no era ni mucho menos el único país en problemas. Esta crisis se desplegó a lo largo del Atlántico Norte en sentido amplio debido a la existencia de elementos estructurales compartidos, de una senda de desarrollo similar, de un modelo de capitalismo de posguerra común y de profundas conexiones trasatlánticas. Aunque las fracturas que la precipitaron variasen y aunque en cierto sentido la crisis se desplegase de modos diferentes, en los años setenta todos y cada uno de los países de Norteamérica y de Europa Occidental atravesaron una época de grandes incertidumbres.

    Lo que hizo que esta década fuera tan relevante no fueron simplemente las múltiples fracturas que emergieron en la esfera vital, sino su fusión vertiginosa. Por poner solo un ejemplo, la crisis de la masculinidad se solapó con la recesión en el momento en el que los cabezas de familia, que en su momento habían tenido un puesto de trabajo fijo en la fábrica, cayeron en el desempleo al tiempo que veían con resentimiento cómo sus mujeres, ahora empleadas, se hacían cargo de la situación. Aunque todas estas fracturas tenían sus causas, sus ritmos y sus riesgos particulares, su articulación contingente hizo que se agudizaran entre sí.

    Todo ello llevó a Stuart Hall ((Los textos citados de Stuart Hall en este texto, «El gran espectáculo del giro a la derecha» y «Gramsci y nosotros», están incluidos en la recopilación de ensayos del autor El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda, Madrid, Lengua de Trapo, 2018, traducción de Carlos Pott. (Todas las notas son de Contra el diluvio).)) a hacer un diagnóstico de la crisis de los setenta como una crisis «orgánica». Partiendo de las reflexiones desde la cárcel de Antonio Gramsci, afirmaba que, a diferencia de lo que sucede con una crisis «coyuntural», una crisis orgánica señala el desmoronamiento generalizado de todo un sistema hegemónico, y añadía inmediatamente que una crisis orgánica no es lo mismo que un colapso terminal, sino que sencillamente revela los límites del orden existente, hace temblar las convicciones preexistentes y pone a prueba modos de vida que en su momento mucha gente dio por verdades inmutables. El viejo mundo se ha abierto de manera súbita, creando una oportunidad para alternativas nuevas. Explicaba Hall que no hay «destrucción que no sea, también, una reconstrucción».

    De este modo, la crisis de los setenta creó una ventana de oportunidad por la que podía entrar cualquier fuerza social. Parecía que esta apertura era justamente lo que personajes radicales como Hall habían estado esperando desde el principio. Durante los años sesenta habían luchado por cambiar realmente el sistema y, en este momento, debido en parte a su propio empeño, por fin les llegaba su oportunidad. Sin embargo, en el preciso instante en el que el sistema entró en crisis, las fuerzas que venían exigiendo un cambio sistémico radical se hallaban enfangadas en su propia crisis y estaban demasiado debilitadas como para salir victoriosas.

    El caso es que no fue la izquierda radical la que gobernó la crisis. El propio Hall había apuntado esta posibilidad e insistió en que no era la izquierda sino la derecha la que parecía mejor posicionada para aprovechar la crisis. Más tarde reprendería a compañeros suyos que habían dado por hecho que una crisis operaría automáticamente en su favor y escribió: «Cuando la izquierda habla de crisis, todo lo que vemos es el capitalismo desintegrarse y a nosotros avanzando y haciéndonos con el mando. No entendemos que la perturbación del funcionamiento normal del orden económico, social y cultural provee la oportunidad de reorganizarlo de nuevas formas, reestructurarlo, remodelarlo, modernizarlo y seguir adelante». Una crisis no implica que el sistema existente haya sido derrotado, sino sencillamente que no puede continuar como hasta ahora y que debe reinventarse.

    Dado que el hundimiento de los años setenta no fue simplemente una recesión económica sino una crisis sistémica que afectó a todos los ámbitos de la vida social, la derecha concibió una solución que tenía por objetivo no solo resucitar la rentabilidad capitalista, sino reestructurarlo todo, desde la familia hasta el estado pasando por la ideología. Hay que aclarar que no estaban siguiendo un programa predeterminado lanzado por algún tipo de comandancia central; sin embargo, sí que hubo individuos de relieve, think tanks e instituciones que reconocieron que de verdad había problemas, que había diferentes fuerzas improvisando soluciones propias y que estas podían ser conjugadas de un modo más coherente.

    De este modo, la derecha vinculó de manera explícita los problemas de su momento, trazando una conexión entre el estímulo al libre mercado, la reconstrucción de la familia, la recuperación de los valores, la restauración del poder imperial y el cultivo de cierto sentido de responsabilidad individual. Así lo explicaba Margaret Thatcher: «Debe quedar bien claro que todos y cada uno de nosotros cargamos con la responsabilidad de sacar el mayor partido a nuestros talentos y de cuidar a nuestras familias. También debe quedar claro que tenemos la responsabilidad para con nuestro país de hacer que Gran Bretaña sea respetada y exitosa en el mundo. El equivalente económico de estas responsabilidades personales y nacionales es el funcionamiento de la economía de mercado en una sociedad libre». En un discurso tras otro, figuras como Thatcher fueron combinando sin descanso todos estos asuntos, como si formaran parte de manera orgánica de un mismo proyecto. Evidentemente, muchos de estos elementos habían estado presentes desde hacía años, algunos incluso habían sido desarrollados por el propio sistema de competición del capitalismo gestionado, pero el hecho es que esta recombinación produjo algo novedoso. La solución de la derecha radical, que tenía tantas capas como la crisis orgánica que pretendía abordar, generó un nuevo orden hegemónico que ahora denominamos «neoliberalismo».

    Si la crisis de los años setenta no fue simplemente un asunto estadounidense, sino que fue un asunto de una región más amplia, lo mismo ocurrió con esta particular solución neoliberal, que con el tiempo echó raíces en Norteamérica y en Europa Occidental. Reonald Reagan en Estados Unidos, Margaret Thatcher en Reino Unido, Helmut Kohl en Alemania Occidental; pese a la existencia de importantes variantes nacionales, estas personalidades colaboraron de manera activa a un lado y otro de sus fronteras y vieron en el neoliberalismo una especie de solución transnacional a un problema transnacional, aunque se la acomodase a lenguajes nacionalistas y se la adaptase a condiciones específicas. Este ciclón demostró ser tan apabullante que incluso obligó a figuras supuestamente socialistas como el presidente francés François Mitterand a virar el rumbo y adoptar algunos de sus principios fundamentales, como las privatizaciones, la ley y el orden y el atlantismo. Así cuajó un nuevo «sentido común».

    A principios de los noventa, el triunfo del proyecto neoliberal era absoluto. El socialismo mundial estaba exhausto, los movimientos de liberación nacional habían sido barridos y los movimientos sociales del Atlántico Norte habían quedado derrotados. Los antiguos movimientos antiimperialistas habían perdido el rumbo tras los desastres de las décadas anteriores, los líderes sindicales se dedicaban a perseguir el establecimiento de lazos aún más fuertes con los equipos directivos y lo que quedaba de las luchas de liberación de las personas negras, homosexuales o de las mujeres fue sobreviviendo a la derrota al trocar los objetivos maximalistas que tenían por una mejor inclusión en el mundo existente. Tal y como declaró de manera rotunda Francis Fukuyama, las sangrientas batallas ideológicas del pasado ya se habían resuelto y tras de sí habían dejado un único vencedor: el modelo de desarrollo capitalista y liberal. La historia había llegado a su cierre.

    Dejando a un lado la hipérbole de Fukuyama, pareciera que por vez primera en la historia moderna los países europeos estuviesen confluyendo: gobiernos representativos, economías capitalistas, un modo de vida neoliberal. Las enormes divisiones del pasado, que en su momento partieron el continente por la mitad, aparentemente se estaban disolviendo. La integración europea parecía imparable, reinaba una paz triunfante, en el horizonte refulgía la prosperidad. A Fukuyama se lo podía oír conjeturando que, una vez finalizada la historia, el gran peligro que teníamos ahora por delante no era más que un aburrimiento vulgar.

    Más allá de este tedio, el orden neoliberal dio pie a una verdadera subversión de la vida política. Socavó la fuerza de las trabajadoras y los trabajadores, debilitó los sindicatos y arrasó con las bases sociales de la identidad obrera que había sido heredada; consagró la supremacía del capitalismo de libre mercado, desreguló la banca, privatizó industrias y fomentó el avance de subjetividades empresariales; atomizó la vida social, vació las instituciones democráticas y provocó una desvinculación política generalizada. Chantal Mouffe ha afirmado que, al dar por supuestamente resueltas todas las cuestiones importantes, la política dejó de ser una lucha a vida o muerte entre visiones opuestas del futuro y en su lugar se convirtió en una gestión tecnocrática de las cosas.

    Un periodista le preguntó una vez a Margaret Thatcher, cuando ya había dejado el cargo,  cuál consideraba que era su mayor logro, a lo que ella respondió que el nuevo laborismo, y explicó: «Hemos obligado a nuestros oponentes a cambiar de mentalidad». La solución neoliberal se hizo tan hegemónica que incluso sus rivales de la izquierda aceptaron sus condiciones. En todo el Atlántico Norte, los partidos llamados de izquierda se fueron convirtiendo, uno tras otro, en paladines del libre mercado, de las privatizaciones y de los recortes en los servicios sociales. Los resultados fueron de gran envergadura y se puso punto final a unos modelos políticos que se retrotraían más de un siglo: el espectro político se estrechó, las alternativas políticas viables se desvanecieron, los partidos pugnaban por un puñado cada vez más pequeño de votantes de clase media, en la práctica hubo amplios sectores del electorado que fueron abandonados, la clase trabajadora se encontró sin un refugio político lógico y los porcentajes de abstención se dispararon.

    En el momento en que los partidos de izquierda de la «tercera vía» asumieron las hipótesis neoliberales en torno al orden social, lo político se atrofió y lo cultural se hipertrofió. En Estados Unidos todo ello adoptó la forma de las «guerras culturales», en las que la izquierda neoliberal y la derecha neoliberal se enfrentaban por asuntos como los rezos en la escuela, la investigación con células madre y el control de armas al tiempo que ambas juraban fidelidad al libre mercado. Este fue el gran triunfo del neoliberalismo: llegar a ser algo tan de sentido común que permitía la proliferación de corrientes políticas que se oponían ferozmente —neoliberales progresistas, conservadores religiosos, autoritarios nacionalistas—, pero que, pese a todo, estaban de acuerdo en todos los asuntos principales respecto al orden capitalista.

    En los primeros años del nuevo milenio, el primer ministro Tony Blair dejó meridianamente claro cuál era la nueva realidad. A todos aquellos que se mostraban inquietos por la globalización neoliberal les sugirió que «también podían ponerse a debatir si después del verano debería venir el otoño». El neoliberalismo se había convertido en algo tan natural como los antiquísimos movimientos de la Tierra, algo fuera de la esfera de intervención humana. No había, ni habría nunca, ninguna alternativa.

    Pero lo que se había convertido en algo tan natural como las estaciones del año se les fue de las manos. Tal y como ha sucedido con la mayoría de las crisis orgánicas, las descomposición del modo de vida neoliberal no arrancó con un único suceso, sino de la acumulación de una serie de fracturas, algunas de las cuales se pueden encontrar en la fundación del propio orden neoliberal.

    Aunque el orden neoliberal norteamericano había hecho frente a varios desafíos desde su comienzo, algunas de sus primeras grandes grietas las empezó a sufrir a principios de los 2000. Una de las primeras llegó con la guerra de Irak en 2003, que sacó a millones de personas a la calle para protestar contra el imperialismo estadounidense. En 2005, la respuesta chapucera y racista al huracán Katrina puso de manifiesto la incapacidad del estado para garantizar el bienestar de sus ciudadanos. Al año siguiente, en 2006, las huelgas de trabajadoras y trabajadores inmigrantes marcaron una agudización en la lucha de clases. En 2008, la recesión sacó a la luz los fallos del capitalismo, dando lugar a un nuevo discurso en torno a la desigualdad; a ello le siguió una crisis política en la que, en 2009, el Tea Party atacó al centro neoliberal desde un lado y, en 2011, Occupy lo hizo desde el otro. Unos años más tarde, el movimiento Black Lives Matter y un renovado movimiento feminista exponían el racismo y el sexismo que permeaban todas las instituciones del país. En 2015, una persona que se autodenominaba demócrata socialista llamaba a la «revolución política», al tiempo que un famoso milmillonario de la tele, que recurría abiertamente al supremacismo blanco, a la misoginia y a la ley y el orden, conmocionó al mundo con una sorprendente victoria sobre la candidata más «presidenciable» de la historia reciente.

    Hacia el final de la década, Estados Unidos estaba yendo por mal camino: había tiroteos en escuelas con estudiantes muertos a balazos, en la frontera había niñas y niños que se estremecían encerrados en campos de concentración, había menores intoxicados por aguas contaminadas, los supremacistas blancos asesinaban a gente racializada en lugares de culto, la parálisis política conducía al cierre de la administración ((El cierre de la administración o cierre del gobierno es una figura propia de Estados Unidos que permite que, después de que las instancias representativas (gobierno y cámaras del congreso) hayan encallado en sus negociaciones presupuestarias, el primero pueda dictar la suspensión temporal de los servicios públicos a excepción de los esenciales.)), el Partido Demócrata lanzaba una ofensiva contra todo aquel ubicado a su izquierda, surgía un nuevo movimiento socialista crítico con el capitalismo americano, fueron estallando huelgas a lo largo del país, la desigualdad de ingresos alcanzaba niveles inéditos, el estado despilfarraba billones de dólares en una «guerra contra el terrorismo» imposible de ganar, se enviaba a soldados a luchar en una guerra que había empezado antes incluso de que ellos hubieran nacido, más del 60% de los norteamericanos decía que sus ahorros no superaban los mil dólares, en un solo año morían más estadounidenses por sobredosis por opiáceos que en toda la guerra de Vietnam, las tasas de suicidio rompían nuevos récords.

    En otras palabras, Estados Unidos se hallaba en una crisis profunda mucho antes de que llegara la peste. El COVID-19 únicamente ha revelado el desastre que ha ido gangrenando bajo las espectaculares cifras del mercado bursátil. Pero el virus ha ido más allá: no solo ha arrojado luz sobre esta putrefacción, sino que le ha prendido fuego. Servicios sociales devastados, hospitales mal financiados, ciudades contaminadas, desigualdad de ingresos, seguros privados, barrios segregados, desiertos alimentarios, pobreza desbocada, violencia machista, enfermedades mentales generalizadas, racismo estructural, debilidad sindical, noticias falsas… Todo esto ha sido como echar más leña al fuego. La crisis en la que ya estábamos de repente se ha vuelto mucho peor.

    La crisis orgánica del neoliberalismo comparte algunas similitudes con la que hace décadas generó este desmoronamiento de los modos de vida. Para empezar, y al igual que en los años setenta, la crisis actual va más allá de Estados Unidos y adquiere una forma similar en el Atlántico Norte, si bien con desencadenantes, fenómenos morbosos y resultados posibles que resultan diferentes. También al igual que en los setenta, la crisis que hoy en día atravesamos tiene múltiples capas y fracturas que van apareciendo por todas partes: conflicto generacional, antagonismo entre campo y ciudad, polarización política, desigualdades raciales, recesión económica, malestar cultural, crisis de salud pública, etcétera. Como ha señalado Zachary Levenson siguiendo a Hall, no ha sido solamente la agudización de estas grietas sino su articulación lo que ha producido una descomposición sistémica de la totalidad del orden hegemónico. Por último, y al igual que en el caso previo, la actual crisis orgánica no supone un apocalipsis sino una apertura con todo un conjunto de fuerzas sociales forcejeando por sacar provecho de esta crisis y en la que cada cual propone una visión distinta del futuro.

    A pesar de estos paralelismos, ambas crisis difieren en aspectos importantes. El primero es que la nuestra no solo es más severa, sino que los riesgos son mucho más elevados. El neoliberalismo era mucho más que otro nuevo régimen de acumulación aparecido como respuesta a la crisis del capitalismo gestionado por el Estado; se trataba de todo un mundo que reestructuró de manera absoluta modos de vida que habían existido durante siglos. Se llevó por delante patrones de sociabilidad comunal, dio forma a un nuevo sentido individualista de la subjetividad y echó abajo las ideas, instituciones y tradiciones de la izquierda histórica. No solo es que el neoliberalismo ofreciese un tipo de política nuevo, sino que despolitizó de manera radical la propia vida cotidiana. Es precisamente debido a que las transformaciones que llevó a cabo fueron tan profundas que la crisis del neoliberalismo resulta ahora mucho más inquietante.

    El segundo es que, como resultado de todo ello, las alternativas que encarnan un reto al orden neoliberal, hoy asediado, resultan muy confusas. Dado que las viejas coordenadas ideológicas están demasiado enmarañadas como para poder discernirlas, la agitación social ha adoptado formas inusuales que desafían las clasificaciones convencionales. Pensemos en la revuelta de los chalecos amarillos en Francia, que rompe con todos los rasgos tradicionales de un movimiento social de izquierdas. No surge de la juventud, ni de los estudiantes, ni de los trabajadores organizados. Sus demandas son un sindiós. Sus miembros provienen de todo el espectro político: anarquistas, liberales, supremacistas blancos, libertarios, comunistas, nacionalistas. Es imposible decir si políticamente es «de derechas» o «de izquierdas».

    De hecho, el proyecto histórico mundial de despolitización propio del neoliberalismo ha hecho que el lenguaje de «izquierda» y «derecha» heredado de la revolución francesa ahora apenas nos resulte comprensible, aunque la utilicemos libremente por mera costumbre. En la medida en que estos conceptos tengan hoy alguna validez, en ellos no vamos a observar ninguna fuerza política con sentido, únicamente una nebulosa amorfa de sensaciones políticas. Por ejemplo, Enzo Traverso utiliza el término posfascismo para describir cómo la extrema derecha no es hoy en día una réplica exacta del fascismo tradicional, pero tampoco un proyecto político coherente. Esta zona vaga del posfascismo se enfrenta a una red de impulsos socialistas más vaga todavía. Los que hoy serían los camisas pardas ahora visten de traje y los que serían los partisanos ahora están enganchados a Twitter; todos ellos están intentando averiguar quiénes son y en qué pueden convertirse. La antigua constelación política, que ya había sobrevivido a varias crisis, finalmente ha perdido su sentido.

    El tercer aspecto, vinculado al anterior, es que el neoliberalismo ha demostrado ser bastante pertinaz. Habiéndose enfrentado a tantísimos movimientos antagónicos, este orden hegemónico ha luchado con uñas y dientes por cooptar a sus oponentes. Los gestores neoliberales se han batido el cobre para canalizar la indignación en tanto que espíritu emprendedor, reducir el activismo a pose moralista, dar a la lucha contra toda opresión la forma de una glorificación de identidades esencializadas, reducir el ímpetu radical de un nuevo feminismo a la celebración de que una mujer haya sido escogida para dirigir la CIA, recodificar la liberación negra como diversificación de la clase política y transformar la crítica del trabajo en precariedad generalizada.

    Incluso hoy en día, mientras su mundo se sume en una crisis, quienes dirigen el orden neoliberal siguen buscando la forma más creativa con la que mantenerlo con vida, a menudo volviendo a absorber de manera instrumental las ideas de sus adversarios más débiles. Después de haber estado años mortificando a papá Estado, celebrando la globalización y dedicando loas al mercado, los bloques dirigentes del neoliberalismo se han puesto ahora a cerrar de manera táctica sus fronteras, dar dinero a los contribuyentes, rescatar empresas, inyectar billones de dólares en la economía y diseñar planes intervencionistas que van más allá de lo que los más ambiciosos planificadores estatales soviéticos pudieran soñar. Está claro que, como señalan Cinzia Arruzza y Felice Mommetti, casi todas estas figuras carecen de amplitud de miras y no hacen más que improvisar medidas a corto plazo que a menudo compiten entre sí. No son seres omniscientes y el orden neoliberal tampoco es invencible, como ha demostrado la reciente ola de movimientos de masas. Pero pocos órdenes moribundos han sido tan ágiles como este.

    Tercer círculo: crisis estructural de la reproducción social capitalista

    Si la crisis del coronavirus está vinculada a una crisis orgánica más profunda, también la crisis del neoliberalismo se articula con una crisis estructural aún más honda de la reproducción social capitalista.

    Esta crisis tiene una historia larga. A medida que el capitalismo iba arraigando, a los capitalistas les consternaba descubrir que la mayoría de la gente tenía escaso interés en trabajar a cambio de un salario. Al contrario, seguían confiando en modos de subsistencia tradicionales y a menudo combinaban múltiples formas de reproducción social: cultivaban su propia comida, reutilizaban artilugios, hacían trueques, vendían excedentes y solo participaban en el trabajo asalariado si no les quedaba otra opción.

    Sin embargo, a lo largo del siglo xix los salarios pasaron a conformar una parte mucho mayor de los ingresos en los hogares de la mayoría de la gente de clase trabajadora. Una de las razones de que esto fuera así tiene que ver con la erradicación sistemática y desigual subsunción de las formas de trabajo, subsistencia y vida social no capitalistas. En Estados Unidos, por ejemplo, esto implicó el cercamiento de tierras comunes, la prohibición de poseer ganado en las ciudades, la destrucción de las tierras comunales de los mormones, la desintegración de comunidades indígenas o que se negase a los mexicanos sus derechos sobre los terrenos comunales en el suroeste del país, recién conquistado.

    Por tanto, y esto contradice la opinión popular, la historia capitalista no es tanto la historia de una transmutación sin sobresaltos de un tipo de trabajador, el campesino, en otro, el trabajador industrial asalariado, sino de una desposesión generalizada. Según ha explicado Michael Denning: «El capitalismo no comienza con el ofrecimiento de trabajar, sino con el imperativo de ganarse la vida». El capitalismo produce una masa de personas hambrientas y desempleadas, arrancadas de sus modos tradicionales de subsistencia, a quienes luego no les queda otra más que vender su capacidad para trabajar a cambio del dinero necesario para subsistir. De este modo, afirma Denning, «el desempleo precede al empleo y la economía informal precede a la formal, tanto histórica como conceptualmente».

    Como hemos demostrado Emma Teitelman y yo mismo para el caso de Estados Unidos, a través de este proceso la mayor parte de los trabajadores se volvió profundamente dependiente del salario del capital para cubrir sus necesidades vitales, la actividad reproductiva no remunerada se convirtió en trabajo productivo monetizado, el trabajo socialmente reproductivo fue transformado en mercancías como el lavavajillas y quienes no eran capaces de encontrar el dinero necesario para vivir empezaron a depender cada vez más del estado capitalista para acceder a los servicios sociales. Tal y como han afirmados escritoras como Mariarosa Dalla Costa, los sistemas de capitalismo gestionado que surgieron de las crisis de los años treinta y cuarenta tuvieron un papel decisivo en este aspecto. Aunque los estados del bienestar salvaron a innumerables personas de la pobreza subvencionando los costes de la reproducción social, su apoyo tenía un alto precio: no solo se parcelaba la clase obrera o se apuntalaba la familia nuclear patriarcal, sino que se hacía que los hogares de clase trabajadora fueran más dependientes que nunca de las relaciones capitalistas. Se ligó la vida al capitalismo.

    Si los anteriores regímenes de acumulación aniquilaron la mayoría de las formas no capitalistas de reproducción social sostenible forzando a la mayor parte de la gente a depender, de un modo u otro, del capitalismo, la contribución que ha hecho el neoliberalismo a esta historia ha sido que, de manera unilateral, ha devuelto los costes de la reproducción social a la clase trabajadora. En los principales países del Atlántico Norte, los bloques dominantes han desmantelado los programas de ayuda pública, han limitado la financiación, han endurecido los requisitos de elegibilidad, han privatizado los servicios sociales, han recortado salarios, han destrozado sindicatos, han debilitado la sanidad y, en general, han denigrado el trabajo socialmente reproductivo. Después de haber llegado a ser tan dependientes de las relaciones capitalistas para sobrevivir, a los trabajadores se les han ido cercenando cada vez más los medios capitalistas de supervivencia.

    Mientras tanto, en la periferia y durante los años ochenta y los noventa el FMI y el Banco Mundial se aprovecharon de las crisis de la deuda para reestructurar innumerables economías de acuerdo con los principios neoliberales, obligando a los estados a reducir los servicios sociales, privatizar industrias, acabar con las ayudas y acoger compañías transnacionales. El desempleo se disparó, los precios crecieron como la espuma, se extendió la desigualdad, se entregaron multitud de hectáreas de tierras para cobrar cosechas y hubo millones de personas desposeídas y permanentemente incapacitadas para trabajar aglomerándose en enormes zonas chabolistas.

    De hecho, contrariamente a lo que dicen sus propios mitos en torno un empleo libre, justo y pleno, el capitalismo es estructuralmente incapaz de dar trabajo a todas las personas que dependen de un salario para vivir. Karl Marx afirmó que el capitalismo produce «una población obrera relativamente excedentaria, esto es, excesiva para las necesidades medias de valorización del capital y por tanto superflua». Sin recursos, desprovista de formas alternativas de reproducción social e incapaz de encontrar un trabajo estable remunerado, aquellos condenados a la existencia como parte de esta «población superflua» no tienen más remedio que recurrir al trabajo informal, ilegal y bajo mano para sobrevivir.

    Hoy en día, más de mil millones de personas viven lo que les queda de sus precarias vidas sabiendo que nunca se incorporarán a los circuitos normales de trabajo asalariado del capital. Mientras que hay quienes van deambulando por las ostentosas ciudades del Atlántico Norte, la mayoría se las apaña entre los arrabales abarrotados del sur global. Para sobrevivir, encadenan un curro con otro, recogen basura, venden bolsos falsos o bisutería casera, trapichean con drogas, piratean, actúan en la calle, venden cigarrillos sueltos, timan a los ricos, roban, envían a sus hijos trabajar de manera ilegal, alquilan sus vientres para gestaciones subrogadas o, en casos extremos, venden sus órganos.

    Este modo de vida está tan extendido que la ONU estima que estos trabajadores informales y desprotegidos representan casi dos quintas partes de la población trabajadora económicamente activa en los países en vías de desarrollo. En algunos lugares, como es el caso de Karachi, las cifras son simplemente pasmosas: más del 75% de sus habitantes trabajan en la economía informal. Tan incapaz es el capitalismo de proporcionar un trabajo estable, sostenible y legal a los seres humanos a los que ha proletarizado que en algunas regiones del mundo, como África Occidental, el sector formal está menguando a pesar de que el total de la población se está disparando.

    Como ha escrito Mike Davis en su desgarrador testimonio acerca de los poblados chabolistas del sur global, «la supervivencia derivada del sector informal» es «la primera forma de vida en la mayoría de las ciudades del tercer mundo». La lucha por la vida de estas personas tan vulnerables es heroica y su capacidad para improvisar y organizar por sí mismas nuevas formas de vida en condiciones tan deplorables es extraordinaria. No obstante, sin servicios básicos, protección legal, ni ningún medio de conseguir ingresos que sea fiable, lo que están haciendo es vivir en la cuerda floja. Cada acontecimiento nuevo amenaza con echarlos por tierra: una sequía, el monzón, una guerra o un virus como el COVID-19. De hecho, el director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos ya ha anticipado que 2020 será el «peor año desde la segunda guerra mundial» y ha hecho la predicción de que el número de personas que va a enfrentarse a una hambruna inminente alcanzará la abrumadora cifra de 135 millones, además de los 821 millones que ya pasan hambre de manera crónica. Esto vendría a ser el equivalente de que el año que viene desapareciese toda la población de Rusia debido al hambre. Y todo esto antes del coronavirus.

    Esta es la crisis estructural de la reproducción social capitalista: después de un proceso secular que ha pulverizado otras alternativas con la intención de obligar a la gente trabajadora de todo el mundo a depender por completo del capitalismo para sobrevivir, ahora las clases dominantes están retirando los propios medios capitalistas de los que tanta gente depende para vivir: salarios, servicios sociales, empleo estable e incluso mercancías. El capitalismo exige la fuerza de trabajo de los seres humanos para sobrevivir, pero el capitalismo, particularmente en su forma neoliberal, ha hecho que para decenas de millones de esas trabajadoras y trabajadores sea prácticamente imposible seguir viviendo, al tiempo que condena a otros muchísimos más a una vida de eterno desempleo. Un sector inéditamente masivo de la humanidad, que vive en unas condiciones precarias inéditas y con una inédita escasez de recursos, ahora mismo a duras penas se gana la vida y lo está haciendo al borde del desastre.

    Cuarto círculo: crisis epocal de la vida en el planeta

    La última crisis que estamos sufriendo hoy en día es la inminente catástrofe climática. También esta tiene orígenes lejanos que se remontan cientos de años.

    Muchos académicos sitúan el origen del cambio climático en los primeros momentos del capitalismo y afirman que el ansia por aumentar los beneficios llevó a los capitalistas a explotar los recursos naturales a unos niveles insostenibles, que la necesidad de controlar la fuerza de trabajo trajo consigo innovaciones tecnológicas peligrosas como la quema de carbón, o que la exigencia de crear flujos de mercancías dinámicos condujo a la alteración de biomas. Aunque no cabe duda de que esto es cierto, igualmente merece la pena señalar que entre los principales colaboradores a la actual crisis climática se encuentran también las sociedades no capitalistas, como la de la Unión Soviética, que aseguraban hallarse en transición al comunismo.

    Cualesquiera que sean sus orígenes, es innegable que en este caso el neoliberalismo también ha agudizado la crisis epocal que lo precedía. Como explica Naomi Klein, desde los años ochenta hay nuevas compañías no reguladas campando a sus anchas, empresas privadas que compiten por extraer minerales de tierras raras, compañías que están quemando combustibles fósiles a toda máquina, el afán por transportar mercancías por todo el mundo tan rápido como se pueda está contaminando el aire, la industria de los combustibles fósiles está derrochando dinero para negar el cambio climático y el deterioro de la democracia está paralizando cualquier esfuerzo por combatirlo. No es casualidad que el cénit de la era neoliberal coincida con la degradación más vertiginosa del medioambiente.

    La imagen de hoy en día es desalentadora. El nivel del mar está creciendo al ritmo más elevado en más de tres milenios; hay más dióxido de carbono en el aire que en cualquier momento de la historia humano; en las últimas cuatro décadas la población media de los animales vertebrados se ha contraído un 60%; las selvas tropicales de todo el mundo están menguando a un ritmo de treinta campos de fútbol por minuto; en el Pacífico hay una isla de basura que ya supera el tamaño de Texas; cada año hace más calor que el anterior; puede que en solo dos décadas el Ártico tenga su primer verano sin nada de hielo; es posible que para mediados de siglo haya desaparecido la mitad del conjunto de especies del planeta; puede que dentro de sesenta años el suelo de la Tierra ya no pueda sostener la vida; quizá dentro de ochenta años haya grandes ciudades como Londres, Miami o Shanghái que estén bajo el agua.

    De estas cuatro crisis, la climática es, desde luego, la más difícil de afrontar. No tiene una única causa y sus efectos son asombrosamente multiformes, pues se manifiesta en forma de inundaciones, sequías, huracanes monstruosos o incendios forestales. Para muchas personas su temporalidad es especialmente difícil de comprender: sabemos que la crisis ya está sucediendo, pero como aún no ha afectado directamente a la gente que vive en los países acomodados del norte global, a menudo no se la toma en serio. Y es que incluso quienes saben que hay que actuar ya caen en la desesperación debido a la escala descomunal, a lo que lamentablemente está en juego y a las medidas extraordinarias que hacen falta para poner freno a su avance.

    Probablemente la crisis climática no se manifieste en un suceso único y repentino, como en una explosión de una bomba nuclear, sino como un colapso desigual del ecosistema. Incluso si cabe pensar que ya hemos superado el punto de no retorno, desde luego sigue siendo posible mitigar el desastre. Aunque no podamos «resolver» el cambio climático del mismo modo en que podemos «resolver» las otras crisis, no debemos tirar la toalla y resignarnos. Si bien la crisis epocal de la vida en el planeta opera sin duda en un orden de magnitud diferente, es igualmente posible —y, dada su articulación con el resto de crisis, necesario— encararla.

    La crisis articulada

    Aunque cada una de estas crisis tiene relativa autonomía, todas están profundamente imbricadas y cada una intensifica a las demás, desde el primer círculo hasta el último.

    La crisis de la vida en el planeta, por ejemplo, ha permitido que este virus diminuto se convierta en una pandemia. Como ha señalado Rob Wallace, es difícil imaginar que el coronavirus hubiese tenido un impacto tan extendido si no hubiera hábitats naturales desestabilizados, una agricultura capitalista intensiva, comunidades locale que han sido desposeídas y desplazadas hacia el interior de sus países, una urbanización descontrolada o redes logísticas globalizadas.

    Al mismo tiempo, la crisis coyuntural del coronavirus ha agudizado la crisis de la reproducción social capitalista. Va a suponer un vuelco drástico y catastrófico en las vidas de cientos de millones de personas que viven en arrabales de todo el mundo. ¿Cómo van a lavarse las manos si no tienen un acceso regular al agua? ¿Cómo van a mantener la distancia física si hay familias que viven abarrotadas en chabolas? ¿Cómo van a quedarse en casa si los ingresos de su hogar dependen del mercadeo? Si Ecuador —donde la pandemia ha sido tan devastadora que las aceras, las calles y los portales están infestadas de cadáveres— sirve de indicador, el coronavirus amenaza con sembrar el caos en estas regiones del mundo.

    Mientras, del mismo modo en que el neoliberalismo aceleró la crisis epocal de la vida en el planeta, también la crisis climática está exacerbando la crisis orgánica del neoliberalismo. Está haciendo que regiones enteras del mundo sean inhabitables, lo que da pie a migraciones que la derecha xenófoba intentará capitalizar para su beneficio político; está creando unas condiciones climáticas extremas que conducen a sequías, hambrunas y escasez de alimentos, lo cual a su vez eleva la tensión entre los estados; está infectando a millones de personas, lo que añade presión a un sistema global de salud ya deteriorado; está arrasando con muchas economías nacionales y agudizando la crisis económica global. El cambio climático es un trasfondo omnipresente que aviva cualquier otra fractura.

    Al no financiar de manera suficiente los hospitales y al debilitar los sistemas de salud y sacralizar un entorno laboral precario, el neoliberalismo ha creado las condiciones idóneas  para que el virus cause estragos. Al mismo tiempo, el coronavirus ha catalizado la crisis del neoliberalismo que se estaba cocinando. Y no solo eso: le ha dado a esta crisis orgánica una forma específica. La pandemia encarna el modo en que ahora mismo es vivida la crisis del neoliberalismo. Incluso si las fuerzas del orden logran contener la pandemia al tiempo que previenen un cambio social drástico, aun así el coronavirus habrá influido de manera irreversible en el resto de crisis, las cuales son más profundas y están destinadas a durar más.

    Nuestra respuesta

    Aunque nos hallamos frente a una crisis descomunal llena de posibilidades, no existen garantías de que algo vaya a cambiar.

    Sin una intervención subjetiva coherente que ofrezca una alternativa viable, lo más probable es que el orden imperante se modernice, preservando, e incluso agudizando, las desigualdades globales actuales, dejándonos con algo peor de lo que teníamos.

    Tampoco podemos esperar que la crisis objetiva genere de manera automática esta fuerza subjetiva emancipadora. El empeoramiento de las condiciones no transforma de manera espontánea a los individuos disgregados en sujetos. El elemento subjetivo debe ser producido por voluntad propia.

    La gran pregunta de nuestro tiempo es cómo inventamos esta segunda variable, tan necesaria para un cambio social real, y aquí no espero ofrecer solución alguna. La organización de una respuesta a la crisis solo puede ser una tarea colectiva que parte de los múltiples movimientos que ya se han conformado, de las nuevas y abundantes formas de lucha que están proliferando actualmente a nuestro alrededor y del vibrante ecosistema de autoorganización que desde luego va a emerger en el futuro próximo.

    Hay muchas cosas que no conocemos, pero tras haber hecho un mapa de nuestra crisis tenemos una cosa clara: la complejidad del trance que estamos atravesando actualmente nos obliga a considerar los tipos de estrategias políticas que debemos desarrollar.

    Lo que esto implica de manera más inmediata es que debemos evitar caer en la tentación de colocar todos nuestros esfuerzos solo en el coronavirus. Después de todo, si la pandemia ha sido tan destructiva es porque ha catalizado crisis mucho más profundas que seguirán vivas cuando ella pase. Incluso cuando termine la pandemia, las crisis estructurales que el coronavirus ha exacerbado continuarán propagándose y estarán listas para estallar de nuevo en el futuro.

    Al mismo tiempo, debemos evitar caer en lo contrario: tratar el coronavirus como si solo fuera un epifenómeno y movilizarnos solo por lo que percibimos que son crisis más relevantes. Con todo lo serias que puedan parecer, estas otras crisis se están viviendo a través de esta crisis coyuntural, la cual les están dando forma a aquellas de manera irreversible y, por lo tanto, no puede ser ignorada.

    Igualmente, no podemos aislar la crisis orgánica del resto. Si bien puede que haya gente tentada de priorizar la crisis del neoliberalismo y que para ello afirme que la construcción de un nuevo bloque político capaz de hacerse con el poder es la precondición para enfrentarse a las otras crisis, tenemos que recordar que la actual crisis orgánica no está, en cierto modo, separada de las demás. Dado que la crisis del neoliberalismo se halla tan profundamente imbricada en la crisis coyuntural del coronavirus, en la crisis estructural de la reproducción social y en la crisis epocal climática, la construcción de un nuevo bloque como respuesta a la crisis orgánica implica necesariamente que estas otras crisis sean abordadas desde el principio.

    Por tanto, la única manera de avanzar es mediante la elaboración colectiva de una respuesta que haga frente a todos los aspectos de la crisis articulada actual. A través de esta lucha, que se dará en toda una variedad de frentes distintos, es como podemos constituirnos en tanto que fuerza colectiva subjetiva, unificada y sin embargo diversa, capaz de gobernar esta crisis para cambiar el mundo.

    La ilustración de cabecera es «Die Farbenkugel» (1810), de Philipp Otto Runge.

    
    

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  • Nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto. Turismo y crisis climática

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    Por Layla Martínez.

    Hace unos días, las redes sociales se llenaban de la imagen de un niño jugando en la playa bajo unas letras enormes en las que se leía «Spain’s open», España está abierta. La imagen formaba parte de una campaña publicitaria de Ryanair en Gran Bretaña que anunciaba el fin de las restricciones para volar a España. A partir del 1 de julio, los británicos podían meter sus chanclas en la maleta, encajarse en un asiento de cuarenta centímetros, aguantar que las azafatas intentasen venderles de todo durante un par de horas y llegar a una ciudad de la costa española. Todo por menos de cuarenta libras.

    Cualquier otro año, el anuncio habría pasado desapercibido. Ni siquiera es de los más llamativos de la compañía, que ha utilizado todo tipo de reclamos machistas y que actualmente está siendo investigada por el Ministerio de Consumo por publicidad engañosa. Sin embargo, la imagen generó bastantes comentarios negativos en las redes sociales. Miles de muertos, cientos de miles de despidos y tres meses de confinamiento ponían aquel cartel en un contexto muy diferente al de otros años. Con más sensación de colonia que nunca, los habitantes de las zonas costeras veíamos en aquel cartel una prueba de que los intereses de la industria turística estaban por encima de los riesgos para la salud de quienes íbamos a limpiar las habitaciones de hotel y servir las mesas.

    Esto sin duda era cierto, el capitalismo sacrifica todos los días miles de vidas para que unos pocos puedan servirse champán en el jacuzzi. Pero también es cierto que, en este sistema y con regiones enteras dedicadas al monocultivo del turismo y millones de empleos en la cuerda floja, el cierre completo también resulta un riesgo enorme para una buena parte de la clase trabajadora. Las cosas se han hecho demasiado mal durante demasiado tiempo para que una paralización completa e inmediata del turismo no suponga una crisis profunda. No obstante, esto no quiere decir que no debamos poner todos nuestros esfuerzos en cambiar las cosas. No hacerlo también es un riesgo inasumible.

     

    La fantasía del turismo: llena el plato en el bufé y olvídate de todo

    El dilema al que nos somete el turismo en un ejemplo claro del funcionamiento del mercado laboral en su conjunto. El trabajo asalariado acaba con nuestra salud y a veces incluso con nuestra vida, pero no trabajar también. Para los que no disponen de rentas derivadas de la especulación o de la explotación de otros, el mercado laboral funciona como un cepo: tanto salir como quedarse supone sufrimiento y riesgo de acabar muriendo desangrado.

    En un sentido más amplio, el turismo también ejemplifica muy bien las dinámicas del capitalismo en su conjunto. Los destinos turísticos son objeto de una explotación intensiva que destruye las razones que había para visitarlos. Las ciudades se convierten en decorados donde, con suerte, podemos vislumbrar alguna piedra antigua en medio de una jungla de cadenas de hostelería y tiendas de souvenirs. Los espacios naturales no tienen mejor suerte, lo saben bien los que han escalado el Everest en medio de once toneladas de basura y unos cuantos cadáveres. Por otro lado, el turismo también agudiza las diferencias de clase: en España, el 20% de la población realiza el 70% de los viajes, mientras que casi la mitad de la población no viaja nunca. Además, la mayor parte del trabajo en el sector turístico es empleo estacional, precario, incumple con frecuencia la legislación laboral y tiene unos salarios un 17,4% por debajo de la media. Pero es que, aunque hasta ahora se han ido batiendo récords de turistas internacionales cada año y hayamos pasado de cincuenta y dos a ochenta y tres millones en la última década, esto no se ha compensado con un incremento similar en el número de trabajadores del sector, que solo ha aumentado un 3,5% desde 2014. De hecho, según los datos del Ministerio de Industria, Turismo y Comercio, entre 2008 y 2014 había incluso perdido empleo. Es decir, los trabajadores del sector turístico soportan una carga de trabajo mayor que hace una década y siguen cobrando por debajo de la media. No es casualidad que los destinos turísticos que más visitantes reciben sean los lugares más pobres. En el País Valencià y Catalunya, las ciudades con una mayor carga turísticas son las que tienen rentas más bajas: Benidorm y Torrevieja en el caso del primero y Lloret de Mar en el segundo. A nivel estatal el mejor ejemplo es Canarias, la segunda comunidad con mayor índice de pobreza a pesar de recibir una enorme cantidad de turistas durante todo el año.

    Además, el turismo también refuerza las dinámicas extractivas y neocoloniales: los principales emisores de turismo son las primeras potencias mundiales y el turismo ha sido uno de los principales vectores de expansión del imperialismo cultural occidental.

    En lo que respecta al medioambiente, la cosa tampoco está mucho mejor: según un estudio que calculó por primera vez el conjunto de emisiones del sector (sumando vuelos, gasto energético de los turistas en el lugar de destino y gasto energético de los productos que cubren sus necesidades durante la estancia), aquellas suman el 8% del total de las emisiones, cuatro puntos por encima de lo que se creía hasta entonces. Además, los turistas que visitan España consumen cuatro veces más agua que los locales, lo que se agrava por el hecho de que los principales destinos turísticos del país son lugares con problemas de sequía. Por otro lado, el turismo ha supuesto la alteración y la urbanización masiva de enormes extensiones de terreno agrícola y costero: el ejemplo más significativo es el de las Illes Balears, que ha transformado el 63% de su territorio.

    El turismo es así un ejemplo paradigmático de las dinámicas propias del capitalismo. Es depredador y contaminante, agudiza las diferencias de clase, fomenta el neocolonialismo, produce explotación laboral y pobreza en los destinos turísticos, consume enormes cantidades de agua y contribuye a la destrucción del paisaje y a la urbanización masiva. Sin embargo, si es un ejemplo clave para entender el capitalismo no es solo por las cuestiones materiales, sino también por las ideológicas. El turismo encarna el deseo aspiracional por excelencia y el complemento perfecto a la rutina de explotación marcada por el trabajo asalariado. Durante unos días al año, se nos proporciona la fantasía de escapar de la rutina y vivir la vida de las clases altas: no tenemos que trabajar, dedicamos el día al ocio, nos hacen la cama y nos sirven la comida y gastamos dinero en cosas que no nos podemos permitir en nuestro día a día, como masajes o viajes en barco .Hay un poso de esa fantasía incluso cuando la realidad material del viaje la niega, por ejemplo en el caso de las mujeres que tienen limpiar, cuidar y cocinar en un apartamento alquilado. La carga de trabajo puede ser tan extenuante como en el lugar de origen, pero la playa y los paseos por el paseo marítimo parecen restarle gravedad y mostrarnos una vida mejor. El turismo actúa como compensación a la explotación diaria, como válvula de escape a la presión, como espejismo de un poder adquisitivo y una calidad de vida que en realidad no nos podemos permitir. Nos saca momentáneamente de la rueda de la producción, aunque solo sea para meternos hasta el fondo en la del consumo. Mientras llenamos hasta arriba el plato en el bufé no tenemos que acordarnos del jefe que no nos paga las horas o del cliente que nos insultó a gritos.

    Cuando viajamos a países más pobres, el turismo actúa en buena medida como una fantasía colonial: nos permite ser por unos días el colono al que sirven con sonrisas amables los solícitos y serviciales indígenas. De hecho, si los indígenas no responden a nuestras expectativas, nos molesta bastante. Un amigo marroquí me contó que en su pueblo, en la costa nororiental del país, parte de la población local se saca unas perras en verano sirviendo el té a los turistas en sus propias casas. Los que más turistas atraen son los que tienen una casa y sirven un té que se adapta mejor a la fantasía previa sobre el mundo árabe que tienen los turistas en la cabeza, así que los lugareños hacen cosas como esconder el microondas detrás de una cortina o colgar manos de Fátima por toda la casa. Podríamos poner cientos de ejemplos, desde los lamentables espectáculos en las pirámides mayas en México, a los supuestos poblados masáis tradicionales o los bailes de sevillanas en Peñíscola que se anuncian como flamenco. En realidad da igual que los turistas intuyan que todo está hecho de cartón piedra: basta con que les hagan vivir la fantasía del colono que participa por un día en las pintorescas costumbres de los indígenas.

    Viajar cuando la casa está en llamas

    En el contexto del desastre ecológico en que estamos inmersos y teniendo en cuenta las dinámicas perjudiciales que genera y el riesgo de extensión de la pandemia, parece evidente que dejar de hacer turismo es la opción inmediata más responsable. Al fin y al cabo, no podemos dejar de trabajar o dejar de consumir ciertas cosas, pero sí podemos evitar ir a hacer el capullo a Tailandia.

    Sin embargo, los llamamientos a dejar de hacer turismo siempre me dejan una sensación extraña. Llevo dándole vueltas a esta sensación desde que empecé a participar en acciones contra el turismo hace tres años y no he conseguido quitármela de encima. Los turnos de preguntas en las mesas redondas y las interacciones en redes sociales me hacen pensar que esta sensación es compartida, así que voy a intentar desenredar los diferentes hilos que la componen para intentar aportar algo más que eslóganes vacíos a este cepo en el que estamos metidos.

    Una buena parte de la sensación extraña que me dejan estos llamamientos se debe a la preocupación por la gente de clase trabajadora que curra en el sector. Como decía más arriba, la crisis del coronavirus lo ha hecho dolorosamente evidente: un cierre total e inmediato del turismo supondría unos niveles de paro y de crisis económica inasumibles. No obstante, la pandemia también ha hecho evidente que seguir dependiendo del turismo es demasiado arriesgado y demasiado injusto para esa misma clase trabajadora. No podemos permitir que tener una casa o poder comer dependa de factores incontrolables como la bonanza económica en los países emisores de turistas, una pandemia o unas condiciones climáticas cada vez más deterioradas. Debemos encontrar alternativas de trabajo para los trabajadores del sector turístico, y tiene que ser un trabajo mucho mejor pagado, seguro y estable tanto a largo como corto plazo del que tienen ahora, que contribuya a generar unas condiciones de vida buenas para todos y no a asegurar unas pocas semanas de ocio al precio que sea.

    Necesitamos combinar el corto y el largo plazo, medidas inmediatas que aseguren desde ahora mismo el cambio de modelo pero también ser capaces de imaginar otro escenario.

    Necesitamos abandonar el modelo turístico y necesitamos hacerlo de forma que no suponga un desastre económico, pero también hace falta construir un horizonte en el que no haya que salir como sea durante unos días de la rueda de la explotación capitalista, porque esta rueda simplemente no exista. No podemos permitirnos pensar solo en el corto plazo, en tapar la próxima grieta de un sistema que ha demostrado su fracaso histórico, pero tampoco podemos permitirnos pensar solo en un horizonte poscapitalista donde todos los problemas se hayan resuelto como por arte de magia. Necesitamos acabar con el turismo y con la sociedad que lo hace necesario, pero los llamamientos a acabar con él deben ir acompañados de las medidas que hagan posible un cambio de modelo desde ahora mismo.

    La discusión sobre estas medidas a corto plazo es otro de los hilos que he intentado desenredar en estos tres años. La mayoría de las que se proponen no me parecen útiles y creo que muchas de ellas son directamente nocivas. Voy a intentar ir poco a poco. Por un lado, tendríamos las medidas propuestas por la propia industria turística. La industria es muy consciente de que el cambio climático supone un riesgo para el negocio, basta darse una vuelta por las publicaciones, congresos e investigaciones que financian para darse cuenta de que es un tema que les preocupa mucho.

    Las medidas que sugieren responden a la misma estrategia que la del resto de sectores. Un primer grupo serían las basadas en aparentar que se hacen esfuerzos por controlar el gasto energético y el consumo de agua. Estos esfuerzos tratan de repercutírselos fundamentalmente al cliente: carteles con indicaciones de que solo se van a lavar las toallas que se usen, explicaciones sobre el reciclaje de residuos y anuncios de que han sustituido las bombillas normales por led de bajo consumo. Creo que su inutilidad y su intención meramente cosmética es evidente. En un segundo grupo tenemos las apuestas por el turismo sostenible. Aquí encontramos un montón de artículos en prensa llenos de recomendaciones como comer en restaurantes que utilicen comida local o llevar los billetes de avión en el móvil en lugar de imprimirlos. Algunas de estas recomendaciones rozan el ridículo, pero los llamamientos al turismo alternativo han tenido también eco entre la izquierda. El turismo como mochilero, con una ONG o en alojamientos alternativos a los hoteles tradicionales son practicados habitualmente por gente con conciencia crítica y medioambiental. Lo cierto, no obstante, es que no suponen ninguna mejora respecto al turismo tradicional, e incluso en ciertos aspectos es peor. Ser mochilero y alojarte en un albergue no tiene menos impacto medioambiental o social que estar en un hotel, en la mayor parte de los casos agudiza incluso la explotación, la devastación y las relaciones neocoloniales. Seguramente en un hotel de una ciudad grande tu presencia tenga un impacto menor y haya un mayor control de las condiciones de trabajo que en una casa privada de una pequeña aldea. Quiero aclarar que aquí no incluyo a los activistas que realizan tareas como observadores internacionales en conflictos o como apoyo en situaciones críticas, sino a la gente que utiliza las ONGs como una forma alternativa de viajar; creo que es fácil establecer la diferencia.

    Desde fuera de la industria turística también se han propuesto medidas a corto plazo para frenar el impacto medioambiental y social del turismo. Una de las más aplicadas es la ecotasa, que grava a los turistas que visitan una determinada zona. En el caso de Illes Balears, donde el impuesto se implantó en 2016, el presupuesto se utiliza fundamentalmente para la rehabilitación de lugares de interés ambiental o cultural, aunque también para la protección del medio rural, la mejora de las infraestructuras hidráulicas y la diversificación del modelo económico. Su implantación y sobre todo su subida en el verano de 2018 sufrieron una campaña de ataques por parte de la patronal hotelera, que la presentó como un riesgo de perder turismo. Los datos demostraron que no era cierto, pero en cualquier caso el impuesto apenas devolvía a la ciudadanía de las islas una parte muy pequeña de lo que consumía el turismo, que en el caso del agua, como hemos visto, es cuatro veces más que el consumo local.

    Otras medidas que se han propuesto tienen que ver con la limitación del turismo, lo que incluye medidas como el establecimiento de un máximo de plazas hoteleras en una determinada zona o la prohibición de los alojamientos turísticos de plataformas como AirBnB. La principal ventaja de estas medidas es que mejoran la calidad de vida de los habitantes y contienen el nivel de depredación del turismo. Sin embargo, no puedo evitar que me dejen cierto regusto amargo. La limitación de plazas supone una subida del precio, lo que tiene como efecto que el turismo se convierta, todavía más, en una actividad de las élites. Es cierto que viajar no es un derecho —el derecho es disfrutar de días de vacaciones en el ámbito laboral— y que es más importante garantizar que los habitantes puedan tener una buena calidad de vida en sus ciudades a que puedan viajar. Pero, con todo, me produce bastante rencor de clase pensar en un escenario de ciudades con poco turismo pero solo para las élites, en las que estas además disfruten mucho más de él porque no tienen que compartir espacio con los chavales británicos que vienen de fiesta unos días después de currar en un Tesco un año entero. Me fastidia además porque la responsabilidad está repartida de forma muy desigual: hacer un viaje en avión una vez cada dos o tres años y cuando las ofertas te lo permiten es muy diferente a viajar varias veces al año a cualquier lugar del mundo que desees, como hacen las élites. Quizá la solución sería encontrar formas de limitar el turismo que no generen un aumento de los precios, pero en una sociedad capitalista eso parece complicado. A mí de momento no se me han ocurrido, pero quizá entre todos podamos dar con alguna.

    Otra de las medidas inmediatas que se proponen con frecuencia desde el activismo ecologista es dejar de utilizar el avión en nuestros viajes. El avión es el medio de transporte más contaminante y tiene un impacto enorme en el cambio climático. La propuesta consistiría en sustituir los vuelos por viajes en tren y pensar en destinos más cercanos. Esta propuesta tiene muchas ventajas. No solo reduce en gran medida la contaminación, sino también el impacto social del turismo y las relaciones de dependencia neocolonial. Que yo pase unos días en Granada es bastante menos problemático en muchos sentidos que coger dos aviones para ir una semana a una playa de Malasia. Por supuesto, no elimina todos los problemas, mi visita y la de cientos de miles de personas más seguiría teniendo impacto sobre la calidad de vida de los habitantes de Granada, pero quizá sea un paso en la dirección correcta.

    Otra ventaja de esta medida es que ofrece una alternativa viable de forma inmediata. No creo en los enfoques políticos o activistas basados en la contención y el sacrificio. Me parece que es mucho más eficaz proponer alternativas que decirle a la gente que no haga algo, sobre todo cuando no han cambiado las condiciones materiales. Es decir, creo que funciona mucho mejor proponer la sustitución del avión por el tren que exigirle a la gente simplemente que no viaje, sobre todo cuando seguimos viviendo una explotación tan brutal que la única posibilidad de soportarla es escapar de ella todo lo que podamos. La propuesta de alternativas realizables de forma inmediata —que no son perfectas, pero son mejores que lo que había— permite además involucrar a la gente en la toma de conciencia y quizá en la lucha. Es cierto que la acción individual no va a derribar el capitalismo, que es lo que necesitamos si queremos evitar la aceleración del desastre ecológico, pero también es cierto que permite a la gente ir involucrándose de forma positiva, sin caer en la parálisis, la impotencia y la frustración que muchas veces generan las luchas tan grandes como la que tenemos delante. Además, en los momentos de transformación social, los cambios individuales y los sociales van unidos y se alimentan mutuamente: los cambios individuales cambian la sociedad cuando se encuentran con los demás y, a su vez, los cambios en la sociedad nos cambian a nosotros como individuos. De alguna manera, sería similar a hacerse vegano: que alguien deje de comer productos de origen animal no va a acabar con el especismo, pero supone una toma de conciencia que, en el encuentro con los demás, convierte esa decisión individual en una cuestión política y posibilita el cambio colectivo. Además, por el camino hemos salvado vidas y, como dice un lema antiespecista, una vida salvada ya es en sí mismo una victoria.

    La sensación extraña de este tipo de medidas viene de la certeza de que no son suficientes y de que no tenemos mucho tiempo. El desastre ecológico nos tiene inmersos en una cuenta atrás en la que cada día importa y no parece muy buena idea discutir sobre dónde vas a ir de vacaciones cuando tu casa está en llamas.

    Salir del cepo

    Este artículo también me está dejando un regusto amargo. Me gustaría tener un montón de soluciones que pudiesen aplicarse de forma inmediata y que sirviesen para acabar con una industria depredadora y con el sistema que la hace posible. En cambio, lo que me han dejado estos tres años de activismo y reflexión contra el turismo es solo una intuición de cuál es la dirección acertada y unas cuantas certezas sobre cuáles son las equivocadas. Creo que lo peor del turismo es la sociedad que lo hace necesario. Sin el régimen de explotación intensiva al que estamos sometidos seguramente tendríamos vidas más significativas y plenas de las que no necesitaríamos huir. Esto no significa que no quisiéramos viajar, pero el acto de consumo compulsivo de lugares que implica el turismo no existiría. Seguramente viajaríamos mucho menos, pero nuestros viajes serían más valiosos. Quizá podríamos aprovechar el año sabático pagado que tendríamos cada cinco o seis de trabajo —no me miréis así, esto del año sabático pagado me parece irrenunciable— para aprender a hacer surf, para hacer un viaje en bici o para vivir un tiempo en una ciudad concreta. Lo más probable es que meternos en un avión para volar a miles de kilómetros, tumbarnos en una playa atestada de un país que ni siquiera vamos a conocer e hincharnos a comer en el bufé nos pareciese algo bastante idiota.

    Mientras empujamos para que esa sociedad sea posible, podemos ir aplicando otras medidas que vayan en esa misma dirección —o que al menos no la impidan—, pero que se puedan poner en marcha de forma inmediata. Las ecotasas, las medidas de limitación del turismo —preferiblemente las que no produzcan injusticias de clase— y los cambios de los lugares de destino evitando viajar en avión parecen al menos un paso. También parece una buena idea abordar un cambio en el modelo productivo que saque a trabajadores del turismo y de las industrias más contaminantes y los destine a la producción de lo necesario para la transición ecológica.

    El cepo en que nos coloca el turismo, y el capitalismo en general, y el contexto de crisis climática nos obliga a actuar en dos tiempos a la vez: por un lado, imaginando y poniendo los cimientos para otra sociedad, y por otro implementando medidas inmediatas que frenen todo lo posible los efectos negativos. Debemos actuar en el presente y construir para el futuro, hacerlo tanto individual como colectivamente y ser a la vez eficaces, rápidos y ambiciosos. Sé que es mucho, pero los riesgos son demasiado grandes para no intentarlo con todas nuestras fuerzas. También las posibilidades son demasiado hermosas para no luchar por ellas —espero haberos convencido con lo del año sabático pagado cada cinco—. Al fin y al cabo, si no hacemos algo, el problema del turismo se resolverá por sí solo: nadie querrá viajar cuando todo sea un desierto.

    Layla Martínez es licenciada en ciencias políticas, editora de Antipersona y articulista en El Salto y otros medios.

    La ilustración es un detalle de un póster soviético (c. 1937), autoría desconocida.

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  • Green New Deal: una transición justa para los animales

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    Por J. K. Hafthorsson.

    En los últimos tiempos parece haber cierta unanimidad en el movimiento ecologista sobre la necesidad de cuestionarse al menos algunos aspectos de la explotación a la que sometemos a los animales. Esto se está asumiendo principalmente respecto a la ganadería industrial por su contribución al cambio climático, pero la actual pandemia ha hecho que también se pongan de relieve otros aspectos que normalmente quedan en un segundo plano, como el tráfico de animales salvajes o la fragmentación y destrucción de sus hábitats naturales. Habitualmente este tipo de cuestiones se plantean desde una óptica antropocéntrica, por los perjuicios que causan a la humanidad, y no suelen implicar un replanteamiento más profundo de las relaciones que establecemos con los animales no humanos. Sin embargo, estamos inmersos en una crisis ecosocial que requiere la necesidad de rehacer de forma global el sistema en el que vivimos para lograr un mundo que sea tanto viable a largo plazo como socialmente justo. Nos parece que este es un contexto que favorece poder empujar el debate de manera que también se tenga en cuenta la justicia en relación con los animales. Con el siguiente texto, originalmente publicado en We Animals Media, querríamos empezar a aportar ideas en este sentido, ya que expone de manera clara la importancia de que las políticas de transición ecosocial se realicen con criterios de justicia social, cómo el Green New Deal puede ser un instrumento político para ello y cómo eso requiere de los activistas por los animales que se involucren en el debate para dotarlo de contenidos al respecto.

    «La crisis climática podría ser la mayor oportunidad de justicia animal del siglo XXI». 

    La frase anterior replica una afirmación sobre la salud mundial hecha en 2015 en la respetada revista médica The Lancet. Los editores de la revista sostenían que las transformaciones sociales necesarias para abordar la crisis climática crean una oportunidad para enfrentar los problemas de salud mundial que preceden (y superan) la crisis. Lo mismo ocurre con nuestra violenta relación con los animales.

    La crisis climática no es la causa del brutal maltrato que la humanidad ejerce sobre los animales. Pero al hacer frente a la crisis climática tenemos una oportunidad sin precedentes de transformar esa relación para mejor. Los activistas por la justicia animal deben liderar los esfuerzos para asegurar que los no humanos formen parte de una «transición justa» hacia una sociedad poscarbono.

    El concepto «transición justa» surgió junto a las demandas por un Green New Deal. Se trata de una exigencia para que, mientras luchamos contra la crisis climática, no perjudiquemos a los grupos históricamente desfavorecidos y oprimidos, incluidos las trabajadoras y los trabajadores, las comunidades de color y los pueblos indígenas. El tipo de cambios sociales audaces y sustanciales necesarios para hacer frente a la crisis climática ofrece una oportunidad para crear un mundo más justo. Esa justicia puede, y debe, extenderse a los animales.

     

    Los combustibles fósiles y la economía animal

    Los animales están completamente insertados en nuestros sistemas económicos. Desde conejos para experimentación en laboratorios hasta mulas de carga y perros rastreadores de drogas, hemos reclutado animales para una serie de tareas. El papel más obvio y violento es el de fuente de alimento. La industrialización incrementó enormemente el número de animales utilizados para la alimentación.

    La industrialización de la producción de alimentos, incluyendo pescado, carne, lácteos y huevos, precedió a la Gran Depresión. Sin embargo, el desarrollo de nuevas tecnologías productivas de alta velocidad y a gran escala durante la Segunda Guerra Mundial se extendió a la producción alimenticia. Esto dio lugar a que que un número aún mayor de animales fueron arrastrados al sistema industrial. A medida que el número aumentaba, los animales eran tratados cada vez menos como seres vivos y mucho más como insumos materiales.

    El aumento de la escala y el ritmo de producción fue posible gracias a los combustibles fósiles. Los combustibles fósiles de alta densidad energética fueron los que impulsaron las nuevas máquinas. Además, también facilitó el transporte que fomentó la concentración para sacar partido de las economías de escala. El resultado fueron las llamadas de forma eufemística «operaciones concentradas de alimentación animal» (CAFO), más conocidas como granjas industriales. Los piensos cultivados de manera deslocalizada podían transportarse a grandes distancias para llevarlos hasta los animales alojados en enormes graneros atemperatura controlada, en los que se les sometía a la racionalización y normalización de la producción industrial. Los animales o los productos animales podían, de esta forma, ser transportados a mercados lejanos.

    Las granjas industriales aumentaron en escala y bajaron el precio relativo de los productos animales. A medida que aumentaba la oferta de animales como insumos, las tecnologías de procesamiento también se ampliaron, exigiendo cada vez más energía. La fuente de energía primaria provino del carbón y del petróleo crudo. Los combustibles fósiles están implicados en nuestro uso cada vez más inhumano de los animales. Además, traen consigo un número incalculable de efectos secundarios perjudiciales de las operaciones de cría de animales a gran escala. Esos daños están contribuyendo al cambio climático y a su vez empeorando a causa de este.

    En Carolina del Norte, el volumen de residuos producidos por los cerdos de las granjas industriales están expoliando el aire y el agua. Estos daños se pusieron de manifiesto con la llegada del huracán Florence, que provocó el fallo de los pozos negros donde se recogen los desechos de los cerdos. El cambio climático está haciendo que los huracanes sean más intensos y más frecuentes, aumentando la amenaza tanto para los animales que se encuentran en su camino como para los humanos que viven junto a las nocivas granjas industriales.

    El aumento de la escala y la concentración de la producción animal también ha conllevado la destrucción de la selva amazónica. Brasil exporta el 20% de la carne de vacuno del mundo. Tanto la creación de pastos como la producción de alimentos para el ganado están impulsando la deforestación. Entre las muchas consecuencias de la destrucción de la selva tropical está la pérdida de un importante sumidero de carbono: las selvas tropicales capturan grandes cantidades de carbono, que se libera cuando se destruyen los bosques.

    Estos ejemplos encierran otras formas de opresión. Las granjas industriales de Carolina del Norte están ubicadas en un número desproporcionadamente mayor en condados con alto porcentaje de personas racializadas. La deforestación del Amazonas invade los territorios de los pueblos indígenas. Las incontables injusticias del capitalismo están tan interconectadas que el cambio en una parte del sistema tendrá efectos incalculables en otras partes. Por eso un Green New Deal debe ser sensible a las muchas y complejas relaciones que están enmarcadas en los combustibles fósiles y las emisiones de carbono.

     

    (Green) New Deal

    El Green New Deal toma su nombre del New Deal de los años treinta. El New Deal fue un conjunto de políticas destinadas a sacar a la economía de Estados Unidos. de la Gran Depresión. Incluía reformas bancarias, nuevos y ampliados programas de bienestar social, y ambiciosos gastos en obras públicas.

    El nombre «Green New Deal» fue acuñado hace más de una década en un informe del Reino Unido en el que se esbozaban las políticas para hacer frente tanto a la crisis financiera como a la crisis climática. El concepto ha ganado visibilidad a lo largo del último año gracias a su más destacada defensora, la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez. Otra defensora de alto perfil es Naomi Klein, cuyo último libro lleva el subtítulo de The Burning Case for a Green New Deal. Recientemente, jóvenes activistas organizaron una sentada en la Cámara de los Comunes de Canadá para exigir un Green New Deal.

    La aspiración del Green New Deal, al igual que el New Deal original, es la transformación económica para proteger a la gente de los daños actuales y para mitigar o eliminar las causas de esos daños. En el caso de la Gran Depresión, la causa (muy simplificadamente) fue la falta de inversión que creó una retroalimentación positiva entre la falta de empleos y la falta de demanda de los consumidores. En el caso de la crisis climática, la causa es la excesiva inversión en sistemas de producción de altas emisiones.

    El New Deal original necesitaba crear empleos para todos aquellos que no los tenían. El Green New Deal necesita mover a la gente de los trabajos de altas emisiones a los de bajas emisiones. Debe terminar con las prácticas insostenibles de producción y consumo. Esto requerirá algunos cambios radicales en nuestros sistemas económicos, lo que hace que la tarea del Green New Deal sea mucho más desalentadora que la de su homónimo. Pero es la magnitud del cambio necesario la que nos ofrece la oportunidad de cambiar nuestra relación industrializada con los animales.

     

    Aprendiendo del New Deal

    El New Deal tenía algunos defectos significativos; principalmente, que no logró su objetivo. Aunque el New Deal disminuyó la carga de la Gran Depresión, las políticas no devolvieron a la economía estadounidense los niveles de ingresos y empleo anteriores a la depresión. Hizo falta una ambiciosa transformación de la economía de cara a combatir en la Segunda Guerra Mundial para conseguir una verdadera recuperación económica. Esto sugiere que nuestros planes para cambiar la sociedad han de comenzar con la enorme transformación económica necesaria para derrotar al fascismo en Europa, que ya se consiguió en otros momentos históricos.

    Otro gran defecto del New Deal fue que favorecía de manera explícita a los estadounidenses blancos. Antes de la Gran Depresión, los estadounidenses negros tenían ingresos más bajos y sufrían un mayor desempleo que los americanos blancos, así que se vieron más afectados por la recesión económica. El gobierno de Estados Unidos podría haber aprovechado la oportunidad del New Deal para abordar la división económica entre los estadounidenses blancos y negros, pero las políticas mantuvieron y afianzaron esta división.

    El fracaso del New Deal para reconocer y abordar la injusticia racial es una de las razones por las que los defensores del Green New Deal hablan de una «transición justa». No podemos permitir que las políticas destinadas a crear una economía de cero emisiones refuercen los sistemas de opresión.

     

    Una transición justa para los animales

    Una de las preocupaciones planteadas sobre el Green New Deal es el aumento de la demanda de recursos para producir energía y productos de emisiones bajas o nulas. Este aumento afectará sin duda a las comunidades indígenas que históricamente se han visto afectadas negativamente por la extracción de recursos. Por ello, una transición justa no puede ser negociable. Sin una transición justa, la batalla contra el cambio climático agravará las desigualdades existentes.

    Afrontar el cambio climático podría perfectamente amplificar la violencia que ejercemos contra los animales. Por ejemplo, las leyes de bienestar animal existentes —conquistadas con dificultad gracias a décadas de activismo por los derechos de los animales— podrían ser tachadas de distracciones o cargas costosas por parte de las granjas industriales que tienen que hacer la transición a fuentes de energía de menor emisión. Si los costos aumentan como consecuencia de la acción climática, es probable que el recorte de costos en otros sectores de las operaciones de producción de carne, pescado, huevos y productos lácteos perjudique aún más a los animales.

    Por el contrario, si se contemplara mejora del tratamiento de los animales como un resultado importante y deseado, entonces la acción climática podría tener efectos positivos para la vida de los animales.

    Pensemos en el impacto de un impuesto a las emisiones. El aumento de los precios del combustible se transferiría los costes de producción de las granjas industriales, aunque no los eliminaría necesariamente. Si los costes de transporte aumentasen, la producción se ubicaría más cerca de los puntos de venta. Puesto que una misma explotación no podría suplir a tantos mercados como ocurre ahora, su escala se reduciría. Esto no eliminaría todos los daños causados a los animales, pero reduciría su sufrimiento.

    El precio de las emisiones de carbono es una medida importante, pero es insuficiente a la hora de abordar la crisis climática, especialmente si queremos una transición justa. Las políticas gubernamentales basadas en las demandas de los activistas son necesarias y debemos dar prioridad a una acción gubernamental contrastada, que es la que puede cambiar de una forma única y a la velocidad y escala necesarias los sistemas de producción para que tengan emisiones netas nulas. En ese cambio, hay una oportunidad increíble: por un lado, las políticas que priorizan la seguridad alimentaria local también cambiarían la economía de la agricultura industrial; por otro, la innovación apoyada por el gobierno en la producción de proteínas podría reemplazar la proteína derivada de los animales, que es cruel y produce altas emisiones.

    Los movimientos populares también son necesarios. Los activistas pueden enfrentarse a las empresas y los gobiernos que se niegan a aplicar políticas justas de carbono; sin embargo, los movimientos deben entender cómo la crisis climática se cruza con otros problemas sociales. Como se ha señalado anteriormente, los daños de las granjas industriales de Carolina del Norte intersectan con la opresión racial; los daños de la deforestación en el Amazonas se cruzan con los derechos de los indígenas. Siempre va a haber consecuencias no deseadas, pero la justicia debe ser nuestra guía.

    Ante el empeoramiento de los huracanes, deben reducirse las operaciones con ganado porcino a gran escala de Carolina del Norte para disminuir la amenaza de los desechos de los cerdos, lo que aumentaría el precio del cerdo, reduciendo la demanda. Un boicot a la carne de vacuno brasileña tendría un efecto similar. En ambos casos, debemos ser conscientes de las consecuencias negativas, especialmente la pérdida de puestos de trabajo. La solución más rápida a estas pérdidas requiere la acción gubernamental. Algunas de las personas que defienden un Green New Deal incluyen reivindicaciones de que se garantice el empleo. Esto traería consigo una red de seguridad para aquellos cuyos empleos dependen de la producción de altas emisiones. Sin embargo, también reduciría la necesidad de aceptar trabajos indeseables, peligrosos y mal pagados asociados con la producción animal.

    El futuro poscarbono está llegando, lo queramos o no. Puede implicar un descenso brutal a la barbarie, en el que los intereses particulares apuntalen sus privilegios o puede ser una transición justa que incluya cambios drásticos y positivos en nuestra relación con los demás, con los animales y con la Tierra.

     

    WE ANIMALS MEDIA (WAM) es una organización sin ánimo de lucro con una perspectiva internacional y afincada en Toronto, Canadá. Se dedica a documentar las vidas de los animales en entornos humanos: aquellas utilizadas para la alimentación, la moda, el entretenimiento, el trabajo, la religión y la experimentación. El objetivo de WAM es dar visibilidad a estos animales a través de la fotografía y las películas y extender sus historias a través de alianzas con diferentes organizaciones y medios de comunicación. El We Animals Archive es un archivo accesible en todo el mundo que contiene miles de imágenes y vídeos sobre nuestra relación con los animales a lo largo y ancho de todo el mundo. Este trabajo está disponible de manera gratuita para toda persona u organización dedicada a ayudar a los animales.

    La ilustración de cabecera es «Hügel» (2017), de Hartmut Kiewert.

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  • La ciudad después del coronavirus, podcast con Blanca Valdivia y Miguel Álvarez

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  • Teletrabajo, tecnoutopías e ideologías de lo doméstico

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    Por Àngel Ferrero.

    En los últimos meses un número sin precedentes de personas han tenido que trabajar desde sus casas. No todas, ni en todos los sectores productivos, ni en las condiciones que a muchas les hubiese gustado. Aun así la crisis del COVID-19 ha supuesto uno de los primeros experimentos a gran escala y a nivel mundial de una transición al «teletrabajo». Como aportación al debate colectivo sobre esta experiencia publicamos esta tribuna de Àngel Ferrero, en la que se analizan críticamente tanto la realidad desigual como la potencialidad y limitaciones del teletrabajo.

    Una de las medidas decretadas estas últimas semanas por numerosos gobiernos para reducir el contagio del SARS-CoV-2 ha sido el confinamiento de la población. Para no detener su actividad económica, son muchas las empresas que han recurrido al teletrabajo y los principales medios de comunicación han publicado varios artículos ensalzando sus virtudes. Sin embargo, desde las redes sociales y algunos medios no se tardó en señalar lo obvio: no sólo todos los empleos no lo permiten, sino que muchos de ellos pertenecen a la categoría de trabajos esenciales en época de pandemia, y algunos de éstos se encuentran, además, entre los peor remunerados. Solamente en Francia se calcula que pueden recurrir a esta modalidad de empleo un 60% de los trabajadores especializados, pero únicamente un 1% de los trabajadores sin especialización o que desempeñan trabajos manuales, según una encuesta del Institut national d’études démographiques (Ined). Pero incluso entre los trabajadores de cuello blanco el teletrabajo está lejos de ser la panacea que han presentado estos días los utopistas tecnológicos.

    Las ventajas, reales o supuestas, del teletrabajo acostumbran a presentarse más o menos como sigue: este permite trabajar cómodamente desde el propio hogar, organizar de manera flexible el horario laboral, conciliar el empleo con el trabajo doméstico y la vida familiar, evitar el contacto con colegas desagradables y así sucesivamente. En este sentido, esta promoción del teletrabajo puede enmarcarse en lo que John Hartley llamó «ideología de lo doméstico» en su análisis sobre el papel de la televisión en los cambios en el urbanismo y la distribución de los espacios en los hogares durante la segunda mitad del siglo XX, cuando «el problema era la incontrolada y siempre creciente clase trabajadora urbana». «En lugar de controlarla como a una fiera desde el exterior, mediante aparatos represivos del Estado como la ley, el gobierno, las fuerzas armadas, las prisiones, la policía y, finalmente, los psicólogos, se pensó que resultaría mejor crear las condiciones para el autocontrol y la autoadministración por parte del pueblo», escribe Hartley. En esta ideología de lo doméstico –«una campaña tanto política como comercial»–, el hogar «se convirtió en algo más que una vivienda, más que un refugio, se convirtió en un estilo de vida en sí mismo y en las actividades que debía sostener».

    En estos artículos los inconvenientes se reducen generalmente a la capacidad de los propios trabajadores para organizar su horario laboral, mantener una disciplina y evitar la tentación de procrastinar. Se olvida, o se quiere olvidar, que el trabajo también es para millones de personas un espacio de socialización, con todo lo que ello implica. No sorprende que el teletrabajo sea un modelo tan bien valorado por muchas empresas: la atomización social dificulta la organización sindical. ¿Cuántos inspectores de trabajo acuden a los hogares para comprobar que se cumplen las condiciones y los horarios de trabajo? Además, como sabemos por los casos de autónomos y falsos autónomos, el teletrabajo puede acabar desplazando algunos costes al propio trabajador, que corre así con los gastos de electricidad, teléfono y en no pocas ocasiones su propio equipo informático. Los precedentes invitan por lo demás a la desconfianza: el acceso de millones de personas a Internet en la década de los noventa, en ausencia de otras medidas (y más bien en presencia de medidas regresivas en lo laboral), no ha conducido a ninguna utopía tecnológica, y la intensidad y la duración de la jornada laboral, así como el control de las empresas sobre sus empleados, no únicamente se han mantenido, sino que en ocasiones se han intensificado debido a esas mismas nuevas herramientas tecnológicas, también en aquellos que trabajan desde casa, por ejemplo mediante programas que supervisan el uso del teclado, el cursor o el tiempo que el monitor está encendido antes de que se active el protector de pantalla.

    Trabajar desde casa, ¿menos trabajo?

    Las quejas habituales de quienes trabajan en casa van por lo común desde la difuminación de los límites temporales y espaciales entre trabajo y vida personal hasta la exigencia de las empresas hacia sus empleados de presentar plena disponibilidad a la hora de responder correos electrónicos y llamadas de teléfono, pasando por problemas en la comunicación con otros miembros del equipo, pérdida de motivación y sensación de soledad. No son pocos los casos que terminan en el llamado síndrome de desgaste profesional –popularmente conocido como burnout– y, si el trabajador no responde a las demandas de sus jefes, puede ser despedido sin contemplaciones y sin el temor a esperar ninguna contestación: al fin y al cabo, entre él y sus compañeros de trabajo no existen apenas vínculos emocionales y seguramente ni siquiera hayan tenido que verse en persona. Mientras el trabajador cree que se ha liberado del yugo empresarial y retomado las riendas de su vida (incluso, en no pocas ocasiones, que se ha convertido “en su propio jefe”), desde las cumbres de su empresa se le ha despojado de prácticamente todos sus atributos humanos y convertido imaginariamente en pura fuerza productiva, y, si no cumple con los resultados, se cambia por otro, sin más.

    Sobre la productividad, resulta revelador un estudio de la consultora estadounidense Airtasker realizado el pasado mes de marzo entre más de 1.000 empleados, 505 de ellos en régimen de teletrabajo. De media, quienes trabajaban desde casa lo hacían 1’4 días más por mes, o unos 16’8 días más al año, que aquellos que trabajaban en la oficina. Del mismo modo, se calculó que los empleados en una oficina perdían una media de 37 minutos diarios en distracciones (sin contar las pausas para comer o tomar un café), frente a los 27 minutos de quienes trabajaban desde casa. El estudio también demostró que los empleados en oficinas socializaban más con sus colegas: hasta una hora diaria de conversación no relacionada con el trabajo, mientras el tiempo se reducía a 29 minutos para quienes trabajaban desde casa. El porcentaje de éstos que dijo tener problemas para conciliar su vida laboral y personal (29%) fue superior al de quienes trabajan en una oficina (23%). Finalmente, cuando se entraba en preguntas concretas en este capítulo, prácticamente todos y cada uno de los porcentajes eran peores para el teletrabajo con respecto al trabajo en oficina: estrés excesivo durante la jornada laboral (54%-49%), elevado nivel de ansiedad (45%-42%), procrastinación (37%-35%), abandono de la tarea por el estado mental del trabajador (31%-30%), abandono del trabajo antes de tiempo por sentirse sobrepasado (26%-17%), evitar interactuar con otros trabajadores (23%-29%), dificultad a la hora de gestionar las emociones en el trabajo (21%-21%), saltarse el trabajo debido a la baja motivación (18%-17%).

    La perspectiva ecológica

    Del teletrabajo también se ha dicho que ayudaría en la lucha contra el cambio climático al reducir o incluso eliminar el desplazamiento hasta el puesto de trabajo, y que atesora el potencial de modificar planes urbanos por completo, favoreciendo la descentralización y la creación de entornos más amables para el ciudadano en detrimento de la especialización por barrios y los conocidos rascacielos de oficinas de vidrio. Dejando de lado que este argumento tiene exclusivamente en cuenta el transporte individual en automóvil y olvida el transporte público, considérese este otro ejemplo: el 22 de marzo Bank of America y Wells Fargo anunciaron el cierre de todas sus oficinas en India y enviaron a sus empleados a continuar trabajando desde casa. El problema, como no tardó en descubrirse, es que no todos los empleados disponían de ordenadores portátiles ni tabletas con las que realizar su trabajo. Solamente Wells Fargo cuenta con unos 20.000 trabajadores en India (datos de 2019). Cabe preguntarse cuál es el coste no ya económico, sino ecológico de multiplicar el número de dispositivos –cuya fabricación requiere por lo demás un elevado consumo de energía y cuyo uso incrementa considerablemente el consumo de electricidad– en comparación con un equipo informático en un centro de trabajo que puede ser compartido por varios empleados. En efecto, en la publicidad de los fabricantes se destaca la capacidad de almacenamiento de estos dispositivos y la posibilidad de ejecutar diversas tareas con ellos como parte de su saldo positivo en lo ecológico, pero se calla convenientemente que están enfocados más a un uso individual que colectivo. A este respecto resulta conveniente recuperar el concepto de «anticomunista» propuesto por Wolfgang Harich en Comunismo sin crecimiento (1972). «Defino como anticomunista aquel medio de consumo que no podría jamás ser consumido, fuesen cuales fuesen las condiciones de organización de la sociedad, por todos y cada uno –sin excepción– de los integrantes de la sociedad», escribía Harich, «por lo que en caso de que se quisiera prolongar indefinidamente su producción, haría imposible el tránsito al comunismo, puesto que este excluye por definición un consumo ligado a diferencias de ingreso y a privilegios».

    Los problemas, sin embargo, no terminan aquí. «Se puede tener un edificio muy eficiente en una ciudad donde la gente camina o utiliza el transporte público, pero si quienes trabajan desde su hogar encienden la calefacción en toda la casa, [el balance ecológico] es negativo», observaba hace unos años Paul Swift, asesor de Carbon Trust, en declaraciones a la agencia Bloomberg. Así, continuaba este medio, «sólo los trabajadores que viven lejos de la oficina, que de lo contrario tendrían que ir en automóvil, contribuyen una reducción global de la contaminación […] los que caminan o toman el transporte público incrementarían sus emisiones trabajando desde casa.» Todo ello sin entrar en cuestiones como la obsolescencia planificada o, en un plano ideológico, la cultura de consumo.

    Nada de esto constituye, por supuesto, un rechazo frontal al teletrabajo. Este no es per se negativo, pero depende, como tantas otras cosas, del marco de relaciones sociales y laborales en el que se implementa. En el actual muy bien pudiera ocurrir que, en vez de llevarnos a las utopías tecnológicas de liberación individual recicladas de los años noventa, nos condujese a escenarios de más explotación laboral y un mayor control social y desintegración social.

     

    La ilustración de cabecera es «En el taller de un tejedor», de Cornelis Gerritsz Decker (1625-1678).

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  • El Movimiento de los pueblos contra el terricidio

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    Por María Eugenia García Nemocon.

    Aun conformando únicamente un 5% de la población mundial, las comunidades indígenas repartidas por el globo son las encargadas de defender el 82% de la biodiversidad del planeta. Esta defensa se encuadra dentro de una lucha que, aparte de tener que continuar condenando las estructuras por las que desde tiempos de la colonización se sitúa a las mujeres indígenas en el más bajo escalón de la sociedad, cada día se enfrenta a las acciones de un número creciente de multinacionales, muchas de ellas españolas. Este artículo incluye el relato en primera persona y las conclusiones de María Eugenia García Nemocon, que asistió en representación de las organizaciones Trawunche Madrid, Ecologistas en Acción y Feministas por el clima, al Campamento climático: Pueblos contra el terricidio, organizado por el Movimiento de mujeres indígenas por el buen vivir. Este movimiento, que lleva organizando desde 2015 a mujeres de treinta y seis naciones indígenas que habitan Argentina, entre las que se encuentran, entre otras comunidades del pueblo wichí o comunidades mapuche, convocó en febrero de 2020 este campamento en el lugar donde se planea la construcción de la presa hidroeléctrica «La Elena». Este artículo incluye un relato en primera persona de lo acontecido entre los días 7 al 10 de febrero en los que se desarrolló el campamento, que culminó el 11 de febrero con una marcha en Esquel, en la Patagonia Argentina, a la que se unieron cientos de personas para denunciar las condiciones a las que son sometidas los pueblos indígenas y el extractivismo rampante en la zona.

    El movimiento de mujeres indígenas por el buen vivir

    En defensa de la vida y los territorios y en contra de los ataques continuos contra éstos, el Movimiento de mujeres indígenas por el buen vivir planteó el Campamento climático: Los pueblos contra el terricidio como un espacio de combate ante la situación de destrucción del planeta en la que nos encontramos, ante esta crisis global y eco social. El campamento es en sí un instrumento dentro de la lucha continua contra las estructuras bajo las que estos pueblos en todas las latitudes están viviendo el despojo, la aniquilación física y de sus culturas, la destrucción de sus cosmovisiones y de la vida de todos los seres con los que han convivido en comunión ancestralmente. Frente a esta realidad, los gobiernos locales lo único que hacen es defender, apoyar y promover los proyectos de las empresas nacionales y transnacionales que ejecutan este despojo.

    Las mujeres y disidencias indígenas, organizadas en este movimiento, están padeciendo en sus territorios -cuerpos y territorios-tierra- las consecuencias del cambio climático, fruto de un modelo extractivista y de explotación de los recursos naturales del cual ellas no sólo no se benefician sino que condenan y rechazan. Ante esta situación, la convocatoria de campamento se realizó con intención de llegar a consensuar una agenda global de resistencia y lucha. Así, desde los pueblos por sus derechos y por las prioridades ambientales, recuperar y compartir conocimientos y saberes, siempre a través del reconocimiento de la plurinacionalidad de los actuales estado nación con límites impuestos.

    «Para los mapuches, el kultrun [*], es el latido del corazón de la tierra. Cada golpe marca el tiempo de vida, en el espacio celeste que habitamos y que nos habita».

    Del libro El tren del olvido, de Moira Millán.

    Llegada al campamento, una noche estrellada y luminosa

    Era ya noche avanzada del día 6 de febrero de 2020 cuando llegamos al campamento, desde Esquel, por una carretera tortuosa y polvorienta.

    A pesar de la hora, la luna y las estrellas iluminaban nuestro camino; nos recibieron varias compañeras y nos dieron de cenar. En esta Patagonia desértica, éste es un espacio de luz, de árboles, de humedad, de sonidos y de hermandad.

    Nos levantamos ilusionadas con la luz del sol ya en lo alto, después de una noche fría; era nuestra primera mañana en esta experiencia de construcción colectiva. Los sonidos de ñolkin [*] nos transmitían que en poco tiempo se iniciaría la ceremonia inaugural en la zona sagrada del río Carrenleufú. Cuando pasaba la caravana, que presidía una machi con su kultrun, junto con hermanas mapuches y de otras comunidades indígenas, nos íbamos sumando en una marcha que desembocaba a orillas del río.

    Ya en la orilla nos envolvieron los cánticos e instrumentos ceremoniales, el entorno nos cobijaba, con el río como centro. Este lugar está lleno de vida, de naturaleza, es un territorio ancestral recuperado por una comunidad mapuche hace veinte años, es el Lof Pillañ Mahuiza Puel Willimapu [*], cuyas fronteras impuestas denominan provincia patagónica de Chubut, Argentina. Esta comunidad ha vivido siempre en esta zona y garantizado su preservación como guardianas del mismo. Es el lugar donde se ha realizado el campamento.

    Este río, epicentro de la ceremonia, es deseado por el gran capital multinacional, que en complicidad con las autoridades locales y estatales quieren destrozarlo, inundando el territorio para construir una gran presa, el proyecto hidroeléctrico «La Elena», cuya energía será usufructuada por las compañías megamineras tanto en Argentina como en Chile, para seguir extrayendo recursos y expoliando a las poblaciones. Si decimos que capital y vida están confrontados, no es retórico, es la realidad. Las pretensiones de hacer un complejo de 5 presas en la cuenca del río que discurre en los límites impuestos de los estados nación denominados Argentina y Chile, tendrán sobre toda la región incidencias destructivas, se crearán embalses que destruirán los ecosistemas acuáticos y terminarán con el bosque nativo actual y con toda la vida asociada. Se desplazará a poblaciones a zona áridas de esta Patagonia desértica, condenando tanto a las comunidades como al territorio, dado que ellas lo han habitado y han coexistido con este entorno para que se mantenga. Inundarán zonas sagradas para estas comunidades. Se afectaría todo el entorno natural y las poblaciones de la cuenca de este río.

    Los proyectos de despojo, injusticia e invisibilización de los pueblos continúan

    Betty Cariño Trujillo, indígena mexicana, decía, poco antes de ser asesinada, que la larga noche de los quinientos años aún no termina. La Niña, la Pinta y la Sta. María ahora llevan el nombre de Iberdrola, Endesa, Gamesa. Esto se comprueba con la historia silenciada de los pueblos de Abya Yala, que en este campamento hemos tenido la oportunidad de escuchar.

    Aquí en este territorio, en este campamento escuchamos los relatos actuales y también los de hace muchos años, que dan cuenta de la continuidad de las prácticas coloniales, donde las personas de comunidades indígenas y comunidades de afrodescendientes, son consideradas seres inferiores y desprovistos de derechos, a los cuales pueden agredir en todos los sentidos, así como despojar de sus territorios ancestrales y de los recursos que en él se encuentran.

    Algunos de los proyectos y actuaciones de multinacionales y empresas que afectan territorios y comunidades:

    • Proyecto Navidad minero en trámite, Chubut, Patagonia Argentina; explotación de concentrados de plata-cobre y plata-plomo.
    • Proyecto de extracción de litio en la Pampa, Argentina.
    • Proyecto Jacobacci en Río Negro (Argentina), aprobado por Departamento Provincial de Agua y explotado por la empresa canadiense Patagonia Gold, donde en gigantescos pozos de agua se usan cianuro y mercurio para la extracción de oro y plata aunque hace años que la zona está en emergencia hídrica.
    • Proyecto para extracción de uranio y vanadio por la Blue Sky Uranium (empresa canadiense) en Río Negro para las centrales nucleares que se proyectan construir.
    • La siempre creciente industria de rallies y rutas turísticas que destruyen el entorno y por la que sus habitantes son considerados parques temáticos.
    • La actividad de las compañías forestales. Al introducirse especies exóticas o no autóctonas dentro de un ecosistema, éste a la larga presentará un desequilibrio que pondrá en peligro la fauna y la flora de la zona, como es el caso de los pinos exóticos plantados en el Sur argentino. A lo largo del Norte de la Patagonia Andina, a través de su gran superficie, la actividad de las grandes empresas forestales ejerce una presión dentro de todos los ecosistemas y favorece además la proliferación de incendios.
    • Las compañeras del Ecuador, indican que la riqueza en recursos en vez de beneficiar, perjudica. La argumentación neodesarrollista de los gobernantes, es que éste es un elemento para alcanzar mejores ingresos y nivel de vida de sus habitantes, cuando muy por el contrario se constituye en causa de despojo, de pobreza y de muerte, tanto de muchas culturas como de todos sus ecosistemas. En este país gran parte de estos recursos, sino están adjudicados para su explotación, están en trámite.
    • Las grandes extensiones de monocultivos crecen en Colombia, que es uno de los principales objetivos de la agroindustria, la cual utiliza masivamente agrotóxicos, con el consiguiente agotamiento de nutrientes y esterilización del terreno.

    Conceptos nacidos de estas comunidades: terricidio

    Las hermanas del Movimiento de mujeres indígenas por el buen vivir, convocantes de este campamento, han introducido el concepto de terricidio, que está siendo enriquecido colectivamente y que tiene que ver con la destrucción y la violencia hacia la Madre Tierra y el despojo de las comunidades y de sus recursos. Esta violencia comienza en estos territorios desde la llegada de los colonizadores, construyendo barreras y fronteras, desligándolos de sus raíces, han introducido dinámicas de explotación hacia los pueblos de la Mapu —la Madre Tierra dentro de la cosmología mapuche—, siendo una constante la ocultación de su historia, el irrespeto, la opresión, explotación y muerte para sus pueblos y una negación de la posibilidad de otra vida, de un mundo nuevo, de una vida digna y justa.

    El terricidio es también la violación y violencia de nuestro primer territorio, que es el cuerpo de nosotras, las mujeres indígenas, campesinas y afrodescendientes, que desde la colonia, somos consideradas objetos y meras mercancías, ni siquiera alcanzamos el rango de humanas. Los efectos del extractivismo también se ven reflejados en la violencia en el cuerpo de las mujeres, porque afectan nuestras formas de vida y de subsistencia. Para las que defienden el cuerpo-territorio, la Madre Tierra es un espacio vital, de construcción de comunidad, de espiritualidad, de procesos colectivos con todo tipo de vida que existe en el entorno, no sólo la vida humana.

     

    Pandemia y terricidio

    Un concepto en construcción como es el de terricidio, ha de servirnos para describir lo que está aconteciendo en todo el Sur global en estos momentos. La continua escalada extractivista y el aumento de los megaproyectos, la destrucción y la violencia hacia la Madre Tierra que conllevan, y sobre todo el despojo de las comunidades indígenas, afro y campesinas, de sus recursos, se lleva a cabo siempre en detrimento tanto del medio ambiente como de las comunidades que conviven con todas aquellas especies no consideradas por su valor mercantil.

    Este terricidio, definido en los términos antes mencionados y según análisis en continuo desarrollo, apunta a la actual situación de despojo como una de las causas de la pandemia. Esta relación se asienta en los siguientes aspectos:

    • Sistema de producción de la industria agroalimentaria y agronegocio donde las macro granjas son parte de las mismas, donde la masificación y maltrato animal están a la orden del día, y a través del cual, con una mirada especista indudable, se convierte a estas especies en sólo una mercancía. En estas instalaciones se estima que puede estar ubicado la llamada especie intermedia a la que saltó el virus posiblemente desde un tipo de murciélago. En Hubei, provincia donde está Wuhan, existen algunas de las mayores macro granjas de cerdos de China, cuya masificación y hacinamiento propicia la transmisión de enfermedades. Entre cerdos y humanos existen parecidos a nivel fisiológico, inmunológico e incluso genético que favorecen la transmisión interespecies de virus.
    • Las grandes corporaciones, en complicidad con gobiernos locales, están adquiriendo latifundios y deforestando los bosques primarios que aún existen en los mismos, para el extractivismo minero, petrolero y maderero o para establecer monocultivos. Los animales y especies en estos bosques mantenían un aislamiento natural que en estas circunstancias está desapareciendo. Esto beneficia su contacto directo y rápido con seres humanos, este tipo de encuentro puede dar condiciones para que algunos patógenos de especies salvajes salten a los humanos.
    • El tráfico, mercado y consumo de especies salvajes. El tráfico ilegal de especies es un negocio muy lucrativo que hasta el punto de estar conduciendo a la extinción a algunas de ellas. También existe un comercio legal de éstas, e incluso granjas.

    Aún sin todas las certezas, los posibles orígenes de la pandemia nos trasladan a las formas de producción y explotación de los recursos y del trabajo de un sistema capitalista donde están enfrentadas la acumulación de bienes y de capitales a la vida, y que ha producido degradación ecosistémica, cambio climático además de hacernos mucho más vulnerables a estas pandemias.

    Indudablemente cualquier alternativa para superar este sistema, una enfermedad en sí mismo, no puede provenir de seguir impulsando estos modelos. Para no caer en las mismas dinámicas destructivas, es conveniente recordar en qué consiste la teoría y práctica del buen vivir, que todavía es parte esencial de la vida de muchos pueblos indígenas en diferentes latitudes. El buen vivir en todas las lenguas es vida armónica con la tierra, la naturaleza y con todos los seres visibles e invisibles que la habitan.

    Esto supone dar prioridad las actividades que preservan la vida y que cubren las necesidades, considerar que la alimentación no tiene por qué destruir y torturar a otras especies como se está haciendo, ni promover la destrucción galopante de ecosistemas y la anulación de otras poblaciones. Las tan necesarias transiciones, ahora son imprescindibles.

    Tejiendo resistencia y luchas en Abya Yala (nombre que el pueblo indígena kuna daba a los territorios que hoy se conocen como América Latina)

    Las luchas anticoloniales han existido siempre en Abya Yala, Muchas de ellas invisibilizadas y ocultadas. Aquí queremos resaltar algunas que conocimos en el campamento.

    La recuperación de tierras y las acciones de resistencia y lucha, de muchos pueblos originarios ha sido parte de las luchas constantes en todo Abya Yala. Es el caso del pueblo Nasa en Colombia, lleva años con el Movimiento de liberación de la Madre Tierra que recupera tierras para dejarlas en libertad para convivir en ellas y para defender la vida. Las despoja de monocultivos y sus agrotóxicos, libera de mega minería y de grandes infraestructuras y de latifundios ganaderos. Transforma, el derecho de propiedad para que sea colectivo. El sistema que siempre se ha impuesto impedía producir producir alimentos, riqueza y bienestar para todos los pueblos y seres vivos, pero colectivamente este pueblo, lo está revirtiendo.

    Ante el despojo de tierras que se ha producido a lo largo de siglos, el pueblo Mapuche ha respondido con procesos de recuperación, dentro de los estados nación denominados Chile y Argentina. El campamento se ha realizado en el simbólico Lof Pillañ Mahuiza, territorio sagrado recuperado hace veinte años, años gracias a la lucha de un grupo de mujeres guerreras, weichafes [*]; que se mantienen firmes ante el acoso para expulsarlas de estas tierras por intereses económicos.

    En Ecuador las grandes explotaciones agrícolas y mineras están acabando con el agua para la gente y para cultivos de comunidades y campesinos, con lo cual se están haciendo escuelas del agua, para su protección. También compañeras indígenas de Cotopaxi, comunidad de San Isidro se han enfrentado a los intereses por expoliar su zona, y se han organizado para proteger el páramo y por consiguiente el agua.

    Primeras iniciativas del Campamento climático

    Con la intervención de compañeras de comunidades de la zona, pudimos comprobar que las que actualmente están siendo más golpeadas son la comunidad Wichí y las comunidades indígenas del norte de Argentina por la práctica del chineo.

    Por una parte, el territorio de la comunidad Wichí, en Salta (Argentina) ha ido mermando bajo la deforestación, desmonte y devastación de los últimos bosques que quedan en la región, su lugar de vida y fuente de su subsistencia, ante la complicidad de las autoridades para favorecer empresarios, alguno ligado a la familia Macri, ex presidente argentino. Su despojo lo han causado las explotaciones del agronegocio; no son un pueblo nativo pobre: han sido empobrecidos; están en una campaña genocida que destruye las algarrobas, que son árboles esenciales para subsistencia y comercialización. Están sufriendo la muerte de su descendencia por desnutrición y hambre en un círculo de aniquilación que el gobierno argentino está propiciando, al cual exigimos garanticen el retorno de sus territorios para recuperar sus formas tradicionales de vida y su dignidad como pueblo.

    Por otra parte, la violación de mujeres indígenas y negras fue una práctica constante durante la colonización, perpetrada por los invasores. Esta es una realidad que aún ahora sigue muy vigente para las comunidades indígenas del norte de Argentina. En particular, la práctica del chineo consiste en que varios criollos escogen a niñas indígenas entre 8 y 10 años, y después de sacarlas de la escuela con el permiso de la dirección las violan en grupo; seguidamente las abandonan. Es una práctica denigrante que parte de la población y las autoridades consideran como una «costumbre» aceptada. Desde el Movimiento de mujeres indígenas por el buen vivir, se propone y se acuerda denunciarla. El campamento climático aprobó hacer esta campaña para abolir esta práctica, y para penalizarla para acabar con la total impunidad con la que se ha ido perpetuando a lo largo de los siglos.

    Como finalización de las actividades del campamento se realizó un plenario, el 10 de febrero de 2020, para proponer acciones desde los diferentes territorios coordinadamente:

    • Campaña por la abolición y castigo del chineo.
    • Que las naciones Wichi Quom tengan presencia en la próxima COP26, para hacer patente su situación de acoso y exterminio.
    • Todas las organizaciones y comunidades presentes aceptamos constituirnos como Movimiento de los pueblos contra el terricidio, nos declaramos en lucha y resistencia por la defensa de los diversos territorios y pueblos explotados y amenazados, y en contra de expansión de un sistema que no tiene otro sentido sino la destrucción y explotación de lo que amamos. 
    • Acordamos hacer intentos por posicionar la palabra y el concepto de «terricidio» a todos los niveles, crear una red internacional contra el terricidio y relacionar terricidio con cambio climático.
    • Proponer una agenda con fechas significativas para coordinar acciones en torno a las mismas.

    Desde la vivencia en ese sagrado espacio que nos cobijó durante el campamento climático sentimos un profundo agradecimiento hacia todas las lamngen [*] weichafes, porque son la vanguardia para la protección de todo tipo de vidas. Por eso seguiremos caminando por la defensa de las mismas y de los seres visibles e invisibles, que la habitan desde siempre, de todas las culturas y comunidades que conviven con ellos, que las integran y las preservan. Seguiremos en la defensa colectiva de estas vidas amenazadas en todo el planeta.

    Finalmente agradecemos a las organizaciones que apoyaron nuestra participación en el campamento: Ecologistas en Acción, Secretaría Internacional de la CGT, Feministas por el Clima y Trawunche Madrid.


    *Notas:

    Kultrun, ñolkin, Lof, weichafes, Lamngen: estas palabras que utilizo son de la lengua del pueblo mapuche, el mapudungun. He decidido utilizarlas para visibilizar la riqueza que sigue existiendo de lenguas indígenas; para intentar traspasar las hegemonías lingüísticas que hoy nos dominan; porque su conocimiento profundo indica una concepción del mundo que nos enriquece; precisamente no pongo sus significados porque el mismo trasciende la explicación que pueda dar.

    La ilustración de cabecera es «Untitled» (1938), de Roberto Matta. Las fotografías que acompañan al artículo son cortesía de la autora.

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  • Tras la democracia del carbono

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    Por Alyssa Battistoni y Jedediah Britton-Purdy

    Este texto fue publicado originalmente en Dissent con el título «After Carbon Democracy». 

    En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia en lugar de por menos.

    Si te preocupa la democracia, el cambio climático no va a hacer que te sientas mejor. Desde hace décadas, el clima (y anteriormente la crisis ecológica en general) ha sido esgrimido como exponente fundamental de la incapacidad de la democracia para solucionar nuestros problemas más acuciantes.

    Los retos son innumerables: la acción climática requiere compromisos nacionales que beneficien a pueblos extranjeros y sacrificios actuales en beneficio de generaciones futuras, y que se basen en fundamentos científicos que, aunque fácilmente sintetizables, son demasiado complejos como para enganchar narrativamente a los negacionistas. Simplemente, la gente no se impone a sí misma firmes restricciones de manera voluntaria, especialmente en beneficio de desconocidos.

    Como prueba de ello, quienes se muestran escépticos ante la democracia señalan las airadas protestas contra las subidas de precio de los combustibles fósiles, como los chalecos amarillos en Francia o las movilizaciones ecuatorianas contra la retirada de las subvenciones a los carburantes. A esto hay que añadir el rechazo, o directamente la derogación, de los impuestos sobre el carbono en lugares que van desde Australia hasta Washington, y la elección de presidentes agresivamente antiambientalistas en Estados Unidos y Brasil, dos de las mayores democracias del mundo.

    Recientemente un columnista del Financial Times, un barómetro fiable de la opinión de las élites, preguntaba: «¿Puede la democracia sobrevivir sin carbono?». Su respuesta era: «No lo vamos a averiguar. Ningún electorado va a votar en perjuicio de su propio estilo de vida. No podemos culpar a malos políticos o a corporaciones, somos nosotros: siempre vamos a elegir crecimiento antes que clima».

    Incluso las personas de izquierdas afines a la democracia no pueden sino preocuparse por lo que implicaría para esta un cambio drástico en las condiciones materiales. En Carbon Democracy, el historiador Timothy Mitchell afirma que «gracias al petróleo, las políticas democráticas se han desarrollado con una orientación particular hacia el futuro: el futuro como horizonte ilimitado de crecimiento». Ahora sabemos que dicho horizonte se está cerrando.

    Así pues, ¿somos nosotros el problema? ¿Qué posibilidades hay de una democracia sin carbono en el siglo XXI?

    Una breve historia de la democracia climática

    La actual oleada de ansiedad a propósito de la democracia y el medio ambiente tiene multitud de precedentes. En los años setenta, momento en que emergía la política ecológica moderna, el teórico político William Ophuls imaginó qué ocurriría si tuviese que detenerse el crecimiento económico (una predicción habitual, en ese momento, tanto entre individuos radicales como entre centristas). Ophuls argumentaba que la escasez es la condición insoslayable de la vida humana y la política, el inevitable conflicto por los recursos limitados. Esta es la razón que llevó a Thomas Hobbes, el primer teórico político moderno, a insistir en la necesidad de un soberano absoluto para que hubiera orden político: para mantener a la gente a salvo de los estómagos codiciosos y famélicos de los demás. Lo específico de la época moderna, y de mediados del siglo xx en particular, ha sido la creencia de que la escasez podía ser evitada; de que la riqueza podía ser no solo abundante sino ilimitada. La crisis ecológica se presentó como un duro reproche a semejante manera de pensar y a los sistemas políticos que se han edificado sobre ella.

    Ophuls defiende que un futuro sostenible ecológicamente hubiese sido «más autoritario» y «menos democrático». Los mandarines ecológicos se harían cargo de gestionar los recursos comunes de manera apropiada; el gobernador ecológico ideal vendría a ser una combinación de Platón y Hobbes, al que se le añadiría algo de John Muir: el conocimiento del filósofo-rey combinado con la soberanía absoluta y con una elegante nota de conciencia verde.

    En cualquier caso, en los años ochenta los expertos políticos en boga ya promovían una solución distinta: ecologismo de mercado, que veía la respuesta a los problemas medioambientales no en un decrecimiento, sino en la creación de más mercados, calibrados inteligentemente para la «internalización» de «externalidades» industriales a través de la incorporación de los costes de la polución a los de los recursos (el impuesto sobre el carbono es una versión de esta idea). Los economistas señalaron que la amenaza de la polución lanzada a la capa de ozono por los clorofluorocarbonos (CFC) se había solucionado de forma barata y rápida mediante un sistema de mercado de permisos negociables. En Europa se resolvió incluso de manera más veloz a través de su prohibición; sugiriendo que la clave era que se podían reemplazar los CFC, o directamente prescindir de ellos. Si había funcionado para los CFC, la lógica dictaba que podía funcionar para el carbono. La teoría económica, que es la elitista sabiduría convencional de esta época, indicaba claramente que el camino a seguir era una solución de mercado.

    Parecía que la mejora del medio ambiente se ajustaba perfectamente al final de la historia: capitalismo, democracia y aire limpio podrían ir de la mano ahora y siempre. La «curva de Kuznets medioambiental» mostraba, supuestamente, que la polución había crecido en los primeros estadios de la industrialización para luego caer cuando el electorado de clase media decidió que se podía permitir agua y aire limpios, lo que replicaba la trayectoria de la desigualdad económica que el economista Simon Kuznets plantea en su optimista trabajo sobre tendencias de ingresos a largo plazo. La versión de la democracia que se hallaba en esta idea aparecía desnuda: los politólogos que investigaban el progreso democrático y su «consolidación» incluyeron en su definición los «derechos de propiedad», que generalmente implican un sistema de mercado capitalista. Esta no era una democracia que pudiera impugnar las prerrogativas capitalistas, sino una que se identificaba axiomáticamente con ellas.

    Para los años 2000 quedó claro que el progreso no estaba ocurriendo lo suficientemente rápido. El cambio climático era un problema más grande de lo que muchos habían supuesto, quizá fuera incluso completamente distinto. El ingenuo optimismo «democrático» cedió terreno. Desde la perspectiva de la economía de la elección racional, el cambio climático se presentaba ahora como un ejemplo de manual de problema de la acción colectiva: era de interés común alcanzar una solución, pero también era de interés individual no dejar de emitir aprovechando que los demás sí que lo hacían. La acción climática suponía un sacrificio que nadie estaba dispuesto a hacer a no ser que lo hicieran todo el mundo; y todo el mundo tenía incentivos personales para descargar la responsabilidad sobre los demás y, en última instancia, sobre las generaciones futuras.

    Pero la teoría de la elección racional estaba siendo en sí misma atacada por la economía behaviorista, la cual apuntaba que la manera de tomar decisiones es de todo menos racional. Este era el lenguaje de las élites políticas sobre la naturaleza humana en el nuevo milenio; en libros de gran popularidad, como Freakonomics, como en trabajos cuasiacadémicos, como Nudge, del economista de la Universidad de Chicago Richard Thaler y el profesor de derecho en Harvard Cass Sunstein (quien estuvo una temporada el frente de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios de Barack Obama). La economía behaviorista explicaba el problema de la acción colectiva en sus propios términos: no se trataba simplemente de que nuestros intereses tuviesen una orientación deficiente, sino más bien que apenas podíamos entender cuáles eran nuestros propios intereses. «¿Por qué no es verde el cerebro?», preguntaba en 2009 un titular en la portada de The New York Times Magazine, captando el nuevo zeitgeist. El problema era de «prejuicios automáticos» que deformaban la cognición; la gente está acostumbrada al corto plazo, mientras que el cambio climático es un problema que abarca siglos. No hemos calculado correctamente los riesgos; reaccionamos de manera distinta a las mismas medidas si se las adorna de manera diferente: la gente odia los «impuestos» al carbono, pero le gustan las «compensaciones» de carbono. No nos gusta el cambio, sufrimos de aversión al riesgo. Tenemos dificultades para percibir el cambio climático como una amenaza porque no se trata de un acto de violencia inmediatamente visible, como la guerra.

    Quizá la democracia no fuera la culpable per se del cambio climático, pero había algo en el demos (algo en la gente en sí misma, algo en nuestros cerebros) que no estaba preparado para entender y lidiar con semejante problema. Se seguía de esto que no estábamos preparados para el autogobierno en un mundo definido por complejos problemas a largo plazo; la gente necesitaba ser engañada ―«impelida»― para poder decidir sobre sus intereses propios más profundos y verdaderos. Tanto aquí como en el análisis de la elección racional había, tácita pero implícitamente, un análisis fundamentalmente individualista y ahistórico del cambio climático. No importaba quién hubiese causado realmente todas las emisiones de carbono, o bajo qué sistemas de economía política se hubiesen producido: los humanos éramos, en última instancia, todos iguales y dicha forma de ser dificultaba enormemente hacer nada respecto a los procesos efectivos.

    En los últimos años, las culpas han pasado de recaer en lo idiota que es la gente o en los fallos inherentes de las instituciones democráticas para recaer en la dominación de estas por parte de las compañías de combustibles fósiles. El dinero negro que responde a intereses particulares (y también no poco dinero obscenamente visible a plena luz) ha sido utilizado para negar el cambio climático, para acabar con los impuestos sobre el carbono y con la expansión de las energías renovables, y para desregular la industria. Este giro hacia una historia política de las políticas medioambientales se ha centrado en los defectos e infortunios contingentes del proceso político estadounidense; desde la completa apertura de la válvula del gasto político hasta las vicisitudes de las negociaciones de la Casa Blanca en los años ochenta («la década en que casi paramos el cambio climático», como afirmaba Nathaniel Rich en un extenso artículo de The New York Times Magazine en 2018).

    Mientras el catastrofismo por el fin del mundo sustituye a la euforia del fin de la historia, las últimas cuatro décadas de pensamiento «político» sobre el clima parecen no haber sido nada políticas. O, más bien, el pensamiento climático de estas décadas ha sido un síntoma de la antipolítica dominante: una política de ideas (teoría de la acción racional, economía behaviorista) e instituciones (la industria de los combustibles fósiles, los bancos de inversión, el Partido Demócrata de Bill Clinton y Robert Rubin) que afirmaba no ser política, sino sentido común o ciencia, y que trabajaba para aplastar cualquier política que fuera más allá del pesimismo generalizado acerca de los seres humanos y del optimismo sobre los tejemanejes institucionales y tecnológicos.

    El «elefante en la habitación» propio de estos discursos en torno a la democracia y el cambio climático es el capitalismo.

    El capitalismo se encuentra en el corazón mismo del cambio climático, ya que se basa en un crecimiento indefinido que el planeta no puede soportar. Todas las formas de capitalismo que hemos conocido han sido extractivistas, han drenando la Tierra de su energía y de gran parte de su riqueza de maneras destructivas que no son renovables. Y todas las formas de capitalismo que conocemos han sido incapaces de reparar en las amenazas medioambientales, sobre todo la polución, de la cual los gases de efecto invernadero son el último y mayor ejemplo. El extractivismo y la polución se hallan en el núcleo de las economías medioambientales convencionales: habitualmente son descritas como cuestiones derivadas de «externalidades» y del «capital natural» y a menudo se propone como solución a ello la «contabilidad ambiental de costo total», para así incorporar bienes y riesgos ecológicos a los balances generales de empresas y consumidores. Este relato convierte el problema en una serie de cuestiones técnicas, pero desde la derrota de la ley Waxman-Markey en 2010 ha quedado claro que incluso los desafíos aparentemente técnicos para el ámbito político y económico de los combustibles fósiles requiere mayorías movilizadas luchando para salvar el mundo. Es decir, la tecnocracia no evita la política, sino que la ignora, para luego verse sorprendida por ella. La idea del crecimiento indefinido es más básica aún y, por lo general, la economía convencional la ha esquivado.

    La política climática se ha dado en su totalidad dentro del periodo de la hegemonía neoliberal, en el cual ha sido imposible considerar o imaginar un fuerte control democrático sobre la economía; la antipolítica de esas décadas funcionó para proteger contundentemente los mercados de inoportunas distorsiones políticas. Al restringir las políticas democráticas y revertir ―o directamente saltarse― las limitaciones impuestas al capital de manera democrática (incluyendo las regulaciones medioambientales de los años setenta), el neoliberalismo ha dificultado enormemente la solución de los problemas medioambientales sistémicos del capitalismo.

    Si vamos a hablar de democracia y cambio climático, entonces también tenemos que hablar de democracia y capitalismo, aunque en casi todas las conversaciones se presupone una democracia que no puede o no necesita poner en cuestión los preceptos básicos del capitalismo. La actual política climática ha funcionado de la misma manera hasta hace muy poco. Hasta 2016 parecía que el neoliberalismo había triunfado sobre la democracia, que la economía había sometido completamente a la política. Y entonces la política volvió a la vida, y lo hizo rugiendo.

    Pero una política viva plantea preguntas de distinto tipo y ni mucho menos fáciles. ¿Puede la democracia realmente vencer o contener al capitalismo en un momento en el que la primera parece debilitarse cada vez más y la segunda no para de hacerse más fuerte? ¿Y cuáles son los caminos más probables para la democracia en un mundo golpeado por el cambio climático? Argumentar que la difícil situación en la que nos encontramos es resultado de un mundo profundamente antidemocrático no implica necesariamente que una democracia más fuerte vaya a facilitar las cosas. Hemos alcanzado algo de claridad sobre nuestra situación, pero a costa de remplazar un problema histórico (hacer frente al cambio climático) por dos (alcanzar la democracia para hacer frente el cambio climático). ¿Cuáles son las dimensiones de este nuevo problema? ¿Es probable que la democracia y el cambio climático colisionen en los años?

    Culpar a la democracia por el cambio climático

    Comencemos con la insinuación habitual de que acabar con el cambio climático puede significar la supresión de la democracia. El espectro del déspota ilustrado que gobierna en pos de la Tierra y sus criaturas ―el híbrido Platón-Hobbes-Muir― reaparece regularmente. El hecho de que un régimen semejante no haya existido jamás y de que sea poco probable que nunca lo vaya a hacer no ha detenido a académicos y periodistas a la hora de citar una y otra vez a tal o cual científico que afirma que la democracia no está a la altura de la tarea de frenar el cambio climático. Allí donde gobiernan fuerzas autoritarias no lo hacen en nombre de la ecología. Paradójicamente, China ocupa una doble posición dentro de este imaginario: de una parte, se dice que hace que las acciones climáticas norteamericanas se vuelvan irrelevantes debido a sus crecientes e imparables emisiones; de otra, se usa como ejemplo de las ventajas medioambientales del autoritarismo, dada su capacidad para construir trenes de alta velocidad o detener la producción de carbón de la noche a la mañana.

    De todas formas, la democracia no va a volver por donde ha venido. Va a ser difícil que desaparezca completamente incluso en lugares donde lleva instaurada apenas unas pocas décadas, a pesar del pánico de algunos progresistas ante su caída. Aunque por supuesto que puede retroceder o erosionarse y, de hecho, lo hace. A veces, como ha ocurrido recientemente en Rojava y Hong Kong, la democracia es violentamente reprimida. La democracia se encuentra amenazada en todo el mundo: por los terratenientes y oligarcas racistas en Bolivia o por el régimen nacionalista y derechista de Turquía.

    Al tratar con las fuerzas debilitadoras de la democracia, además, deberíamos desconfiar menos de las masas que de los liberales de clase media, que son quienes sostienen los tropos acerca de «la crisis de la democracia» y de cómo la gente no es capaz de gobernarse a sí misma. Históricamente, las clases medias han sido tibias con respecto a la democracia, a veces la apoyan, pero también la dejan de lado cuando las clases trabajadoras parecían demasiado poderosas. Estudios recientes sugieren que la relación entre capitalismo y democracia no se deriva de una innata afinidad estructural, sino más bien del hecho de que, en las sociedades capitalistas, la creciente clase trabajadora presiona en pos de reformas democráticas con el inconstante y escasamente fiable apoyo de la clase media.

    En muchos lugares, lo que es más probable que un gobierno directamente autoritario es la perspectiva de que el neoliberalismo, que ha demostrado ser notablemente resistente tras la crisis de 2008, continúe restringiendo el gobierno popular. Y la solución favorita de los tecnócratas liberales es el impuesto sobre el carbono, pero dicho impuesto conlleva un problema del tipo de los de qué vendrá antes, el huevo o la gallina: los únicos que realmente lo defienden son una alianza de politólogos y de una parte afín del capital, pero, sin embargo, es difícil imaginar al capital imponiéndose voluntariamente a sí mismo nuevos costes añadidos sin una presión política masiva. Las empresas solo apoyan un impuesto sobre el carbono cuando la alternativa les resulta más amenazadora ―por ejemplo, el Green New Deal―. Si surgiera una presión política en torno a dicha alternativa, sería posible imaginar al centrismo presionando por un impuesto sobre el carbono en tanto que solución que cuenta con el visto bueno de las empresas, si bien, probablemente, a un nivel muy por debajo de los setenta y cinco dólares por tonelada propuestos por el Fondo Monetario Internacional (a modo de referencia, la media mundial es de ocho dólares por tonelada, cuando la ONU ha recomendado un impuesto de entre 135 y 5.500 dólares por tonelada para 2030).

    Mientras tanto, en países donde la agenda política está marcada por su capacidad para pedir préstamos, un impuesto sobre el carbono (o sobre el combustible) podría imponerse desde el exterior o ser instituido en respuesta a las condiciones de los prestamistas. El reciente intento de Ecuador de recortar los subsidios a los combustibles, por ejemplo, pretendía ahorrarle al estado 1.300 millones de dólares al año como parte de un paquete de crédito de 4.200 millones por parte del FMI. Sin embargo, es probable que la imposición de nuevos gastos sobre personas que ya han sufrido la peor parte de la crisis económica genere nuevos contraataques: las movilizaciones que siguieron a los recortes en los subsidios mencionados obligaron a su restablecimiento, de la misma forma en que las protestas de los chalecos amarillos contra un nuevo impuesto sobre los carburantes provocaron que este fuera abandonado. Entender todo ello como manifestaciones democráticas contra la acción climática es mezquino; podrían serlo si quienes protestan vieran que sus alternativas fueran o bien austeridad o bien destrucción medioambiental, pero estas son también revueltas democráticas contra el neoliberalismo y, al menos potencialmente, a favor de otra opción distinta. La pregunta es si pueden señalar el camino hacia una alternativa menos desesperante, hacia alguna forma de prosperidad pública compartida.

    Democratizando la descarbonización

    De hecho, hay un programa climático ambicioso que propone asumir grandes gastos en beneficio de pueblos extranjeros y de generaciones futuras (y también reconstruir el paisaje estadounidense de manera generosa e inclusiva) y que está movilizando a activistas y convenciendo a candidatos a las primarias del Partido Demócrata. En cuanto a la manera de afrontar el cambio climático, el Green New Deal apuesta por más democracia, no por menos, incluso cuando aún no gocemos de nada que se asemeje a una democracia perfecta. La premisa es que la acción climática debe ser popular para poder triunfar políticamente, lo que implica que debe beneficiar a las personas ahora, en lugar de pedirles que se sacrifiquen en beneficio del futuro. No hay electorado para una austeridad verde y los cambios que necesitamos no se pueden barrer debajo de la alfombra mediante acciones ejecutivas (como en el Plan de Energía Limpia) o mediante maniobras legales (como sucede con la estrategia «demandar a esos cabrones» que históricamente han seguido las grandes organizaciones medioambientales sin ánimo de lucro).

    El Green New Deal señala que la acción de acabar con las emisiones de carbono tiene que formar parte de una transformación más amplia de la economía y la sociedad: una que aborde el enquistado poder del capital fósil y el de los responsables políticos que lo han estado protegiendo, así como los daños que estos han causado a la ciudadanía, especialmente a las comunidades de color y a la clase trabajadora. Señala también que la riqueza pública es la forma de vivir bien dentro de los límites ecológicos y que debemos construir el tipo de democracia necesaria para lucha contra el cambio climático mediante la lucha contra el cambio climático, en lo concreto más que en lo abstracto.

    La izquierda que abraza la «democracia» tiende a entenderla como algo más sólido y robusto que un mero «mayoritarismo» ―como una llamada a la igualdad, como una riqueza compartida y como un reconocimiento mutuo; como algo que siempre estamos esforzándonos en conseguir, en lugar de una serie de procedimientos políticos ya establecidos de una vez para siempre―. Estados Unidos sigue fracasando en tanto que democracia por muchas de estas cuestiones y las políticas climáticas pueden o bien ahondar en este sentido de democracia o bien ponerlo aún más en cuestión.

    Pero también hay mucho que decir acerca de ese frágil «mayoritarismo». Si el Tribunal Supremo de los Estados Unidos no hubiese otorgado la victoria en las elecciones del año 2000 a George W. Bush tras haber perdido la votación popular frente a Al Gore, probablemente las negociaciones climáticas internacionales hubiesen progresado mucho más y la legislación sobre el clima podría haber ocurrido en la década en que Estados Unidos, en cambio, se lanzó a la guerra de Irak. Si el colegio electoral no le hubiese entregado la victoria a Trump tras haber perdido la votación popular, quizá Estados Unidos no estaría revirtiendo en tiempo récord las restricciones sobre la polución en el aire y sobre las emisiones de carbono. Incluso en una democracia enormemente imperfecta, el «mayoritarismo» sigue implicando poder.

    «Mayoritarismo» implica que no tienes que hacerte con los corazones y las ideas de toda las personas del país, no tienes que alentar una transformación moral completa y simultánea, simplemente tienes que ganarte a la mayoría de la gente. Y una gran mayoría de la gente ha señalado de manera consistente su apoyo a muchos de los elementos del Green New Deal: trabajo garantizado, inversión en energías cien por cien renovables y en transporte público, restauración de bosques y suelos, etcétera. En un mundo construido por fuerzas profundamente antidemocráticas, en el que estamos tratando de abrirnos paso democráticamente hacia algo distinto, el hecho de que la democracia no sea un proyecto de consenso es algo positivo.

    Pero el respaldo en las encuestas es solo el primer paso. Incluso ganar unas elecciones es el principio y no tanto el final. Si las exigencias democráticas suelen ser antagónicas a las necesidades del capital, y si el cambio climático es producto del capitalismo, entonces la acción democrática contra el cambio climático va a ser hostil al capital. Por supuesto, a ciertas formas del capital más que a otras: sin duda la industria de los combustibles fósiles va a luchar hasta la muerte, mientras que los potenciales magnates de la energía solar y eólica van a estar contentísimo con la instauración de un Green New Deal, si bien es de suponer que con uno que inyecte dinero público al I+D privado en vez de gravar al capital para desarrollar servicios públicos. En cualquier caso, hay suficiente capital adyacente o dependiente de los combustibles fósiles como para que se alinee un conjunto de fuerzas significativo contra cualquier pretensión seria de desbancar a las grandes compañías petrolíferas.

    La lucha contra las decisiones antidemocráticas del capital no es la única en el horizonte. El «mayoritarismo» no siempre implica que quienes ganen puedan hacer que los perdedores hagan lo que no quieren hacer; incluso si es posible imaginar mayorías democráticas que respalden una vivienda y un transporte públicos, ¿qué ocurrirá cuando haya resistencia frente a los proyectos de rehacer todo lo que tenga que ver con carreteras, vehículos deportivos y viviendas unifamiliares independientes en Estados Unidos? Las eternas luchas sobre quién controla realmente de manera efectiva los terrenos públicos en los estados del oeste (que llegan ocasionalmente a cotas dramáticas, como la ocupación derechista en 2016 del refugio de vida salvaje de Malheur, en el este de Oregón) muestran que existe una fuerte resistencia a la idea de que el Congreso, el Tribunal Supremo o quien sea desde Washington tenga la última palabra. Las agudas divisiones entre jurisdicciones «rojas» y «azules»,[1] en las que cada una de ellas denuncia como ilegítimas las mayorías de la otra ―por manipuladas, por dependientes del Colegio Electoral o de la restricción del derecho a voto, o por estar empañadas por el «fraude electoral» (algo en lo que Trump no para de insistir de manera insidiosa)―, pueden conllevar una dificultad aun mayor a la hora de aplicar decisiones nacionales a estados y ciudades disconformes.

    El problema de la escala es aún más imponente a nivel planetario. En la historia de la democracia, al menos hasta el momento, el «gobierno del pueblo» ha sido siempre de un subgrupo del pueblo, generalmente señalado por los límites territoriales del estado nación; pero el cambio climático afecta de manera significativa a personas más allá de las fronteras nacionales, a aquellas que aún no han nacido, y a animales no humanos, ninguna de las cuales forma parte del «pueblo» que toma decisiones políticas. También sabemos que tanto las causas como los efectos del cambio climático están desigualmente distribuidos: alrededor del 10% de la población global es responsable del 50% de las emisiones en todo el mundo, mientras que el 50% de la población es responsable de apenas el 10%, siendo estas últimas las comunidades más vulnerables al desastre climático. Sin embargo, no tenemos un Estado global (sea eso deseable o no), así que, en lo que respecta a un futuro que seamos capaces de anticipar, está descartada una democracia global genuina .

    Esto significa que la mayoría de la población global que quiera poner freno al consumo derrochador de unos pocos poderosos no tiene medios de ninguna clase para hacerlo. En concreto, el resto del mundo no puede hacer que Estados Unidos rinda cuentas. Somos el país que más tiene que perder con una toma de decisiones democrática global, lo cual explica por qué el poder de Estados Unidos se ha utilizado principalmente para socavar instituciones globales, excepto cuando se alineaban con los intereses norteamericanos. La democracia realmente existente está atrapada en el problema de que hay subgrupos nacionales que tienden a tomar decisiones para el resto del mundo y de que, dentro de ellos, son los ricos y poderosos los que conservan la mayor parte de la capacidad de influencia. Sin embargo, eso no significa que las opciones sean o Estado mundial o la quiebra. Sea cual sea el grado de poder que puedan alcanzar las comunidades situadas en primera línea de batalla (desde acciones legales frente a amenazas climáticas en los países de origen de las grandes compañías petrolíferas hasta esfuerzos internacionales conjuntos para frenar la extracción de combustibles fósiles, pasando por programas solidarios como el de gasto internacional incluido en la versión del Green New Deal propuesta por Sanders), van a ser relevantes para limitar el poder de los combustibles fósiles y para hacer que las décadas por venir sean menos crueles y desiguales.

    Por supuesto, no es una realidad el que los movimientos por la democracia sean movimientos por la justicia climática: es bastante sencillo imaginar movimientos circunscritos a estados nación en posiciones estructuralmente privilegiadas demarcando «el pueblo» como una categoría étnico-nacionalista y fomentando posturas en contra de las personas migrantes cuando haya más refugiados climáticos buscando un lugar seguro, o acelerando la extracción de combustibles fósiles para financiar programas sociales para las personas nativas a costa de los extranjeros, o invirtiendo en infraestructura y trabajos verdes para las comunidades más favorecidas mientras se abandona al resto a merced de inundaciones e incendios cada vez más abundantes.

    Pero también es demasiado simple observar el clima como si fuera una crisis única. La mayor parte de las decisiones políticas afectan a personas fuera de las comunidades políticas ya existentes, ya sea porque viven más allá de sus fronteras o porque lo van a hacer en el futuro. La decisión de construir autopistas moldea de manera profunda los patrones de habitabilidad y desplazamiento; la de debilitar a los sindicatos de un país afecta al comercio global y a los trabajadores de todo el mundo. ¿Por qué el cambio climático, en particular, ha hecho correr ríos de tinta? La crisis climática es un reto temible para la política y, aun así, hay muy pocas personas que sugieran que la toma de decisiones democrática sea imposible en muchas otras áreas en las que existe una fuerte interdependencia. Como sugiere el filósofo Stephen M. Gardiner en A Perfect Moral Storm, resulta difícil no pensar que la enumeración de las muchas razones por las cuales la política «no funciona» o «no puede funcionar» puede llegar a ser una manifestación de mala fe que nos distraiga de la tarea de tratar de confrontar estas crisis con los medios de los que disponemos.

    Tendemos a tratar el cambio climático como un problema de un tipo completamente distinto, que requiere de soluciones completamente distintas, cuando en realidad está arrojando luz sobre muchos de los retos, las tensiones y las paradojas más recurrentes de la política realmente existente. A un alto nivel de abstracción, la pregunta puede ser existencial, pero en la práctica la solución va a implicar algo a medio camino entre la guerra de trincheras y un ataque de nervios colectivo, atravesará los canales de toda institución existente y, a la vez, estos la atraparán y le exprimirán todas sus capacidades. Hacemos nuestra propia política, pero no tal y como queremos.

    Cabe esperar un conflicto largo y difícil, repleto de peleas recurrentes sobre cuál es la voluntad de la gente, quién es la gente y cómo se debería relacionar esa voluntad, perpetuamente en disputa, con instituciones pegajosas, infraestructuras más pegajosas todavía, un capital desatado y gente sometida, y todo ello enmarcado en una naturaleza cada vez más impredecible a la que no le importa nada de todo esto que hemos dicho. Desafortunadamente, este es el aspecto que tiene la política hoy en día, incluso cuando los desafíos son enormes y evidentes, y la meta a alcanzar es la propia democracia. Para salir de esta solo nos queda seguir hacia delante.

     

    ALYSSA BATTISTONI es investigadora posdoctoral en la Universidad de Harvard y editora de Jacobin. Es coautora de A planet to win: Why we need a Green New Deal. JEDEDIAH BRITTON-PURDY es profesor de derecho en la Universidad de Columbia, editor de Dissent Magazine y autor de This Land Is Our Land: The Struggle for a New Commonwealth.

    La ilustración de cabecera es un grabado en cobre que representa una batalla naval cerca de Corinto en el año 430, y es obra de Matthäus Merian el viejo (1593-1650). La traducción del artículo es de Marco Silvano.

    [1] En Estados Unidos se habla de estados o jurisdicciones «rojas» o «azules» para señalar aquellas en las que gobierna una mayoría del Partido Republicano o del Partido Demócrata. Lo particular es que, a diferencia de lo que ocurre en otros lugares, el color rojo sirve para identificar al Partido Republicano, que es conservador, y el azul para identificar al Partido Demócrata, supuestamente más progresista. (N. de Contra el diluvio).

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  • Recuperar la primavera – con motivo del 1 de mayo

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    Debemos frenar la disolución que corroe y corrompe las raíces de la sociedad humana.
    El árbol desnudo y estéril puede reverdecer de nuevo. ¿Acaso no estamos preparados?

    ANTONIO GRAMSCI

    Introducción

    Escribimos esto cuando llevamos casi dos meses de aislamiento. Llega a ser abrumadora la cantidad de artículos, columnas y publicaciones en redes sociales acerca del significado de la pandemia del COVID-19, debatiendo qué medidas deberíamos tomar y qué impacto va a tener a largo plazo en nuestra sociedad. En todo caso, si echamos un vistazo a todas las perspectivas distintas al respecto parece que una cosa está clara: como mínimo existe la intuición de que, tal y como reza el título del libro de Naomi Klein, «esto lo cambia todo». Por supuesto, la gran pregunta es cuáles son esas «cosas» que van a cambiar y en qué sentido lo van a hacer. Si la esfera de la sociedad que ha sufrido un impacto más directo por el coronavirus pudiera ser un indicador de por dónde pueden venir los cambios en un futuro, sabemos hacia dónde mirar: necesariamente, hacia el trabajo, entendido en un sentido amplio que alcanza tanto lo que la ortodoxia económica reduce a «recursos humanos» como todas las labores y esfuerzos implicados en la esfera reproductiva de la sociedad.

    La experiencia de los millones de personas que vivimos en países donde el coronavirus sigue haciendo estragos es bastante similar. Para empezar, por supuesto, existe la posibilidad de que tú o una persona cercana a ti hayáis padecido el virus, o incluso que conozcas a alguien que haya fallecido. Por si eso no fuera suficientemente horrible, la crudeza del aislamiento hace que toda emoción se agudice y que todo empeore, pues se nos impide pasar los últimos momentos junto a nuestros seres queridos enfermos. Existe, además, el aislamiento propiamente dicho, el estado de excepción que impide o limita al máximo las salidas del hogar de toda la población. Este confinamiento para minimizar los contactos entre personas y sus efectos en la economía es el detonante de la previsible nueva gran recesión que nos espera. Millones de personas han tenido que dejar de trabajar (en España puede que hayan sufrido un ERTE, o la empresa para la que trabajen haya desaparecido, o que los acuerdos por fuera de la ley se hayan volatilizado; en Estados Unidos, por ejemplo, sabemos que en pocas semanas está habiendo millones de nuevos demandantes de empleo, muchísimos más de los que hubo tras la crisis de 2008). Solo algunas de aquellas personas con un trabajo de oficina pueden seguir teletrabajando y continuar con su actividad desde casa, otras han tenido que volver a su puesto trabajo para que no se hundieran las empresas después de la paralización casi completa de la economía; la otra cara de la moneda la encarnan aquellas personas que desempeñan trabajos que se consideran «esenciales» y que en ningún caso han podido frenar: personal sanitario, de limpieza, trabajadoras y trabajadores de comercios de productos básicos…

    Esta clasificación entre trabajos «esenciales» y «no esenciales» y el gravísimo problema sobre cómo asistir a todas aquellas personas trabajadoras que han visto reducidos sus ingresos, o simplemente los han visto desaparecer, son la forma en que la crisis del COVID-19 ha revelado las ya maltrechas costuras del modo de producción capitalista (neoliberal, pero no solo). De hecho, cuando hablamos de trabajos esenciales, ¿nos preguntamos para qué lo son? ¿Qué implica que existan tantos trabajos no esenciales y que aquellos que sí lo son se den habitualmente manera muy precaria, cuál ha sido la motivación política detrás de esta precarización? Y, por supuesto, la pregunta fundamental: ¿el «derecho a la existencia» lo debe proporcionar tan solo el acceso a un trabajo?

    Tanto los debates que han ido surgiendo conforme la situación ha ido empeorando como muchas de las medidas propuestas para paliarla recuerdan en cierto modo a los que conforman los programas de transición climática justa. Pero mientras que el cambio climático se suele ver como una amenaza en un horizonte lejano y cuyos efectos pareciera que fuesen a afectar a elementos tan inabarcables como «el planeta» o «la humanidad», el COVID-19 ha aparecido como un torbellino súbito y ha trastocado inmediatamente nuestras vidas de formas muy concretas. Sabemos que para luchar contra la emergencia climática necesitamos repensar toda la estructura del trabajo en nuestra sociedad, y la crisis del coronavirus la ha dejado completamente al desnudo. Aquí hablaremos acerca de estos problemas a través del trabajo, sobre cómo debería darse en una sociedad ecosostenible y acerca de los pasos necesarios que nos quedan por delante.

    Sobre el trabajo perdido

    Para intentar comprender cómo el papel del trabajo se ve modificado por la situación tan extraordinaria que vivimos y cómo se verá afectado por las situaciones futuras igualmente extraordinarias que seguro vamos a vivir en los próximos años, reflexionemos un momento sobre qué entendemos hoy por trabajo, sobre cómo nos lo han arrebatado y sobre por qué tenemos que recuperarlo para no salir escaldados de todo esto.

    ¿Cuál es nuestra relación con nuestro propio trabajo? ¿Y con la naturaleza? ¿Puede que esta sensación doble de que de ambos nos separa una brecha cada vez más amplia tenga alguna relación? Para responder, intentemos dar un paso atrás y tomar un poco de perspectiva.

    Durante la modernidad se ha ido refinando y tecnificando un mecanismo que ha ayudado de manera muy eficiente a que el modo de producción y de vida capitalista arraigue, medre y conquiste todos los espacios de nuestras relaciones sociales, y no solo las laborales. Ese mecanismo, que es un mecanismo de dominación y establecimiento de jerarquías, está basado en el establecimiento de divisiones socioeconómicas, o en el aprovechamiento y la asimilación de las ya existentes, y en que esas mismas divisiones comiencen a funcionar en interés del propio capitalismo. Esas dicotomías, es cierto, a menudo provocan que los elementos divididos se enfrenten (el ser humano contra la naturaleza, por ejemplo, o una clase social contra otra), conduciendo al capitalismo a situaciones críticas, a momentos de posible ruptura. Pero no se debe perder de vista que la tendencia de quien se encuentra en una posición dominante es la de mantener esa división dentro de los límites y las normas del propio capitalismo, para así poder afianzar precisamente esa dominación. De alguna manera, y perdón por la aparente paradoja, ese mecanismo nos escinde para reunirnos en tanto que escindidos. Estas dicotomías, en las que vivimos y sufrimos cotidianamente, son múltiples y nos son más que conocidas, pues se han repetido bajo formas diferentes durante siglos: división sexual, división racial, división entre trabajo intelectual y trabajo físico, división nacional, división entre clases, división entre campo y ciudad y, claro, división entre humanidad y naturaleza. Es relevante poner sobre la mesa que estas divisiones se producen (por imposición, por consenso o por la vía que sea), porque esto implica necesariamente que, si ha habido unas condiciones históricas que han dado pie a ello, por esa misma razón puede haber otras condiciones históricas que conduzcan a otro lugar. Quizá un lugar mejor.

    Todas estas dicotomías tienen, de hecho, un papel importante a la hora de explicar las causas y las posibles soluciones al cambio climático, que es a lo que nosotras y nosotros nos dedicamos habitualmente. Pero es evidente que quizá la que más útil nos resulte en este punto sea la división entre ser humano y naturaleza, hasta cierto punto presente desde la existencia misma de la agricultura, al menos a un nivel analítico, pero ahora racionalizada y ampliada hasta límites «exterministas». Y es que, de hecho, y a grandes rasgos, no es la unidad entre ser humano y el resto de la naturaleza (una unidad no desprovista de conflicto y, no nos engañemos, de cierto grado de destrucción) lo que requeriría una justificación o una refutación, sino la brecha abierta entre ambos, una escisión ideológica y material de raíces profundas. A modo de caso de esta condición escindida, uno inmejorable y bien ilustrativo es el de las reservas naturales. Instintivamente nos pueden parecer una opción más que encomiable y digna; ¿cómo iba a ser de otro modo, ante la destrucción continuada y ampliada del medioambiente a la que venimos asistiendo desde hace décadas? ¡Hágase lo necesario por conservar la naturaleza, lo que de ella pueda quedar! Sin embargo, puede parecer que la única manera que se nos ocurre para conservar un ecosistema y sus equilibrios es una en la que los seres humanos estamos ausentes y en torno a la cual se han levantado fronteras y vallas. Son espacios protegidos…, ¿de quién hay que protegerlos?

    Pero, en fin, ¿qué tiene que ver nuestra relación, nuestra unidad o nuestra separación respecto a la naturaleza a la hora de hablar del trabajo? Pues precisamente mucho. Entendemos que esta escisión ―que denominamos «alienación de la naturaleza»― se halla en la base de toda definición de trabajo que podamos dar.

    El trabajo es, bajo nuestro punto de vista, la manera fundamental y el medio a través del cual se organizan no solo nuestras relaciones sociales, sino también nuestra relación con el resto de la naturaleza. Por resumirlo en una fórmula ya clásica: el trabajo es el metabolismo entre los seres humanos y la naturaleza. Lo que esto significa es que el trabajo es necesariamente el «lugar» en el que poner fin a una relación metabólica que ahora mismo es insostenible y que está basada en la dominación, porque lo cierto es que no deberíamos aspirar a gobernar la naturaleza, si es que esto fuera posible: lo que es necesario gobernar ―ordenar, planificar, coordinar, como se lo quiera llamar― es nuestra relación con el resto de la naturaleza. Decíamos antes que el mecanismo de divisiones propio de la modernidad traía siempre un ordenamiento jerárquico y de dominación, y eso mismo ha pasado con nuestro modo de relacionarnos como sociedad (como sociedad capitalista) con la naturaleza. Lo que sucede en este caso es que esa división o fractura no solo ha construido una relación de sometimiento y conquista ―visible en diferentes órdenes: geográfico, alimentario, cultural, simbólico…―, sino que además ha desatado reacciones naturales que han conducido a la crisis ecológica que actualmente estamos afrontando y de la que estos turbulentos meses son en realidad una parte. Esto es así porque la forma en que se ha organizado nuestro trabajo rompe y sigue rompiendo a escala global el metabolismo entre ser humano y naturaleza, y cuando hablamos de metabolismo social-natural nos referimos sencillamente al intercambio de energía que debe tener lugar entre los seres humanos y el resto naturaleza para que nuestra vida pueda sostenerse.

    En ese intercambio, como decimos, el trabajo es el eslabón fundamental, es el espacio en el que ese metabolismo se realiza, donde se da la posibilidad de que todo ello esté en equilibrio, sea sostenible, pueda perdurar. Pero ese metabolismo se ha fracturado: lo que extraemos de la naturaleza ya no somos capaces de devolvérselo y, si lo hacemos, es en condiciones tan brutales que su asimilación es imposible. De esto el ejemplo más evidente y conocido ―pero desgraciadamente no el único, podríamos redactar una larga lista― está en las emisiones de CO2. El modo de producción capitalista, en el que de mejor o peor gana participamos y vivimos y que ha sido dependiente a lo largo de todo su desarrollo de las energías fósiles (tanto, de hecho, que es difícil imaginar que abandonemos estas sin abandonar aquel), ha lanzado y sigue lanzando a la atmósfera una cantidad tan inasumible de CO2 que los ecosistemas no son ya capaces de absorberlo. Recientemente se han superado por primera vez en millones de años las 417 partes por millón de CO2 en la atmósfera, cuando en 1950 apenas se superaban las 300 ppm, y antes de esa fecha, desde que el ser humano habita la Tierra, ni siquiera se habían alcanzado tales niveles. Estas cifras pueden no resultar impresionantes a primera vista, o pueden de hecho no decirnos nada, pero se vuelven angustiantes si entendemos que todos los equilibrios de la Tierra son tremendamente frágiles y que una ruptura del ciclo del carbono como esta pone en riesgo el delicado sistema que permite tanto nuestra supervivencia como la de muchos otros seres vivos y ecosistemas en general. El trabajo, por tanto, que tenía y debería tener una función productiva y reproductiva de las condiciones de vida del ser humano (y de ello hablaremos más adelante), ha adquirido un cariz distinto al insertarse, a su manera, en el modo de producción y acumulación capitalista. Ahora nuestro trabajo es una «fuerza productivo-destructiva».

    Precisamente participamos ―como decíamos, de mejor o peor gana― en estas fuerzas productivo-destructivas porque el impulso que ha alimentado la escisión entre los seres humanos y la naturaleza es el mismo que ha llevado a que nos hayamos escindido de nuestro propio trabajo: no tenemos capacidad ni individual ni colectiva para decidir en qué trabajamos, dónde trabajamos, con quién trabajamos, para qué trabajamos, para quién trabajamos ni de si tiene sentido continuar produciendo, vendiendo, distribuyendo o comunicando tal o cual mercancía, pese a su habitual banalidad, pese a estar a disposición de riquezas ajenas y pese a que nos pueda estar llevando al desastre. El trabajo así, en estas condiciones, en las que tenemos poco que decidir y que únicamente aspira a más y más acumulación, al sostenimiento a cualquier precio de unas tasas de ganancia que ya no son sostenibles en ningún sentido, sigue siendo la actividad que rige nuestra relación con la naturaleza, eso es cierto, pero es una relación en la que la naturaleza es sistemáticamente destruida por las necesidades de acumulación de un puñado de hombres y en la que el trabajo es sistemáticamente sometido y robado. (Y, aquí, una nota relevante: está por demostrarse la conexión necesaria entre aumento de la productividad y de la acumulación, por un lado, y la reducción general de la pobreza, por otro, que es lo que en ocasiones nos convence a todas y todos para seguir funcionando dentro de estos parámetros; si algo ha quedado demostrado precisamente es que, pese a que en términos generales se incremente la riqueza material de las sociedades en su conjunto, lo que reproducen las sociedades capitalistas, tanto fuera de sí como en su seno, es la pobreza).

    Así pues, estas dos escisiones ―la nuestra respecto a nuestro trabajo y la nuestra respecto al resto de la naturaleza―, que en la práctica son en realidad una, requieren con urgencia ser sanadas, y solo pueden hacerlo al mismo tiempo. Y no se trata y nunca se va a tratar de volver a etapas anteriores, igualmente montadas sobre la explotación y la miseria; no se trata de retornar a pasados esplendorosos de comunión con la naturaleza, pues estos probablemente nunca tuvieron lugar. Desde luego que las herramientas que den pie a ello serán herramientas, como toda singularidad humana, cargadas de pasado, pero hechas para trabajar ahora; nuestra relación nueva con la naturaleza tendrá formas que literalmente nunca hemos visto.

    No somos capaces de imaginar una reordenación equilibrada de nuestra relación con el resto de la naturaleza en la que el trabajo sirva a unos intereses privados y minoritarios de acumulación. No somos tampoco capaces de imaginar la desaparición de estos intereses sin un control democrático de todo el proceso de trabajo. No somos capaces porque esto es imposible. Sí o sí y de manera inevitable la lucha contra el cambio climático va a ser la lucha por recuperar nuestro trabajo, por lograr determinar entre todas y todos a qué y a quién dedicamos nuestro tiempo, por construir de manera consciente y colectiva un orden nuevo con el resto de la naturaleza. Esa es una tarea dura que se prolongará probablemente mucho tiempo, para la cual tenemos que empezar a dar uso de manera inmediata a los instrumentos políticos de los que disponemos para golpear y ganar terreno. Esta tarea sí somos capaces de imaginarla, porque no es una tarea imposible, solamente es un poco difícil. Que irrumpa, pues, la posibilidad. Únicamente tenemos que empezar a caminar.

    Sobre dar un primer paso

    Por si la transición ecológica planteara pocos retos respecto de las transformaciones profundas que necesita nuestra sociedad para encaminarse hacia una más justa e igualitaria, a cualquier esfuerzo en este sentido tendremos que sumarle la dificultad extra que impone la venidera crisis económica y social que resulte como una de las consecuencias de la pandemia. De hecho, quizás la velocidad de su impacto sea una de las razones que explique su gravedad. Hace menos de tres meses difícilmente se nos podría ocurrir que hoy nos fuésemos a encontrar en un mundo confinado y con una economía a la que aún le faltan meses para volver a algo parecido a la normalidad. Al mismo tiempo y muy probablemente, la normalidad que hemos conocido hasta ahora no volverá, algo que es al mismo tiempo problemático pero para muchos incluso deseable. No obstante, ello quiere decir que los esquemas que hasta hace poco pretendíamos aplicar para explicar y transformar la realidad solo serán válidos en parte, pues deberán responder a cambios de una magnitud sin precedente desde hace generaciones y cuyas consecuencias ahora mismo solo podemos entrever. En este punto vamos a repasar algunas ideas que se han planteado en las últimas semanas de manera generalizada ―aunque hubiera gente que las viniese defendiendo desde hace muchísimos años― y que consideramos que pueden convertirse en un primer paso para avanzar hacia transformaciones más radicales de la sociedad, tanto para tratar la crisis actual como para abordar la crisis climática. Estas son la renta básica, el reforzamiento profundo y la extensión de los servicios públicos y la reducción de jornada.

    Como en toda crisis, una ruptura aunque sea parcial de las dinámicas económicas puede presentarse también como una «ventana de oportunidad». Esto supone que lo que ocurra a partir de ahora y el sentido en el que lo haga no está mecánicamente determinado, sino que será consecuencia de la pugna entre bloques sociales por poner en marcha soluciones afines a sus intereses. En fin, lo que ha sido la lucha de clases toda la vida. En este sentido, es posible e imperativo empujar para que las medidas que se pongan en marcha para paliar los efectos de la pandemia primero y para construir la nueva realidad después sean aquellas que satisfagan a quienes históricamente hemos sido desposeídos de los frutos de nuestro propio trabajo y la riqueza que éste ha generado. Pero habremos de hacerlo revisando nuestros planes o estrategias, como venimos diciendo. En nuestro caso, por ejemplo, cuando este colectivo echó a andar y hasta hace bien poco nuestra postura respecto a una medida como la renta básica no era la más favorable, pues entendemos que no deja de valorar económicamente la existencia y supervivencia de sus receptoras. Ahora mismo, sin embargo, nos encontramos en una situación en la que a miles de personas se les ha impedido trabajar por imperativo legal, motivo por el cual entendemos que es necesario que se habiliten ya medidas como esta para obtener ingresos que no dependan del trabajo.

    Según lo que vamos sabiendo acerca del COVID-19, más crisis como esta son posibles en el medio plazo debido a su vinculación a la destrucción de ecosistemas de los que emergen este tipo de virus, de modo que es especialmente interesante comenzar a desarrollar y ejecutar estrategias de renta básica siendo conscientes de que no se trata ni mucho menos de la solución a todos nuestros problemas, pero también de que la situación de miles de personas, así como la de nuestras fuerzas políticas, es sumamente precaria y que esto sería solo un primer paso, pero que ha de ser firme. Tras él deben darse muchos más en el proceso de desmercantilización de la vida y no es buena idea desmerecer una medida concreta cuya importancia no reside tanto en los beneficios económicos que reporte (ya se ha podido vislumbrar que no serán muchos) sino en las posibilidades que abre en cuanto a liberación de los criterios del capital para estructurar nuestra vida.

    Con todo, en el corto plazo supone que las situaciones de necesidad a las que muchas personas tendrán que enfrentarse sean al menos paliadas, que se cubran por lo menos necesidades básicas como la alimentación o los suministros y que se abra la puerta a un terreno inexplorado en nuestro país que nos da la oportunidad de poner el acento en los derechos ligados a la propia existencia y no a nuestro empleo como fuerza de trabajo. Debemos hacer lo posible para que este sea solo uno de los mimbres que permitan tejer un sistema público de protección o cuidados que garantice a todas las personas unas condiciones de vida adecuadas, algo para lo que es condición indispensable el crecimiento y fortalecimiento de los servicios públicos, que a muy corto deben recuperar de manos del mercado toda una serie de áreas o servicios, ampliar su alcance y profundizar su incidencia allí donde ya existan. Contar con unos servicios públicos que lleguen adonde no se ha llegado antes, que cubran efectivamente las necesidades o contingencias que sufrimos las personas a lo largo de nuestra vida, con especial atención a quienes cuentan con rentas más bajas o situaciones de especial vulnerabilidad y siempre enfocados a corregir esta desigualdad, es, de hecho, más importante que la propia renta básica. De las dos líneas de intervención planteadas, son los servicios públicos los que desmercantilizan determinadas esferas de la vida al ofrecer unos bienes o servicios bajo criterios distintos a los del mercado. Son, de hecho, el pilar público de cualquier transición ecológica justa; son el futuro ecodemocrático operando desde ya.

    El papel central de los servicios públicos es especialmente patente hoy, cuando todas las miradas y los aplausos se dirigen a los profesionales del sistema sanitario público de salud y cuando desde todas partes surgen voces que reclaman más medios y mejores condiciones de trabajo para el personal sanitario. La escala de los retos que tenemos por delante no puede ser asumida en la situación actual, caracterizada por falta de inversión y sufriendo las consecuencias de una mercantilización presente en cada una de las decisiones al respecto. Esto es algo que desde posturas ecosocialistas se ha venido manifestando desde hace tiempo y que la actual crisis sanitaria ha cristalizado en unas pocas semanas. Hoy más que antes podemos entender que existe un sentido común que sostiene que la salud y la vida humana son elementos que deben estar fuera de cualquier intento mercantilizador, que tienen un valor intrínseco y que no pueden estar sujetos a los caprichos del mercado. Es necesario asumir como objetivo la reorientación de los servicios públicos para que satisfagan las necesidades humanas y no las del capital. Este sentido común ha de hacerse extensivo más allá de la salud a otras áreas críticas para las transformaciones que necesitamos en esta coyuntura concreta y también para la transición ecosocial.

    Por último, la reducción de jornada tiene igualmente la virtud de ser reivindicable tanto como modelo del tipo de trabajo que queremos y necesitamos en una sociedad consciente del cambio climático, de su vulnerabilidad y de su ecodependencia, como para el momento actual en el que las tasas de paro alcanzarán niveles insoportables para quienes tenemos el vicio de comer varias veces al día. Esta no es precisamente una idea novedosa, sino que la aspiración de dedicar menos tiempo al trabajo asalariado para poder contar con más tiempo para la vida en general, para disfrutar, para estar con nuestros seres queridos y para cuidar a quienes nos rodean ha estado presente desde bien temprano en las reivindicaciones obreras. Cualquiera que dedique ocho horas diarias al trabajo puede entender que eso no es vida. Especialmente porque esta porción de tiempo encierra solo una parte de todo el trabajo que realmente tenemos que hacer. Al llegar a casa aún resta el trabajo llamado reproductivo, que históricamente ha recaído sobre las mujeres y que sigue quedando pendiente un ajuste de cuentas. ¿Qué tiempo queda entonces para encontrar recovecos en los que no nos deslomemos física o mentalmente? Es necesario repartir el trabajo, dentro y fuera de los hogares. La reducción de jornada no va a enseñar a los hombres a poner lavadoras, pero liberaría el tiempo suficiente como para dejarlos sin excusas en su implicación y en la redistribución de estas tareas. Fuera del hogar, la reducción de jornada supondría igualmente un reparto del trabajo en el angustioso contexto de paro estructural en el que vivimos y que promete agudizarse. Podría resumirse esta idea en un lema como «Trabajar menos para cuidar y trabajar todas y todos».

    Trabajar menos tiene, además, importantes beneficios para el medioambiente y la lucha contra el cambio climático. Según la forma de aplicar este plan, se pueden reducir los desplazamientos entre hogares y centros de trabajo, eliminando así sus emisiones derivadas. Permite también reevaluar para qué o para quién se va a trabajar, si de nuevo para atender a necesidades humanas o las del capital. Y sabemos que son precisamente estas últimas las que nos han traído hasta este punto.

    Un futuro en el que nos adaptemos y evitemos las peores consecuencias del cambio climático tendrá que ser más justo social y económicamente, y esto pasa necesariamente por unos primeros pasos como la renta básica, trabajar menos pero en mejores empleos y servicios públicos realmente diseñados para responder a las necesidades humanas. Esto último supone empezar a comprender como servicios públicos sectores como el de los cuidados, la agricultura, la distribución de alimentos o la limpieza, tradicionalmente minusvalorados.

    Sobre cómo reverdecer

    El impulso estatal a los sectores mencionados serviría ante todo para reforzar algunos de los trabajos que más se han necesitado en esta crisis al mismo tiempo que se redirige el apoyo estatal que tradicionalmente siempre han recibido otros sectores de la economía como la banca o las empresas extractivistas. Del mismo modo en que de forma gradual y colectiva habremos de reorganizar nuestros desplazamientos y muchas de las máximas que rigen nuestros hábitos como sociedad, tenemos que seguir presionando para que se den al mismo tiempo otros avances que, en lugar de perjudicar a quienes se han visto más afectados y quienes están soportando sobre sus hombros las consecuencias de esta crisis, puedan evitar que en el futuro nos encontremos en situaciones similares. En materia de trabajo, y sobre todo para prepararnos para lo que viene, esto tiene que significar no solo una ruptura radical con las condiciones materiales en las que se desarrolla, sino que debe tener un objetivo social muy alejado de la acumulación de capital en las manos de unos pocos a la que responden ahora mismo nuestros empleos. Nuestro trabajo debe estar destinado a reproducir unas condiciones de vida justas y sostenibles para los seres humanos y para el resto de la naturaleza.

    Si reparamos en muchos de los empleos que durante un tiempo más o menos largo han visto detenida su actividad durante esta crisis, es fácil darse cuenta de que de repente muchos de ellos son también los más nocivos en cuanto a la desigualdad y devastación que provocan. Al mismo tiempo, todos los trabajos, asalariados o no, dedicados al mantenimiento de unas condiciones de vida dignas y básicas también son los que implican por necesidad una menor intensidad en la extracción de recursos naturales y una huella ecológica mucho más reducida. Algunos de ellos, como los del sector sanitario o de mantenimiento y limpieza de hospitales, han recibido gran reconocimiento público, como se puede ver diariamente a las ocho de la tarde. Otros no han sido ensalzados de manera tan amplia, pero han sido igualmente recordados y valorados, como puede ser la atención al público en supermercados o la reposición de productos en estos establecimientos, también se verían incluidos en este impulso como parte, por ejemplo, del suministro de alimentación.

    Entre todos estos trabajos que se han mostrado indispensables podemos encontrar, más que diferencias, similitudes. Entre el personal sanitario, de limpieza o de cuidados a personas en situación de mayor vulnerabilidad, encontramos mayoritariamente a mujeres y personas migrantes. Esto mismo ocurre con el personal que trabaja de cara al público en supermercados y, aunque el componente de género no sea tan pronunciado, en los trabajos de reparto, de transporte o de abastecimiento de productos de primera necesidad. Todos estos trabajos esenciales, anteriormente siempre considerados de baja cualificación, se han revelado revestidos de una esencialidad que antes parecía aplastada dentro de la jerarquía de empleos más o menos reconocidos y recompensados dentro del capitalismo, al mismo tiempo que se han demostrado la precariedad y la indefensión al que este los había condenado. Y es que, del mismo modo en que la emergencia del coronavirus ha vuelto a recordar la importancia de estos trabajos para soportar las bases de nuestra sociedad, también se ha desvelado la desprotección y la prescindibilidad contra la que han tenido que luchar las trabajadoras de estos sectores durante años. Sin embargo, tanto para proceder a la transición ecosocial que necesitamos como dentro de la sociedad ecosocialista que defendemos, son estos los trabajos verdes que van a permitir no solo una relación más justa y equilibrada con nuestro entorno sino una organización social más equitativa. Así, y teniendo en cuenta las características comunes antes mencionadas, la idea de una salida colectiva pasa por eliminar las distinciones falsas y criminales que imponen los papeles y la interminable e imposible burocracia que precede la obtención de la nacionalidad. Esta división y criminalización a la que aboca la existencia de personas consideradas «ilegales», que soportan muchas veces los trabajos más básicos en nuestra sociedad, es también un mecanismo capitalista destinado a crear de partida un grupo de personas que opere como el eslabón más precario y explotado, algo que nunca va a poder estar justificado y debe dejar de existir. La regularización y protección de las personas obligadas a migrar por motivos económicos es una cuestión de justicia que no solo no podemos evitar sino que es una parte fundamental de nuestros debates y reivindicaciones.

    Mientras que ciertos trabajos se han mostrado indispensables y no han podido pararse, también existen otros que, si bien han parado total o parcialmente, han logrado relevancia pública en esta crisis, pese a ser ampliamente denostados y estar fuertemente precarizados. Podemos dar como ejemplo los relacionados con la cultura, salvavidas para muchas personas en este confinamiento, o los trabajos en el ámbito educativo. Las personas que se dedican a educar a niñas y niños, calumniadas por una gran parte de la sociedad y cuya valía se pone en entredicho habitualmente, han sido reconocidos como imprescindibles en estos momentos. En cuestión de días se ha pasado de dudar de la utilidad y calidad de las enseñanzas impartidas en colegios e institutos al surgimiento de debates en torno a si un parón de tres meses en la enseñanza presencial supone un lastre vital en el futuro de niñas y niños. Además, aquí encontramos una vez más los estragos causados por años de desmantelamiento sistemático para beneficio de la escuela privada. La falta de recursos y planes para la docencia virtual, así como el desconcierto reinante en lo que respecta a las evaluaciones de miles de estudiantes hace notar de forma significativa que la escuela pública no pasa por su mejor momento, y mientras hemos podido ver cómo durante las últimas décadas se daban cada vez más facilidades a la escuela privada o concertada. Nuevamente, la existencia de un modelo educativo que discrimina en función de la situación socioeconómica no resulta tolerable para nadie que tenga por horizonte una sociedad igualitaria.

    Este renovado ―o recién estrenado, según el caso― reconocimiento debe ser canalizado como impulso transformador que se marque el objetivo de alcanzar un nuevo orden social. Estos trabajos que solo ahora se consideran imprescindibles, pese a haberlo sido siempre, coinciden con muchos de los menos valorados por el capitalismo. Debemos subvertir la jerarquía capitalista de valoración de los puestos trabajo y construir una nueva sociedad en torno a trabajos y tareas ahora despreciadas. En cuanto a los trabajos reproductivos o de cuidados, habitualmente tan denostados que ni siquiera ocupan un puesto en esta jerarquía por ser trabajos no asalariados e increíblemente feminizados, por fin están siendo puestos en valor después de años y años de reivindicaciones. De esta forma, y al igual que los efectos de la emergencia del coronavirus nos han hecho llevarnos las manos a la cabeza y replantearnos el valor real de trabajos que parecían destinados a quiénes no estuviesen «cualificados», también podemos ver cómo un parón a nivel mundial de ciertos sectores de la economía supone en cierto modo una separación de estas actividades de lo verdaderamente imprescindible y básico a nivel social.

    De hecho, ¿por qué no se piensa en estos trabajos como los verdaderos «trabajados verdes»? En los discursos capitalistas de lucha contra el cambio climático, los «trabajos verdes» son, en su mayoría, especialmente técnicos o forman parte de sectores tradicionalmente masculinizados. Sí, necesitaremos ingenieros e ingenieras. Sí, necesitaremos a trabajadores y trabajadoras mecánicos y profesionales de la construcción. Sin embargo, y como está demostrando la emergencia que vivimos actualmente, todos estos trabajos han de ser soportados por una base social fuerte y robusta que ha de permanecer y resistir ante las crisis y los acontecimientos extremos que seguro afrontaremos. La pervivencia de esa base social no es posible sin todo el trabajo reproductivo invisibilizado y su importancia y carácter indispensable debe estar reconocido y recompensado de manera acorde a ello. Probablemente sean esas tareas las que se hallen en el centro de cualquier definición de «trabajo verde».

    Pero la lucha no debe quedarse solo en otorgar al trabajo reproductivo un papel central. Los esfuerzos deben ir dirigidos también a la transformación de determinados sectores que tendrán que seguir existiendo y siendo relevantes en el futuro. Son sectores productivos que, guiados por la lógica del beneficio económico y la acumulación, ahora mismo están provocando la aniquilación del medioambiente y aumentando la intensidad del cambio climático, y que deben adquirir un cariz «meramente» reproductivo, de forma que la fuerza que los impulse no sea la acumulación sino el sostenimiento equilibrado de la vida. El sector alimentario, por ejemplo, debe dejar de ser víctima de la especulación, y los criterios que lo guíen deben pasar de ser mercantiles a ser aquellos que garanticen el acceso de toda la población a una alimentación sana y equilibrada que, a su vez, minimice el impacto sobre los ecosistemas y otros seres vivos. Esto no quiere decir que se deba volver a una agricultura de subsistencia, sino que deben reorganizarse sus recursos de forma más justa para todos los seres vivos del planeta. De hecho, y como respuesta ante la problemática derivada del cambio climático o porque se entienda que todo el mundo ha de poder comer de forma suficiente sea cual sea su nivel socioeconómico, es también necesario incluir el sector alimentario entre aquellos que habrían de convertirse en un servicio público. Aunque ahora nos resulte difícil de recordar, pocas semanas antes de la pandemia España se encontraba inmersa en unas movilizaciones agrarias como consecuencia de un mercado monopolizado por las grandes distribuidoras y en las que trabajadores del campo y asociaciones patronales exigían la satisfacción de sus respectivos intereses. Dar una justa respuesta a este problema requiere reconocer que existen intereses contrapuestos entre los distintos agentes e intervenir el mercado convirtiendo a las administraciones públicas en las principales distribuidores de esos alimentos, de forma que se asegure que se paga un precio adecuado por la cosecha y que su compra resulta accesible para todo el mundo. Esta accesibilidad podría hacerse efectiva utilizando comedores públicos, como pueden ser los de los colegios, por ejemplo, operados directamente por la administración pública o por asociaciones vecinales u otro tipo de organización popular. La crisis actual nos deja este caso como uno de los mejores ejemplos de una red de servicios ya existente que demuestra ser inoperante mientras es regida por el mercado, ya que los comedores escolares que han cerrado sus contratas podrían y deberían haberse abierto al público con necesidades alimentarias y no se ha hecho. No pretendemos hacer pasar por trivial la ingente tarea de transformar el sector de la alimentación, que ya no sería únicamente distributivo sino que contaría con una finalidad social y de salud fundamental, pero a nadie se le debe escapar que es una cadena que falla en todos sus puntos: la cosecha en peligro por falta de suficientes trabajadores inmigrantes susceptibles de ser explotados; animales que siguen siendo sacrificados pese a la inexistencia de un mercado que los compre, y además en mataderos en los que los trabajadores carecen de las más elementales medidas de protección y presentan tasas de infección por COVID-19 superiores a las del personal sanitario; personas en riesgo de exclusión social que deben aceptar las migajas ultraprocesadas que la Comunidad de Madrid en connivencia con cadenas de comida rápida. Es obvio que hay gran cantidad de cambios que podrían y deberían llevarse a cabo, y que solo redundarían en beneficio de muchos y perjuicio de muy pocos.

    En el caso del transporte es algo que ya se venía percibiendo como la tendencia en la que se ubicaban ciertas medidas por todo el planeta. Cada vez gana más aceptación la idea de que el mundo no puede moverse para siempre en transporte privado y que es necesario cambiar la forma de movernos en las ciudades, en los territorios nacionales y a nivel internacional si queremos conservar un planeta sobre el que movernos. Por este motivo, no es momento de liberalizaciones como la que la Unión Europea fuerza a ejecutar en el servicio ferroviario, sino de devolver este a la función pública, así como de desarrollar nuevas redes de transporte colectivo fundadas en criterios ajenos al beneficio económico.

    Junto a alimentación o transportes, la atención a la dependencia es otra área crítica cuyo peso no puede hacer más que aumentar con el envejecimiento de la población. Nuevamente, durante las últimas semanas habremos visto decenas de titulares refiriendo los numerosísimos casos de infecciones y fallecimientos en las residencias de mayores, la gran mayoría de ellas privadas y que apenas han tomado medidas de protección de sus residentes. Casos como estos o los que aparecen recurrentemente citando situaciones de desatención en determinadas instituciones son muestra de que un servicio como este no debería ni acercarse a las lógicas del beneficio económico. Por otro lado, cualquiera que haya tenido que pasar por la experiencia de ingresar a un familiar en una residencia puede reconocer el enorme desembolso económico que supone, en el caso de que sea posible siquiera planteárselo. No parece descabellado, por estos motivos, reconocer que la atención mejoraría si este se convirtiera en servicio público, con residencias públicas, personal con buenas condiciones y costes cubiertos por el estado.

    Por último, el carácter básico de la vivienda y de sus suministros de energía y agua como vertebradores de la estabilidad de una familia ha debido quedar claro durante la última década de movilizaciones reclamando un derecho a la vivienda digna. Vivimos en un país en el que los lugares en los que habitamos y desarrollamos nuestra vida han sido objeto de especulación a niveles insoportables y cuyos precios de compra o alquiler alcanzan niveles que obligan a un enorme número de personas a destinar la mitad o más de su salario a pagar su propio techo; lo que es más acuciante para un escenario de transición justa: con un porcentaje de vivienda pública realmente insignificante. En general, además, estamos ante un parque de vivienda profundamente envejecido e ineficiente energéticamente, algo lógico si después de pagar la hipoteca o el alquiler no queda dinero y si las inversiones públicas brillan por su ausencia. Por estos motivos, considerar la vivienda un servicio o bien público debería implicar no solo el aumento del número de viviendas controladas democráticamente, sino la rehabilitación de un buen número de inmuebles para dotarlos de condiciones de habitabilidad y eficiencia energética adecuadas al momento y a las posibles coyunturas climáticas extremas que se pudieran experimentar, sin que esto suponga un incremento de su precio de acceso, sino todo lo contrario. El estado ha de actuar como agente ordenador y desplazar a los especuladores y grandes propietarios privados de vivienda, utilizando herramientas que deben convertirse en fundamentales de un proceso ecodemocrático como es la expropiación, y ajustando los precios de la vivienda y los suministros atendiendo a criterios de corrección de la desigualdad y sostenibilidad.

    Todos estos sectores han adquirido una relevancia durante la crisis del coronavirus que realmente ya tenían pero que se había visto desplazada por otros cuya desaparición temporal ha sido irrelevante o incluso beneficiosa. La sociedad que queremos los refuerza para que el futuro no solo sea imaginable sino también tangible.

    Los auténticos trabajos verdes son aquellos que empujen a la sociedad a un futuro que respete y cuide la vida de las personas y del resto de seres vivos, y cuyo principal objetivo sea el sostenimiento de esa sociedad. Esta categoría engloba tanto a aquellos de preservación del medio ambiente como los de sectores como los cuidados, la sanidad, la educación o la rehabilitación de viviendas, entre otros, de los que hemos venido hablando. Debemos luchar por conseguir que estos trabajos sean impulsados y revalorizados por las medidas que se tomen para hacer frente a la crisis provocada por el coronavirus, y debemos luchar por su control democrático en el proceso de transformación económica hacia un sistema sostenible.

    Se ha de entender el cambio climático como un multiplicador de desigualdades. Afecta más a aquellas personas que, ya sea por su género, raza o clase ya sufren algún modo de discriminación y opresión y sencillamente agudiza esas desigualdades. Esto se reproduce a cualquier escala a la que se mire. A nivel global, los países más desfavorecidos sufren más las consecuencias del cambio climático, y si bajamos por ejemplo a un nivel local observaremos también que van a ser las personas más desfavorecidas ―las que perciban menos ingresos, las que vivan en casas peor aisladas― las que sufran peores consecuencias. A los grupos que están en primera línea de los impactos de la crisis climática debido a estas complejidades socioeconómicas se los conoce en inglés como frontline communities. Con este término se denomina, por ejemplo, tanto a los habitantes de las tierras bajas de Bangladesh como a los de un barrio deprimido de Chicago o los agricultores de Marruecos.

    Ya sabíamos que, aunque no de igual forma, el cambio climático estaba destinado a impactar a todos, ricos y pobres, países imperialistas del norte global e imperializados del sur. Esto está siendo así también en el caso del coronavirus, y es que aunque parecía que en los centros imperialistas todavía no habían desembarcado las peores consecuencias de la crisis climática mientras que en el sur global ya llevan años y años viviendo en una situación de emergencia, sufriendo terribles sequías, huracanes o inundaciones ―lo que ha conllevado, además, un importante nivel de organización y lucha política―, de esta no hemos podido librarnos. En esta crisis, las frontline communities se han ampliado. Las consecuencias de la destrucción sobre la que habíamos construido el desarrollo de nuestras sociedades han llamado a nuestra puerta y pueden ahora notarse en nuestras ciudades y centros económicos, que durante tanto tiempo han parecido intocables. De momento parece que el coronavirus está causando mayores estragos en países del norte global que en los del sur, y esperemos que estos últimos no tengan que sufrir mayores azotes de esta pandemia sobre sus territorios. Sin embargo, y como no podía ser de otra manera, las dinámicas del capital por supuesto se mantienen. Dentro de los países que están llevando a cabo medidas de confinamiento, las personas más afectadas por ellas son precisamente las personas que se ven más afectadas por el cambio climático. No es lo mismo pasar el confinamiento en una habitación de piso compartido que hacerlo en un chalé con jardín. Tampoco es igual enfrentarse a esta crisis teniendo un trabajo de oficina que puede realizarse en casa sin problema que un trabajo que te exige estar día a día en la obra. E incluso para ese empleo que permite el teletrabajo, no es igual tener un contrato fijo que ser falsa autónoma a la hora de hacer frente a la parte más puramente económica de la crisis. Estas diferencias van más allá de la comodidad o el ámbito laboral, ya que pueden afectar también a la incidencia de la enfermedad. ¿Qué medidas de aislamiento de una persona enferma pueden llevarse a cabo en una familia de cuatro personas que viven en un piso de dos habitaciones y un único baño? El impulso a los sectores mencionados previamente es una necesidad imperiosa para proteger a las frontline communities tanto del cambio climático como de la pandemia.

    Coda climática

    En el contexto actual, con un alto número de fallecidos diarios, encerrados en casa y superados por la incertidumbre de qué pudiera suceder (médica y socialmente) en los próximos meses, puede parecer prematuro e incluso frívolo estar ya pensando en el futuro, y en la siguiente crisis, que también es la anterior, que la misma son. Sin embargo, los puntos de unión entre nuestra situación actual y la crisis climática son múltiples, como muchas  y muchos han puesto de manifiesto, y las soluciones a una y otra están, como mínimo, emparentadas.

    No vamos a abundar más en cómo el coronavirus ha expuesto crudamente las formas en que el capitalismo destruye la vida, incluyendo la nuestra, pues ya lo han hecho otros. Hasta ahora éramos (el humano occidental) el único ser vivo más o menos a salvo del capitalismo, y ya no lo somos. Hemos pasado de fase, y esta es la primera de las consecuencias. Ahora las consecuencias del capitalismo pueden matar a los capitalistas.

    Sí puede ser interesante reseñar algunas similitudes y diferencias entre ambas crisis. Algo a lo que está acostumbrado cualquiera que trate con las consecuencias políticas del cambio climático, y a las posibles formas de paliarlo, es a la comparación con el agujero de la capa de ozono. Esta crisis, que surgió en los años ochenta y tenía como origen la producción y uso de gases CFCs, se cerró con el protocolo de Montreal, en el que casi todos los países del mundo acordaron dejar de usar CFCs. Esto ha llevado en alguna ocasión a proclamar, inocentemente, que el cambio climático podría atajarse por la misma vía, la del pacto internacional vinculante. Aparte de que esa vía no ha sido realmente puesta en práctica aún (el acuerdo de París no es vinculante), hay algunas diferencias importantes: el agujero de la capa de ozono no tenía consecuencias trágicas a corto plazo y, sobre todo, la sustitución de los CFCs por productos equivalentes pero menos dañinos para el ozono no era económicamente onerosa ni suponía un cambio fundamental en la economía mundial. No hubo una pérdida de trabajos ni de beneficios empresariales. Se parecía más a cambiar la gasolina con plomo por la sin que al cambio climático. Una solución política fácil, un cambio técnico trivial, y éxito.[1]

    El cambio climático es harina de otro costal: para detenerlo, y por todas las razones expuestas, hay que acabar con el capitalismo. No hay soluciones técnicas fáciles, no hay acuerdos políticos sencillos. Incluso ralentizarlo hasta un punto en que la mayoría seamos capaces de adaptarnos a él supondrá, con toda seguridad, cambiar el sistema socioeconómico en una medida tal que es improbable que pueda ser reconocido como el mismo. La tecnología jugará un papel en la revolución contra el cambio climático, como lo ha hecho en todas las revoluciones anteriores, pero en ningún caso la desatará, «solamente» ayudará a afianzar las condiciones socieconómicas y socionaturales que caractericen esta revolución. Pero quien esté fiando su supervivencia a un milagro técnico bien podría estar intentando orientar su día a día según los dictados de los posos del café o sus decisiones económicas según los textos neoclásicos.

    Por eso nos parece importante hacer hincapié en la diferencia entre la crisis del coronavirus y el cambio climático. En última instancia, la crisis pandémica no se resolverá hasta que se encuentre una vacuna. Es en lo que estamos confiando todos, ciudadanos y gobiernos. Podemos hacer promesas (podríamos, no ha sido el caso) de disminuir la presión sobre los ecosistemas, la cantidad de ganado criado para consumo humano, los mercados de animales vivos al aire libre. Y eso podría librarnos de la próxima pandemia mundial. Pero para esta, para recuperar algo parecido a la Vida de Antes, estamos confiando en una vacuna que nos inmunice frente a este virus como otras lo hacen frente a la gripe. Cualquier otra solución (encierros esporádicos, cancelación sine die de todo tipo de reunión más o menos multitudinaria) está contemplada como temporal y claramente indeseable. Estamos, pues, en manos de la técnica. El acuerdo en esto es, al menos superficialmente, transversal a todas las ideologías. Aun así, no es que falten dudas respecto a la universalidad de esta solución.

    A lo largo de la crisis del COVID-19, y tras el shock inicial de ver que esto iba en serio, se establecieron en los medios y en el discurso mayoritario una serie de consensos, sucesivos y superpuestos, acerca de qué caracterizaba una buena respuesta a la pandemia. Estos listones que había que superar tenían un par de cosas en común: que los expertos en cada tema lo tenían mucho menos claro que la mayoría de comentaristas, y que ofrecían métricas relativamente directas y sencillas, comprensibles y abarcables, para poder evaluar la situación y la reacción de las autoridades. Algunos ítems en esta lista serían la calidad y severidad del encierro, primero; la extensión del uso de mascarillas y guantes entre la población, después, y la cantidad de tests de detección temprana del virus (en la primera fase de la epidemia) y de tests serológicos para identificar personas potencialmente inmunes, al final. Un país o comunidad autónoma que hiciera muchos tests estaría teniendo una respuesta ejemplar y la salida de la crisis estaría más cerca; alguien detectado en un supermercado sin mascarilla indicaría, con toda seguridad, un fallo en las defensas sociales. Y, sin embargo, todo esto solo puede funcionar durante un tiempo. Al final de este camino, tras todas esas metas volantes, tiene que haber algo que nos permita volver a funcionar de forma normal. Hemos decidido que ese algo debe ser una vacuna, y está bien que así sea. Es una solución (teóricamente) universalizable y que sabemos utilizar. Sin embargo, no es una solución definitiva: las causas de la aparición y expansión del virus no han sido abordadas, y no parece que vayan a serlo. Hacerlo supondría estar dispuestos a afrontar cambios de mucho más calado que el que supone usar mascarillas en nuestras interacciones diarias. Supondría poner, y no solo de boquilla, la vida por delante del beneficio: reducir el comercio internacional y la explotación de animales y ecosistemas, más allá de la (necesaria) prohibición de los mercados de animales vivos. Supondría, desde luego, que nadie podría proponer, como se ha hecho durante esta crisis, el aislamiento de ancianos durante meses como solución que permitiera volver al trabajo al resto de la población. Supondría, en cualquier caso, mostrar más ambición de la que la tribu de los ingenieritos y gestores cobardes ha mostrado jamás, y mucha más imaginación.

    Para empezar, para llegar a poder aplicar la vacuna (de aquí a dieciocho meses, parece ser la cifra mágica), es necesario que siga existiendo una población a la que inmunizar, así como un estado con capacidad e intención de llevar a cabo la inmunización. Para que eso ocurra son necesarias todas o muchas de las herramientas expuestas anteriormente, y probablemente algunas que tendremos que inventar por el camino: rentas básicas y servicios públicos gratuitos, ambos universales; trabajadores bien pagados… Es decir, un cambio social que requerirá de nuevos acuerdos políticos, en particular si queremos que la inevitable crisis que seguirá a esta pandemia no la paguen los de siempre. Porque este es otro punto importante: como en el caso del cambio climático, la tecnología (sea una vacuna o un paso masivo a energías renovables o nucleares) sí puede llegar a ser una solución, pero solo para unos pocos.

    Hechas estas salvedades, vale la pena comparar cómo será el corto y el largo plazo de las dos grandes crisis actuales. El cuadro de abajo puede servirnos para intentar entender las similitudes entre una y otra.

    En el caso de la pandemia, tenemos un objetivo muy claro en el corto plazo: evitar todo el sufrimiento humano posible. Evitar que enferme gente y, cuando lo hagan, tener los recursos necesarios para atenderles y salvar todas las vidas posibles. Esta fase ha conllevado la movilización de ingentes recursos públicos (económicos y humanos) para transformar plantas enteras de hospital de su uso habitual a la atención de enfermos de COVID-19, adquirir material de protección y de testeo, contratar personal sanitario, etcétera. Con todas las precauciones necesarias, esta fase, al menos en España, está ahora terminando, o al menos ha pasado su máxima intensidad. Ha sido una fase en la que se ha aceptado que las decisiones fueran, principalmente, técnicas[2], y se ha interpretado que, al menos dentro de cada estado, los intereses de todo el mundo eran los mismos.

    Las decisiones tomadas en esta primera fase tendrán consecuencias en el futuro, claro. Quizá la primera disputa importante haya sido la de la suspensión de la actividad económica durante quince días (y su reanudación, atendiendo a criterios de mantenimiento del beneficio empresarial por encima de los de salud pública). La exploración de instrumentos como el ingreso mínimo vital, ya mencionado anteriormente, ha sido otra, cuya resolución está en el aire. Ahora mismo, la pelea está en ver cuándo y de qué forma saldremos (literalmente) de esta. ¿Cómo cambiarán las ciudades y nuestras vidas? ¿Podrá salir todo el mundo? ¿Tendrá que seguir encerrada la población de riesgo? ¿Se permitirá salir solo a quien vaya a trabajar? ¿Tendremos trabajo al que ir? ¿Qué haremos, o qué nos harán, cuando haya un previsible segundo brote en unos meses? No hay respuestas obvias a ninguna de estas preguntas. Esto es desasosegante, claro, pero peor sería la certeza de que la salida va a ser en los peores términos posibles. Tenemos que pelear para que nadie pierda su trabajo, y que quien no lo tenga o ya lo haya perdido disponga de recursos para vivir independientemente del mismo. Que la salida no se haga a costa de arrumbar a un lado a personas mayores y enfermos crónicos para poder mantener la actividad económica, y que cuando volvamos a tener que encerrarnos, aunque sea más brevemente, lo hagamos sin miedo a no poder pagar el alquiler a mitad del encierro.

    La crisis climática, como ya hemos dicho, funciona en otras escalas de tiempo y urgencia. El corto plazo para cualquier plan no es hoy, no es esta tarde, pero sí los próximos meses y años. Y el largo es, para bien y para mal, lo que nos queda de vida. Pero empecemos por el corto: nuestra misión inmediata, si elegimos aceptarla (y, si has llegado hasta aquí, algo de intención debes de tener), es mitigar en lo posible la crisis climática y adaptarnos de la forma más justa posible a los cambios que no podamos evitar. Consideramos que esto solo será posible con un programa de transición ecosocial radical y ambicioso. Un plan que movilice todos los recursos públicos (estatales y populares) existentes, a todos los niveles administrativos y sociales, para garantizar que la vida de la mayoría mejora, y solo los responsables de la crisis pagan. Un plan que saque del mercado todo lo que sea imprescindible para la vida humana: vivienda, alimento, sanidad, educación, cuidados a lo largo de toda la existencia, a la vez que garantiza la continuidad del resto de formas de vida. Un plan que nos ponga en posición de dar un salto adelante a un nuevo equilibrio con la biosfera. Esta sería, en última instancia, nuestra utopía: una sociedad en la que la búsqueda de beneficio económico haya sido abandonada, dejando hueco para echar la tarde en el parque.

    El lector atento habrá notado que muchas de las cosas que consideramos objetivos a corto plazo de una transición ecosocial se parecen mucho a los objetivos a largo plazo en la crisis del coronavirus. Efectivamente, el cuadro anterior bien podría representarse de la siguiente forma:

    Esta concepción lineal del tiempo es suficiente para plantear las tareas de los próximos meses y años: la solución de la crisis del coronavirus debe ser justa y reforzar los mecanismos de sostenimiento de la vida. Debe empezar a reparar la brecha social que décadas de neoliberalismo y lustros de austeridad han provocado entre ricos y pobres. La magnitud de la respuesta va a ser mayor que cualquier cosa vista antes. Tenemos que empujar para que vaya en la dirección correcta, la de la gente, y no la de salvar a aseguradoras médicas, bancos y empresas automovilísticas. Pero, una vez puesta en marcha esa respuesta, hay que trabajar en pos de la reparación de la brecha metabólica. El tipo de políticas que ayudan al mantenimiento del tejido social son, generalmente, bajas en emisiones, de forma que la transformación de puestos de trabajo de actividades contaminantes a otras que no lo sean, avanzaría en la necesaria reducción de emisiones de gases de efecto invernadero. Está claro que esto no es suficiente: será necesario un cambio en las formas de movilidad, en la producción y consumo de energía, en los viajes, en la alimentación, en el trabajo.

    En esta tarea, sin embargo, contaremos con la ventaja de que ya se habrá demostrado la posibilidad de hacer frente a una catástrofe global mediante la movilización de recursos y personas. Los potenciales efectos del cambio climático son órdenes de magnitud mayores que los del coronavirus, pero la forma de hacerle frente no tiene por qué ser tan traumática como lo ha sido esta. Y, sobre todo, el resultado final, si nos decidimos a llevar nuestra lucha hasta sus últimas consecuencias, no será simplemente la vuelta a una normalidad que no valía ya para la mayoría. Será una vida que de verdad valga la pena para todas y todos. Hoy es un día tan bueno como cualquier otro para empezar a trabajar en esta dirección.

    [1] El consenso respecto a la supresión de los CFCs es tal que, cuando en 2019 se detectó un ligero aumento de su uso, se pudo trazar en pocos días a una fábrica concreta situada en China, que fue inmediatamente clausurada por el gobierno chino.

    [2] Dicho sea esto con todas las prevenciones necesarias: la situación de la sanidad pública (mucho peor que hace quince años) es fruto de decisiones políticas; el cierre o no de territorios en cada momento, y la consideración de unos intereses (los de la salud pública) por encima de otros (derechos fundamentales, etc.). Sí que ha habido una asunción por parte de la mayoría de personas y fuerzas políticas de que todas las administraciones tenían como objetivo salvar la mayor cantidad de vidas posibles.

    La ilustración que acompaña a este texto ha sido realizada por Adara Sánchez.

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