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  • Después de nosotros, el diluvio

    “Après moi le déluge! [¡Después de mí, el diluvio!] es el lema de todo capitalista y de toda nación capitalista. Por eso el capital no tiene en consideración la salud ni la duración de la vida del obrero, a menos que le obligue a ello la sociedad”.

    Karl Marx

    En los mal llamados ‘desastres naturales’ suele recorrer una pulsión antipolítica que o bien tiende a señalar a todos los dirigentes sin distinciones ni matices o bien acusa a los que exigen responsabilidades y acciones concretas de “politizar” los asuntos, como si la vida pudiese transcurrir al margen de las decisiones que tomamos sobre cómo la habitamos en común. Otra versión, común en estas horas de dolor y desconcierto, consiste en separar la crisis climática de la incompetencia institucional. Son indivisibles. La gravedad del caos climático al que nos abocamos, con la Península Ibérica como el territorio más afectado del continente europeo según todas las previsiones, se sustenta, precisamente, en la cadena de inercias, intereses, agendas y deseos que impide su abordaje efectivo desde la política o, al menos, que evite las decenas de fallecimientos en un territorio, el País Valenciano, tristemente acostumbrado a riadas y fenómenos convectivos por su orografía y su cercanía a un mar recalentado. 

    Por lo tanto, mal que pese a algunos, hemos venido a hablar de política. Una política climática a la altura, como es obvio, detendría la emisión descontrolada de gases de efecto invernadero que, en base a toda la evidencia -y sin la necesidad, a estas alturas, de esperar a los estudios de atribución- agrava eventos como el de estos días. Pero la necesidad de que la acción climática ponga la vida por encima del capital exige también unas labores de adaptación. La primera piedra, por supuesto, es reforzar -o, al menos, poner a funcionar- un sistema de prevención, alerta temprana y evacuación que ha fracasado estrepitosamente por la irresponsabilidad y la incompetencia de un Gobierno de la Comunitat Valenciana que, por justicia climática, debe ser cesado y juzgado. Pero estas labores van más allá de la criminal ineptitud del Govern.

    Es común, por poner un ejemplo, que los planes de gestión del riesgo de inundación que las confederaciones hidrográficas están obligadas a elaborar, suscribir y ejecutar se queden a medias, sin el más mínimo intento de revertir la construcción suicida de infraestructuras en cauces y terrenos susceptibles de riadas. Acordarse de la habitual dejadez en ese ámbito no puede ser calificado de oportunista sino de absolutamente esencial.

    Por otro lado, la legislación en materia de riesgos laborales ha avanzado en los últimos años. A la norma que permite al trabajador abandonar su puesto en caso de riesgo inminente para su vida se suma la norma que prohíbe las labores al aire libre durante las olas de calor: lo sucedido en las últimas horas hace evidente su insuficiencia. Como en cualquier relación desigual de poder -y las laborales son su máximo exponente- que el ordenamiento jurídico ampare una decisión no la hace fácil de ejecutar, por los miedos, las presiones y los mandatos tanto evidentes como subyacentes. Y el capital no va a dejar de colocarse por encima de la vida a no ser que se le obligue, como dejó escrito Marx: no porque se le pida por favor.

    La experiencia de la pandemia demostró que es perfectamente posible que el Estado obligue a las empresas a parar ante un riesgo inminente y manifiesto; y este lo era, en base a las alertas del sistema nacional de meteorología emitidas desde la mañana del martes. La decisión de no ir a trabajar -salvo puestos esenciales para el común, como es obvio- no puede sustentarse en la voluntad individual, como no se sustentó en marzo de 2020. Eso no implica, en cualquier caso, abandonar la responsabilidad, porque buena parte de las no ausencias de la clase trabajadora responden a la indefensión aprendida y a la infravaloración del riesgo, y es trabajo de los principales actores de la acción climática mover el sentido común hacia posiciones más cercanas a la autopreservación. No nos podemos dejar la vida por nuestro jefe, por la empresa, por la maquinaria perversa de la plusvalía; y para ello hay que apretar lo máximo posible a las compañías, exigir que rindan cuentas y, a la vez, deconstruir los aprendizajes que todos hemos interiorizado, en los que la producción es lo primero.

    Por supuesto, el contrapeso a la acción empresarial ni puede ni debe recaer únicamente en el Estado o en una difusa voluntad, sino en un tejido sindical organizado, preparado y bien dispuesto para dar respuesta a situaciones así. La agenda climática en los sindicatos ha corrido suerte dispar: desde ridículas recomendaciones de reciclaje en los puestos de trabajo a trabajos bien avenidos sobre la transición ecosocial en las industrias más emisoras. Pero se mantiene un vacío. Las organizaciones deben prestar atención a la adaptación. Y esto pasa por hacer ‘piquetes climáticos’ para informar de los derechos al respecto a les trabajadores, pasa porque cada comité o sección presione a la dirección por el respeto más básico a la integridad física y pasa, en cualquier caso, por el establecimiento de nuevas alianzas; entre sindicatos y entre los sindicatos y otro tipo de militancias. Hace unos años era importante abandonar la creencia de que el cambio climático debía ocupar un papel subalterno en la agenda de la clase obrera. Ahora es ridículo mantenerla.

    No podemos, de ninguna manera, ignorar el eje de clase: la mayor parte de los afectados por este episodio meteorológico son trabajadores obligades, bien por la maquinaria o bien por el patrón, a ignorar los avisos. Que acudían a la periferia de València, en los polígonos industriales, a sacar adelante la tarea, o que volvían por los ramales de las autovías a casa después de una jornada probablemente innecesaria. Pero, como fenómeno multicausal, complejo y de infinitas aristas, el eje de clase no se basta por sí solo ni para explicar lo sucedido ni para proponer soluciones. Los desastres climáticos que ya sufrimos y que sufriremos afectarán más a les más vulnerables, pero la vulnerabilidad en una riada no se explica solo por la renta o por la posición en la cadena de mando.

    Y, por supuesto, tampoco podemos desligar la incompetencia de las instituciones de la contraofensiva del negacionismo climático, que castiga las alertas tempranas, produce explicaciones absurdas pero confortables y fáciles de entender ante cualquier evento e intenta silenciar cualquier reacción progresista. La “batalla cultural” que dicen mantener se traduce, en jornadas como las de este martes, en muerte. Estamos agotadas en este momento del ciclo político, pero cometeríamos un error mayúsculo al pensar que, como nos gusta tanto creer, los hechos por sí solos pondrán la agenda climática en su sitio. Ya estamos en el escenario del primer capítulo de ‘El Ministerio del Futuro’, pero sin la iniciativa institucional ni la rabia organizada que le sucedieron. Y, sin saber muy bien cómo se sale de este dolor y esta pereza, lo único que tenemos claro es que no podemos permanecer aquí.

    Todo el calor y un fuerte abrazo, de parte de los integrantes de Contra el Diluvio, para toda la gente afectada por las inundaciones.

  • Tareas preliminares – Sobre la organización política

    Por Alyssa Battistoni.

    Este texto fue publicado originalmente en el número 34 (primavera de 2019) de la revista n+1 con el título «Spadework».

    En 2007, cuando tenía veintiún años, escribí indignada una carta a The New York Times para responder a una columna de Thomas Friedman. Friedman había acusado a mi generación de ser indolente: «Demasiado pasiva, demasiado tiempo en internet, mira solo por sí misma». «A nuestra generación lo que le falta no es ni valentía ni fuerza de voluntad —remarqué yo—, sino el entrenamiento y la experiencia para llevar a cabo el trabajo de organización, sea online o presencial, que lleve al poder político».

    Yo personalmente nunca había estado organizada. Poco antes había trabajado como becaria para una ONG de organización comunitaria de Washington, pocos meses antes de que Barack Obama se convirtiese en el más famoso de los (ex)organizadores políticos, pero lo que aprendí fue el lenguaje de la organización —cómo escribir cartas al editor sobre cuánta falta hacía esta—, no cómo hacerlo realmente. Me saqué el título universitario y, unos meses después, la economía mundial se hundió. En los años posteriores me pasaba de vez en cuando por alguna protesta. Acudí a Zuccotti Park y al intento de huelga general de Oakland, participé en manifestaciones contra el aumento de las tasas universitarias en Londres y contra los asesinatos policiales en Nueva York. Escribí artículos de lo más intempestivos. Pero hasta que no fui a hacer el posgrado a Yale, donde desde hacía casi tres décadas había estado en marcha una campaña por el reconocimiento del sindicato universitario, no aprendí a hacer lo que por aquel entonces llevaba ya años defendiendo.

    Cuando empecé a militar con tanta intensidad que aquello parecía un trabajo a tiempo completo estábamos ya en la primavera de 2016, y tenía compañía de sobra. Por todo el país se estaban produciendo esfuerzos evidentes por organizar a los trabajadores de revistas, locales de comida rápida y residencias. Quienes habían participado en Occupy se involucraron en la campaña de Bernie Sanders y se unieron a Democratic Socialists of America, que estaba en pleno auge y a cuyos miembros se les entregaba una tarjeta hecha polvo en la que se afirmaba que eran «oficialmente organizadores socialistas». Los organizadores —no activistas, gracias— de hoy dejan claro que no son parte del black bloc que busca trifulca con la policía y que tampoco son hippies que anden planeando algún encuentro amoroso. Se inspiran en una tradición de revolucionarios profesionales, pues según la proclama de Lenin de que «a menos que las masas estén organizadas, el proletariado no es nada. Organizado, lo es todo». En otras palabras: a quien se dedica a la militancia organizativa no le da miedo tener el poder. Reconoce que para ejercerlo hay que persuadir a una cantidad ingente de personas para que se unan a la causa y para empezar a autoorganizarse. Organizarse significa hacerlo para ganar.

    ¿Pero cómo se gana? El materialismo histórico sostiene que las crisis del capitalismo desatan revueltas, quizás incluso revoluciones, como se vio en los estallidos de Occupy y Black Lives Matter; en lo levantamientos en España, Grecia y Egipto; y en el movimiento británico de estudiantes contra las tasas universitarias. Pero no hay ninguna guía para lo que pasa en el larguísimo periodo que viene luego, cosa que a menudo la izquierda ha tenido que aprender por las malas.

    En otros casos de subversión y promesas, la izquierda ha solido recurrir a Antonio Gramsci, quien quiso comprender por qué las revueltas de la clase trabajadora en Europa tras la revolución rusa habían conducido al fascismo. Gramsci llegó a la conclusión de que en cierto sentido la gente consiente su propia servidumbre, incluso la da por hecho, cuando el orden en el que vive llega a parecer de sentido común. La hegemonía es una cosa más sutil que una coerción manifiesta, es más profunda, permea los ritmos de la vida cotidiana.

    Stuart Hall afirmó en 1983 que la hegemonía era la clave para entender la decepción que sentía su propia generación: por qué Thatcher y la nueva derecha habían triunfado a la hora de reconfigurar el sentido común tras una década de agitación laboral sindical. La hegemonía dio forma a cómo actuaba la gente cuando no pensaba en ello, lo que creía que estaba bien y mal, lo que imaginaba que era una vida buena. Un proyecto hegemónico tenía que «ocupar todos y cada uno de los frentes» de la vida, «insertarse en los poros de la consciencia práctica de los seres humanos». El thatcherismo había entendido esto mejor que la izquierda. Había «entrado a la pelea en cada uno de los frentes en los que calculaba que podría producirse un avance», había promovido una «teoría para cada uno de los escenarios de la vida humana», de la economía al lenguaje, de la moral a la cultura. Los terrenos que la izquierda dejaba de lado por burgueses eran simplemente aquellos en los que la clase dominante iba ganando. Con todo, Hall recordaba que crear hegemonía era una «tarea ardua». Nunca completamente asentada, «siempre estaba por ganar».

    En otras palabras, no hay un Deus ex machina económico que vaya a traernos la revolución. Hay todavía gente, con sus particularidades recalcitrantes y contradictorias, que existen en un espacio y un momento concreto. De ti depende resolver cómo actuar de manera conjunta, o no; cómo encontrar un punto de encuentro, o no. Gramsci y Hall insisten en que tienes que mirar las cosas tal y como son de manera implacable, hacer frente a tus expectativas con una honestidad brutal y actuar del modo en que creas que puedes producir un efecto. En ese sentido ambos son teóricos de la figura del organizador.

    * * *

    Pero lo cierto es que una no se convierte en organizadora por leer teoría, o al menos ese no fue mi caso. Yo fui a la escuela de posgrado a estudiar teoría política, con la esperanza de descubrir qué hacer con los dilemas que me atribulaban. Pero hizo falta algo más para que esa teoría adquiriese significado en mi propia vida. Esta fue la experiencia en la escuela de posgrado, que no es necesariamente el entorno laboral habitual, o eso nos repetía una y otra vez la administración de Yale.

    Yo me había sindicado como quien no quiere la cosa, al pasarme por la mesa de la Graduate Employees and Students Organization (GESO) en la feria de actividades extracurriculares, sin haber asistido todavía ni un solo día a clase. A nivel político, me pareció obvio: yo en general estaba de parte de los sindicatos, ¿así que por qué no iba a unirme? Además, mi compañero de piso ya había estado en Yale militando durante años: a través de él había oído hablar de luchas y victorias, de cómo habían ido llamando puerta a puerta durante todo el verano anterior para ayudar a que una lista de miembros del sindicato y gente afín lograse hacerse con el gobierno municipal. Pocos días después de inscribirme, fui a una comida a la que trajeron pizzas y que el sindicato había organizado en mi departamento para dar la bienvenida a la nueva hornada —yo fui una de las únicas tres personas que aparecieron de las diecisiete que éramos— y me pasé asintiendo todo el sermón que soltó el organizador sobre por qué el sindicato estaba tan bien. No necesitaba que me convencieran.

    Aun así, cuando unas semanas más tarde otra militante me pidió que me uniera al grupo de comunicación del sindicato, me eché a llorar. Estaba ya completamente sobrepasada por cientos de páginas por leer sin que en ningún caso tuviera la esperanza de poder hacerlo, réplicas periodísticas aún por escribir y presentaciones que hacer sobre dichas lecturas, talleres obligatorios del departamento y charlas a las que acudir. Hacer una sola cosa más me parecía imposible. Esta persona habló conmigo para sacarme de ese ataque de pánico y yo acepté hacer una tarea menor —una entrevista a un miembro del sindicato para un boletín que queríamos revitalizar—. Acepté otra serie de proyectos: más entrevistas, grabar testimonios para una web nueva. Al final de nuestro primer año, mi amigo más cercano del grupo de graduado fue candidato al ayuntamiento dentro de la lista del sindicato y yo me pasé el verano de puerta en puerta para su campaña. Quedé con otros militantes para hacer «visitas», que consistían en ir dando vueltas por el campus buscando miembros para que firmaran la petición que estuviéramos promoviendo en ese momento y me uní al comité organizador de mi departamento. Hubo muchas más reuniones en las que acabé llorando.

    Al final me di cuenta de que la escuela de posgrado no era lugar al que acudir para aprender sobre política. Me desconcertaban sus rituales, los cuales, de manera contraintuitiva, parecían estructurarse rehuyendo las conversaciones intelectuales, optando en cambio por el cotilleo y la jerigonza. En las fiestas y en los encuentros del departamento rara vez hablábamos sobre las cosas que habíamos leído o habíamos estado pensando; en su lugar, nos quejábamos de la cantidad de artículos que habíamos escrito esa semana, de la cantidad de fechas de entrega para peticiones de subvenciones o programas de verano y de lo poco que lográbamos dormir. Pasábamos de puntillas sobre conversaciones más peliagudas: el acceso a atención para la salud mental, el cuidado remunerado de niños, la crisis del mercado laboral y la reserva cada vez mayor de trabajadores adjuntos. Estaba desesperada por tener aquellas conversaciones y descubrí que el lugar donde tenerlas era la militancia. Como si fueran espacios grupales de sensibilización, las conversaciones militantes te permitían airear rencores que por educación y profesionalidad llevabas reprimiendo durante mucho tiempo, para crear un espacio político donde no se suponía que tenía que haberlo. La clave estaba en localizar esa experiencia fundamental de impotencia que estaba al acecho bajo tanta miseria generalizada. Con todo, por mucho que nos quejáramos de cuantísimo trabajábamos, en las conversaciones militantes surgía todo el tiempo la pregunta de si éramos realmente trabajadoras y trabajadores.

    ¿Por qué era tan difícil vernos a nosotras mismas como personas que pudiesen necesitar un sindicato? Gramsci había señalado que cualquier sujeto individual estaba «extrañamente compuesto», hecho de una mezcolanza de creencias, pensamientos e ideas recogidas de la historia familiar, las normas culturales y la educación formal, todo ello filtrado a través de sus propias experiencias personales leídas a través de la ideología dominante de la época. Hall había recogido esta idea para afirmar que cuando la clase obrera no conseguía vincularse al pensamiento revolucionario, cuando las mujeres no abrazaban el feminismo o cuando la gente racializada no defendía el antirracismo, no era porque sufrieran de falsa conciencia. La idea de que la conciencia pudiera ser verdadera o falsa simplemente no tenía sentido: según Hall, esta siempre era «compleja, fragmentaria y contradictoria». Esto era tan cierto para la gente de izquierdas como para cualquier otra persona. Y Hall advertía en 1988 que «una pequeña parte de todos nosotros se halla también dentro del proyecto thatcherista. Por supuesto que todos estamos cien por cien comprometidos, pero de vez en cuando —los sábados por la mañana, quizá, justo antes de la manifestación— vamos a Sainsbury’s y somos un poquito un sujeto thatcherista».

    El proyecto de Thatcher había avanzado mucho desde entonces y habíamos interiorizado sus dictados. Nos habíamos pasado la vida aprendiendo a hacerlo muy bien en clase; en la escuela de posgrado, antes de salir «al mercado laboral», aprendimos a explotarnos a nosotras mismas durante los fines de semana y las vacaciones. Muchas aún creíamos en la meritocracia, a pesar de ver cada día cómo esta nos daba la espalda. Cuanto peores se volvían las condiciones de la vida académica, más duro trabajaba todo el mundo y más difícil se hacía enfrentarse a ellas. Además, teníamos tanta suerte de estar allí…, ¡en Yale! En comparación con tantos otros estudiantes universitarios, nosotras éramos unas afortunadas, y al otro lado seguramente hubiese un puesto de trabajo esperándonos, a nosotras, a cualquiera. ¿Quiénes éramos nosotras para quejarnos? Organizar un sindicato de estudiantes universitarios en Yale a mucha gente le parecía un acto de un privilegio intolerable: una panda de autodenominados radicales de una universidad de prestigio haciendo cosplay de clase obrera.

    Luego estaba la ideología dominante. A muchas personas les parecían bien los sindicatos pero en abstracto, para otra gente, y sin embargo tenían reservas respecto a si para nosotras tenía sentido. En buena medida trabajábamos de manera independiente (¡se nos pagaba por leer!); teníamos control sobre nuestro propio trabajo, o al menos esperábamos tenerlo algún día. Casi todas habíamos crecido oyendo hablar de lo nocivos que eran los sindicatos de profesores para nuestra querida educación. Pocas personas veníamos de familias sindicadas; casi nadie había formado parte de un sindicato anteriormente, y quienes sí lo habían hecho a menudo hablaban de malas experiencias. Incluso entre quienes formalmente sentían simpatía era habitual escuchar la frase: «Si yo creo que los sindicatos están bien, pero…».

    Con todo, el asunto más escabroso no era el de unirse a un sindicato, sino organizarlo. Le pedíamos a la gente que nos ayudara a construir el sindicato y a dirigirlo. Les pedíamos que firmasen un hoja de inscripción, y luego que también le pidieran lo mismo a algún amigo; que se comprometiesen a reunirse de manera regular con un organizador; que se unieran al comité organizativo y trajesen a las reuniones y a las manifestaciones a personas a las que conociesen. Pedíamos mucho; hay quien creía que demasiado. Mucha gente era perfectamente feliz poniendo su nombre en una hoja de inscripción y en una recaudación de firmas de vez en cuando pero no quería ir a más reuniones ni hablar con compañeros sobre el sindicato: tenían cosas que hacer, muchas cosas. Decían que apoyaban al sindicato, pero querían que el sindicato les dejara en paz.

    Este parecía ser un reto particular de la organización de los estudiantes de posgrado, que por un lado se encontraban evidentemente sobrepasados por el trabajo y nunca tenían horarios fijos, y por el otro no estaban en una situación de demasiado desamparo, al menos no en Yale. (De hecho, esto en parte era así porque la universidad había ido aumentando los salarios y las ayudas a lo largo de los años para así debilitar al sindicato; este era el precio del éxito). De todos modos, yo llegué a pensar que esto era un reto en general de cualquier organización. Cuando leí el libro I’ve Got the Light of Freedom, de Charles Payne, acerca de la organización por los derechos civiles en el sur durante la época de las leyes de Jim Crow, me impactó la lista que reunieron los miembros de la campaña del Student Nonviolent Coordinating Committee (SNCC) sobre la razones que daba la gente negra de Misisipi a principios de los años sesenta para no registrarse para votar, que eran las que en líneas generales podían haber dado los estudiantes universitarios: «No tiene interés», «No tiene tiempo para hablar sobre el voto», «Siente que los políticos hacen lo que les da la gana, sin importarles lo que se vote», «Demasiadas cosas que hacer, ocupado en asuntos personales», «Quiere tiempo para pensárselo», «Satisfecho con cómo están las cosas».

    Obviamente nosotras no estábamos luchando contra las leyes de Jim Crow. Yale era en muchos aspectos un sitio miserable y feudal, pero estábamos ahí de manera temporal y por elección propia; muchos teníamos miedo de nuestros tutores, pero no temíamos por nuestra vida. Puede que pusiéramos las mismas excusas, pero no significaban lo mismo. Aun así, había ciertas dinámicas en ambas campañas que eran similares, pese a sus diferencias evidentes. A menudo la gente te decía por qué no iba a hacer tal cosa, a menudo con razones perfectamente buenas, y tú intentabas convencerles de que sí tendrían que hacerlas.

    Todos estábamos muy ocupados, pero ese «estar muy ocupado» no era una cuestión de tiempo realmente, o al menos no solo. Estar muy ocupado significaba que la gente no veía por qué merecía la pena sacar tiempo para el sindicato. Tu trabajo como organizadora consistía en descubrir qué es lo que la gente quería que fuese diferente en su vida y luego convencerla de que la diferencia estaba en sí decidían hacer algo al respecto. Esto no es lo mismo que convencer a la gente de que el asunto en sí es importante: eso por lo general lo saben. La tarea consiste en convencer a las personas de que son ellas las que importan: saben que por lo general eso no es así.

    * * *

    En El 18 de Brumario de Luis Bonaparte Marx escribió que «el principiante que ha aprendido un idioma nuevo lo traduce siempre a su idioma nativo, pero solo se asimila el espíritu del nuevo idioma y solo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lenguaje natal». La militancia organizativa exige que aprendas el idioma de la política tan bien que se convierta en el tuyo propio. Como cualquier otro idioma, requiere un montón de práctica, un periodo durante el cual a menudo te vas a sentir incómoda e insegura. Para esta etapa existen ejercicios como «juego, falta, piensa», con el que plantearse una serie de preguntas: ¿qué está en juego para ti?, ¿qué hace falta para ganar?, ¿qué piensas hacer al respecto? Tienes que empezar con lo que os importa a ti y a la persona a la que estás organizando antes de pasar a lo difícil que va a ser y a por qué tienen que sumarse pese a todo. Estos ejercicios son útiles, pero no pueden ser rígidos y artificiosos, porque en realidad todavía no estás hablando de política: aún estás traduciendo. Es por eso por lo que algunas personas que llevan poco tiempo organizando a gente a menudo parecen un poco robóticas y repiten lo que a todas luces han aprendido escuchando a alguien. Pero al final aprendes a dejar atrás este andamiaje y a hablar por ti misma.

    No obstante, a menudo tienes que aprender a hablar de manera diferente, a hablar como una versión distinta de ti misma. Esto implica dejar a un lado buena parte de los hábitos que te resultan más familiares. Como muchas mujeres, durante un tiempo conseguía ir tirando a base de caerle bien a la gente; ya por entonces se me daba bien un cierto tipo de trabajo emocional. Pero cuando las peticiones se iban haciendo más grandes, me daba contra un muro: puede que la gente gastara treinta segundos en firmar una petición que no creían que fuese a ir a ningún lado solo porque yo les caía bien, pero no iban a cabrear a su jefe solo para quedar bien conmigo. Así que tuve que aprender otras cosas. «Un axioma de los organizadores —escribió Jane McAlevey— es que toda buena conversación sobre organización pone a todo el mundo al menos un poquito incómodo». La parte más rara es lo que McAlevey llama «el largo silencio incómodo», ese momento en el que le pides algo a alguien y dejas que se piense su respuesta. Durante mucho tiempo mi mayor debilidad fue mi tendencia a acobardarme y dejarle claro a la gente que ganar en los asuntos que decían que querían dependía de ellos. Demasiado a menudo intentaba pasar por encima de esa incomodidad en lugar de dejarla estar. Era muchísimo más sencillo hablar sobre lo brillante que era nuestro plan o cuánto apoyo habíamos recibido de nuestros aliados que insistirle a la gente a la que estaba intentando organizar que dependía de ellos el que lográramos tener o no un sindicato. El resultado de todo ello es que la gente me veía como la persona del sindicato que les daba información y les contaba cuál era el plan y les mantenía al día; no se veían a sí mismos al lado de gente del sindicato que fuese también responsable de ayudar a lograr las cosas que decían que querían lograr. McAlevey decía que esto era un atajo; nosotras decíamos que era evitarle a la gente el que tuvieran que organizase. Suavizar la pregunta parece algo empático, pero, como cualquier otra medida de protección, resulta condescendiente y, como cualquier otro atajo, hace que a la larga las cosas acaben siendo más difíciles.

    Darme cuenta de que no era suficiente con caerle bien a la gente fue como una revelación. Tuve que aprender a estar más cómoda con el enfrentamiento y con los desacuerdos, con ponerle a la gente una elección delante y dejarles que la hicieran en lugar de diluir la tensión mediante sonrisas para encargarme yo misma del trabajo. Tenía que esperar más de los demás. Con otras organizadoras, interpretábamos los papeles de las conversaciones que más miedo me daban antes de tenerlas; después las reproducía una y otra vez en mi cabeza. Luché por ser diferente: la versión de mí misma que quería ser, alguien que pudiera causar un efecto en la gente y hacer claudicar al menos alguna esquinita del universo.

    No es sencillo ser tú misma el campo de una batalla por la hegemonía. No es como en la venerable cita de Whitman, «yo contengo multitudes»; a menudo se trata de una lucha dolorosa por la dominación que se produce entre varias subjetividades propias. Tienes un solo cuerpo y el día tiene veinticuatro horas. Lo que un organizador te pregunta es qué vas a hacer con todo eso, de manera concreta, ahora. Puede que no te guste tu propia respuesta. Tu thatcherista interna va a alzar la voz. No puedes acabar con ella de golpe; casi seguro que vas a ver que es una parte más grande de ti de lo que tú misma pensabas. Pero la organización hurga en los poros de tu conciencia práctica y te pide que optes por la parte de ti misma que quiere algo más que sentido común. Es perturbador. Puede resultar alienante. Y, aun así, a menudo sentía que por fin estaba haciendo encajar partes de mí misma que había intentado mantener separadas: lo que pensaba, lo que decía, lo que hacía. Para organizar a otra gente y para que te organicen debes tener en mente la lección que nos da Hall: la verdadera o la falsa conciencia no existen, no hay una subjetividad real que la organización vaya a descubrir o desmontar. Tú también, nos dice Hall, has sido moldeada por este mundo que tienes la esperanza de cambiar. Cuanta más distancia haya entre el mundo en el que quieres vivir y el mundo que ahora existe, más profundamente sentirás este cisma. La gente que está peleada con el hecho de organizar a las personas a menudo dice: «Yo no estoy hecha para esto». Nadie lo está: nadie nace siendo militante, sino que se convierte en una.

    * * *

    El carácter sobrio y no demasiado sexy que tiene la militancia a menudo se vuelve a romantizar en las loas que se le hacen al «trabajo real». Quienes defienden la militancia son quienes más probablemente vayan a recalcar que es una cosa aburrida. Para una generación que ha sido tildada de caprichosa y egocéntrica, la mundanidad y la monotonía son sinónimos de autenticidad, como una política de gente gris. La militancia apunta a un compromiso heroico más que a un diletantismo pasajero, un impulso muy noble por hacer algo en la vida real en lugar de estar compartiendo memes por Facebook o dando zascas a tus enemigos por Twitter. Es verdad que organizarse es el día a día de la política; lo que Ella Baker llamaba «tareas preliminares», el trabajo duro que prepara el terreno para la acción dramática. Pero yo nunca he entendido la acusación de que sea algo tedioso. Hacer campaña un día que se está haciendo eterno puede ser algo aburrido, pero del resto de cosas que van con la organización ninguna me ha parecido nunca tediosa. Más bien al contrario: nada me ha parecido más emocionante ni más desgarrador. No hay nada que me haya resultado tan difícil de hacer o que se haya hecho tan difícil dejar de pensar en ello.

    En The Romance of American Communism, Vivian Gornick cuenta una historia en la que pienso a menudo sobre una mujer joven a la que se le asigna vender el periódico del Partido Comunista, The Daily Worker.

    ¡Madre de Dios! ¡Cómo odiaba estar vendiendo el Worker! Solía plantarme delante del cine del barrio los sábados por la noche con náuseas y aterrorizada por dentro, y le tiraba el periódico a la gente que pasaba de largo o que me empujaba o incluso que me escupía en la cara. Le tenía pavor. Durante años estuve teniéndole terror durante toda la semana a los sábados por la noche […]. Dios, sentía que aquello me aplastaba. Pero lo hacía, lo hacía. Lo hacía porque si no al día siguiente no iba a poder mirar a la cara a mis camaradas. Y todas y todos lo hacíamos por la misma razón: todos respondíamos ante los demás.

    A mí nunca me escupieron en la cara, pero en el resto de las cosas me reconozco. Aunque yo nunca le tuve miedo a salir a organizar a la gente, a menudo me despertaba con un nudo en el estómago, pensando en las llamadas que tenía que hacer ese día y la gente a la que se supone que tenía que pillar por los pasillos después de clase. De hecho, era peor: la gente a la que me dirigía no eran extraños que me fuese a encontrar por la calle, sino amigos y compañeros. Era doloroso ver cómo se paraban a coger el teléfono o me apartaban la mirada en el vestíbulo. ¿Por qué demonios seguía yo haciendo eso?

    ¿Por qué iba a hacerlo quien fuera? ¿Por sus ideas políticas? Al principio puede que sí, yo no quería ser una revolucionaria de salón. Pero las convicciones ideológicas puras raramente sirven para predecir el aguante militante de una persona. Más importante es que el padre estuviera en un sindicato o, más probablemente, que la madre necesitara estarlo; que alguna amiga necesitara a alguien que cuidara de su criatura o que esa persona necesitara terapia. Estas son las cosas que de verdad importaban. Pero llegas a un punto en el que te pasas de frenada. ¿Estaba yo intentando organizar a la gente porque quería que el seguro me cubriese el dentista? Al ritmo que íbamos era poco probable que, de todos modos, yo fuese a disfrutar de ninguna de estas ayudas.

    Si buena parte de mi lucha diaria era contra la propia experiencia de la escuela de posgrado, también es verdad que durante mucho tiempo había estado buscando un sitio como el sindicato. Los años anteriores había acabado en la ONG de organización local después de unos meses como voluntaria en un colectivo anarquista en las ruinas de Nueva Orleans después del Katrina, frustrada por los límites que tiene el apoyo mutuo ante el derrumbe total de un Estado, y desde entonces había estado buscando algún tipo de actividad política que fuera al mismo tiempo transformadora y pragmática. Organizar era cosa de dialéctica. El sindicato conectaba nuestras demandas —que eran reales, pero no tenían exactamente una trascendencia histórica— con la larga tradición de luchas laborales, con la tarea actual de reconstrucción del poder de las y los trabajadores y con perspectivas de un futuro radicalmente diferente de cuya realización pudiéramos formar parte.

    Así que lo que exigíamos era lo básico, pero en última instancia estábamos organizándonos por el futuro de la vida académica, que estaba desmoronándose de manera evidente a nuestro alrededor; o para revivir el movimiento obrero, que en su mayor parte ya se había venido abajo; o porque era intolerable vivir en una ciudad tan segregada como lo estaba New Haven y no hacer algo al respecto. Que nuestro sindicato hubiese estado organizándose durante tres décadas era al mismo tiempo una motivación y una carga. Sabíamos de los éxitos y los errores del pasado, de los vínculos y las heridas; habíamos heredado esperanza y melancolía. En este sentido, no era muy diferente del conjunto de la izquierda: mucha historia, mucha lucha; en ocasiones demasiada. Sabíamos que teníamos exenciones en las tasas y salarios y acceso a asistencia sanitaria gracias al sindicato; aun así, el hecho de que todavía nadie hubiese logrado que fuera algo definitivo nos ponía los pies en la tierra. ¿Por qué íbamos a ser nosotros quienes lograran aquello en lo que muchas otras personas habían fracasado anteriormente? Pero resultaba tranquilizador: como la GESO había existido antes de que llegáramos nosotros, también lo haría después. La campaña por la sindicalización del sector del acero en Estados Unidos había necesitado casi cincuenta años; más recientemente, la de Smithfield Foods había necesitado veinticuatro.

    A veces lo que yo sentía era que estaba organizando el futuro del planeta entero, siguiendo un hilo deductivo que iba tal que así: el capitalismo iba a devastar el planeta; para luchar contra ello necesitábamos sindicatos fuertes, lo que exigía nuevas organizaciones, particularmente en sectores de bajas emisiones como la enseñanza, que a su vez requería construir el movimiento laboral académico; esto significaba que yo tenía que lograr que el departamento de ciencias políticas de Yale se metiera en el sindicato. Era una cosa absurda. ¿Se podía ser más quijotesca, más grandilocuente, más vanidosa? Nuestro estilo de organizar era intenso, a menudo absorbente, y yo eso también lo sabía. No siempre me gustaba. A menudo deseaba una vida buena, una vida sencilla, la vida intelectual que se supone que deben tener los académicos. ¿No podía simplemente ir a tal o cual manifestación los fines de semana antes de ir a hacer la compra, como hacía antes?

    Pero eso no había funcionado y la brecha entre lo pequeñas que eran todas las cosas que siendo realistas yo podía hacer y la enormidad de todo lo que quería que ocurriera era inmensa. A nivel intelectual yo era profundamente pesimista. El lapso en el que transformar la economía global para prevenir una muerte y una destrucción inenarrables se iba reduciendo cada día, y las fuerzas de la reacción iban creciendo a la misma velocidad. Así que lo que yo anhelaba era hacer algo ambicioso y dificilísimo: algo equiparable a la monstruosidad del mundo, con la distancia a la que se encontraba la utopía y la cercanía de la catástrofe. Había muchas cosas que quería cambiar, mucha gente a la que quería movilizar. En la lucha diaria por construir el sindicato y pasar por encima de nuestro jefe y de nuestras probabilidades vi algo que sentía desesperadamente que quería aprender.

    * * *

    La capacidad para entablar relaciones que requiere organizar a la gente es probablemente lo más difícil de comprender antes de haberlo hecho, pero es lo más importante. No porque la gente esté gobernada por emociones en lugar de por la razón, aunque a veces sea así, sino porque el problema de la acción colectiva es que es racional actuar de manera colectiva allí donde no lo es actuar en solitario. Y la colectividad la vas construyendo pieza a pieza.

    Organizar relaciones puede ser una cosa utópica: en el mejor de los casos, ofrece el sueño feminista de intimidad más allá de las relaciones románticas o de la familia. En el sindicato yo quería a gente a la que no conocía demasiado bien. En las reuniones a menudo me veía a mí misma sobrecogida por la fascinación y la ternura que me despertaban la valentía y la sabiduría de la gente que estaba allí conmigo. Llegué a pensar en muchas de esas personas a las que había reclutado como alguno de mis mejores amigos. Cuando necesitaba ayuda, siempre había gente a la que podría llamar, gente que siempre iba a cogerme el teléfono, gente con la que podía hablar de lo que fuera. Estas relaciones muchas veces fueron una fuente de cuidado y apoyo en un mundo en el que estas cosas no abundan. Pero no eran solo amistades, y no eran solo un sostén emocional. La gente a la que acudía en busca de apoyo era también la gente que me pedía un esfuerzo cuando hacía falta, cosa que yo también hacía; yo sabía que el pacto era ese.

    Nuestras relaciones forjaban los compromisos prácticos entre unos y otras que mantenían el sindicato unido. Nos hacían responsables frente a los demás. Eran complejas y tenían múltiples aristas, a menudo resultaban frustrantes, profundamente vulnerables y potencialmente transformadoras, pero no menos capaces que cualquier otra relación de caer en descuidos, de herir, de traicionar, y siempre con mucho trabajo a cuestas. Estábamos constantemente construyéndolas y probando sus límites, exigiéndonos más cuando más cerca estábamos del resto. Tenían que soportar un peso enorme. En momentos bajos, me preguntaba a mí misma si serían algo más que relaciones instrumentales. Sin embargo, lo que me preguntaba con más frecuencia era qué es lo que podía resultar tan inquietante de que algo fuera útil que lo hacía parecer una amenaza de contaminación de todo lo demás.

    Según Jodi Dean, la palabra camarada denomina una relación política, no personal: eres el o la camarada de alguien no porque te caiga bien sino porque estás en el mismo lado de una batalla. Los y las camaradas no son vecinos, ciudadanos o amigos; no son un tipo de familia, aunque puedas llamarlos «hermano» o «hermana». El o la camarada no tiene raza, género o nación. (Hay un meme que dice: «Mi pronombre de género neutro favorito es “camarada”»). Las y los camaradas no son individuos únicos; son «múltiples, remplazables, fungibles». Puedes ser camarada de millones de personas a las que nunca has conocido y nunca conocerás. Vuestra relación se basa en última instancia en el proyecto político que compartís. Para mucha gente no comunista, admite Dean de manera clara, este instrumentalismo es una cosa «horrible»: una confirmación de que el comunismo implica asimilarse a los Borg. Pero la homogeneidad de la camaradería es en cierto modo una igualdad genuina.

    Dedicarse a la militancia organizativa es en cierto sentido como ser camarada de alguien, pero en otro sentido es distinto. La gente junto a la que trabajas pueden ser camaradas, pero la gente a la que organizas no suelen serlo; la clave de organizar a la gente es, a fin de cuentas, ir más allá del grupo de personas que ya están de tu parte y ganarte a todos los que puedas. Así que no puedes dar por hecho que la gente a la que te diriges comparte tus mismos valores; de hecho, por lo general deberías dar por hecho lo contrario. Esto significa que, a diferencia de las y los camaradas, los organizadores no son intercambiables. Es importante quién seas tú. La teoría que tiene McAlevey acerca del militante organizativo se basa en que a la gente la tienen que organizar personas a las que conozcan y en quienes confíen, no extraños que afirmen tener las ideas correctas. El SNCC iba en busca de «gente potente», no necesariamente los líderes habituales, sino personas respetadas y fiables para sus afines, con la idea de que la gente solo iba a participar en acciones políticas arriesgadas junto a individuos en los que confiase. Cuando las organizadoras son un reflejo de la gente a la que organizan, ganan: cuando son mujeres negras las que organizan a otras mujeres negras, según demuestra un artículo del año 2007 de Kate Bronfenbrenner y Dorian Warren, ganan en el noventa por ciento de las elecciones. Esto funciona en ambos sentidos: cuando eran mujeres y gente racializada las que llevaban a cabo la organización de mi departamento, a menudo se hacía difícil lograr que los hombres blancos nos tomaran en serio.

    Aun así, el elemento de camaradería en la organización también puede abrir el espacio a la construcción de relaciones con personas que están más allá de esos límites. No es que la clase y la raza y el género desaparezcan, superados por la causa, sino que la necesidad de trabajar juntas para alcanzar un fin compartido sienta las bases de un espacio común que hace posible relacionarse en la diferencia y hace que sea esencial descubrir cómo hacerlo. Es por eso por lo que los encuentros con la gente son a solas y hablas sobre aquello que a ambos os importa, es por eso por lo que te abres ante alguien a quien solo conoces por ser tu compañero o compartes con un extraño cosas que difícilmente tratarías ni siquiera con tus amigos. Es por eso por lo que lloré con mi organizadora por lo humillante que eran las jerarquías de mi universidad cuando ni siquiera habría admitido ante nadie que era algo con lo que tenía que lidiar. Estos cara a cara son algo contracultural: las conversaciones que tienes en ellos ponen en cuestión las expectativas que tienes por defecto sobre con quién puedes relacionarte, te sacan a la fuerza de las categorías demográficas que ordenan la mayor parte de tu vida y los guiones que te has aprendido para interactuar con la gente de acuerdo con ese orden. Generas confianza con gente en la que no tenías razón para confiar, no solamente afirmando tu compromiso con un proyecto compartido, tu devoción por los Borg, sino llegando a comprender qué es lo que trajo allí a la otra persona.

    * * *

    En agosto de 2016, la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo publicó la decisión que el movimiento obrero académico había está esperando durante toda la etapa presidencial de Obama y declaró que los trabajadores de posgrado podían optar a cobertura laboral. Los estudiantes de posgrado de todo el país llevábamos tiempo diciendo que éramos trabajadores de pleno derecho y se mencionó esta tarea como una de las razones de por qué esto era así. La semana posterior nuestro sindicato se sometió a votación en diez departamentos. De repente se convirtió en una cosa muy real para todo el mundo.

    La primera reunión de mi departamento después de que nos presentáramos se pasó de la hora respecto a lo planeado. Casi todo el mundo dentro de ciencias políticas era miembro del sindicato, al menos sobre el papel, pero no todos tenían claro por qué tendrían que votar que sí. ¿De cuánto serían las deudas?, ¿qué iba a poner en nuestros contratos?, ¿el sindicato nos iba a obligar a ir a la huelga?, ¿lo harían otras secciones de la universidad?, ¿lo haría el sindicato internacional al que estábamos afiliados?, ¿por qué procedimientos de decisión nos íbamos a regir?, ¿con qué procedimientos de decisión estábamos funcionando hasta ahora?, ¿teníamos estatutos?, ¿iba Yale a contraatacar?, ¿por qué enfangarnos en algo que ya iba bastante bien?, ¿y, de todos modos, quién nos había elegido a las y los organizadores? Mucha gente tenía sospechas respecto a la militancia organizativa: decíamos que los estudiantes de posgrado deberían poder elegir si querían un sindicato, pero aquí estábamos, intentando convencerles de que sí que lo querían. No parecía una cosa muy democrática. ¿Por qué no votar directamente? Incluso podíamos hacerlo online, por entonces el software ya era bastante bueno.

    Yo creía que el sindicato era un sitio profundamente democrático; después de todo, estábamos buscando una forma de gobernarnos a nosotros mismos en el trabajo y de pedirle a más gente que se involucrara en ello. Pero la democracia era algo más que agrupar nuestras inclinaciones individuales o sumarse a los procedimientos; tenía más que ver con el intento de encontrar una voluntad general. Lo que afirmábamos es que éramos un pueblo, y eso implicaba llegar a vernos a nosotros mismos como parte de un colectivo, no simplemente como una muestra de actores racionales. Un politólogo del departamento dijo que lo que queríamos era que no hubiera dominación; las cosas ahora nos iban bastante bien, pero éramos vulnerables ante la arbitrariedad del poder. Esto cayó sorprendentemente bien entre los empiristas. ¡Por fin!, ¡la discusión académica que tanto había anhelado! En todo caso, sí que era cierto que lo que yo quería era que mi postura convenciera a la gente. Creía que el sindicato funcionaba bien y que era importante, quería que le dieran el visto bueno. Pero no quería solo sus votos, quería que quisieran el sindicato. Sin ellos, no habría sindicato.

    Me pasé el otoño haciendo campaña como si me fuera la vida en ello. Yo, que de toda la vida había sido un animal nocturno, empecé a madrugar para ir a reuniones por las mañanas. Me despertaba con una ristra de mensajes sobre los planes que teníamos ese día —en qué punto estaban las cosas con tal demanda, con quién tenía que hablar para que la firmase, con quién tenía que hablar para poder hablar con tal persona, para cuándo se esperaban noticias sobre lo que hubiese avanzado— e intentaba quitarme la ansiedad de encima mientras me duchaba. Por la mañana todo me daba pavor, pero, una vez salía de casa, por lo general me encantaba mi rutina. Era larga y agotadora. Resultaba sorprendente cuantísimo trabajo requería cada cosa, cuantas pequeñas crisis podían estallar a lo largo de un día, cuántos eventos que se venían planeando desde hacía tiempo se basaban en apaños de última hora. Me encontraba con gente a la que yo misma había organizado; me encontraba con quien había hecho que yo me organizarse; me encontraba con grupos de organizadores. En mi departamento, en el sindicato, por toda la ciudad. Estaba al teléfono constantemente. Engullía barritas de proteínas entre una reunión y otra y trozos grasientos de pizza del local que hacía las veces de punto de reunión oficioso del sindicato. Las últimas citas terminaban a eso de las ocho; luego iba al gimnasio y corría en la cinta mientras a la vez iba mandando mensajes sobre las últimas informaciones, cagándome en los debates presidenciales de la CNN y exasperándome si veía que alguien estaba despotricando sobre política en Facebook pero a mí no me respondía. Compartía piso con otros dos estudiantes de posgrado y un grupo de amigos que iba rotando, que se habían ido de New Haven hacía mucho pero que ahora habían vuelto para hacer campaña y que ahora se estaban quedando en nuestra casa durmiendo en un colchón inflable dentro de lo que, básicamente, era un armario grande. Cuando ya de noche volvía a casa me comía unos huevos en una tostada, la única comida que me dignaba a preparar, y me ponía a mandar emails, muchísimos emails.

    A veces estaba amargada: ¿cómo había dejado que a mi vida le pasara esto? Había empezado por preguntarle de tanto en cuanto a un par de personas que firmaran alguna petición y aquello había ido progresando gradualmente y empecé a presentarme donde se me requiriera y de algún modo había acabado de responsable de todo mi departamento. A veces me sentía atrapada: si lo dejo, cosa que muchas veces quería hacer, estaría dejando tirados a mis compañeros, a mi departamento, a todo el sindicato, a gente de otros sindicatos de Yale, a nuestros aliados en New Haven, a las limpiadoras de hotel de todo el país cuyas aportaciones estaban pagando nuestra campaña, a todos los estudiantes de posgrado que alguna vez hubiesen militado en el sindicato en los últimos treinta años. En los momentos de mayor enfado culpaba a la gente que me había hecho militar por primera vez. No me habían contado que esto iba a acabar así, que la militancia se iba a apoderar de mi vida entera. Entendía por qué la gente se mostraba reticente antes de empezar a hacer esto. Me daba cuenta perfectamente de cómo podía escalar la cosa. Pero muchas veces también me enfadaba con esa gente. ¿Cómo se creían que ocurrían las cosas? ¿Quién esperaban que hiciera todo el trabajo?

    No era justo. De hecho había muchas personas dispuestas a hacer un montón de cosas. Según se iban acercando las elecciones, nuestra gente fue de un mitin a otro, explicaban cada nueva modificación. Se quedaban a escuchar todas las sesiones de la Junta Nacional de Relaciones del Trabajo, en las que las que la facultad afirmaba que no aportábamos nada a la universidad, y quedaban para ir a los despachos de los administradores y entregar peticiones en las que decían que queríamos formar un sindicato. Se sacaban fotos en apoyo al sindicato, llevaban chapas del sindicato al asistir a clase y al dar clase, cumplimentaban quejas y escribían columnas sobre las cosas que querían que constasen en un contrato sindical. Eran gente honesta sobre los recelos que tenían, pero también sobre por qué tenían tantas ganas de ganar.

    La noche de las elecciones presidenciales de 2016 no me fui a la cama hasta tarde. Me desperté pocas horas después del discurso triunfal de Trump para ir a una reunión del sindicato, de resaca y agotada pero agradecida por tener algo que hacer. Por lo menos nuestras elecciones eran algo aún por llegar y yo estaba más decidida que nunca a ganarlas. Estuve yendo a reuniones todos los días durante los seis meses siguientes, por lo general a más de una, y me sentía agradecida por cada una de ellas. Mi familia y los amigos que vivían en otras partes mostraban desesperación, depresión, miedo. Pero yo no estaba haciendo ningún duelo, ¡yo estaba militando! Estaba en una nube de euforia justificada. Estaba segura de que, si todas las personas del país que pensaban como yo estuvieran haciendo lo mismo que yo, las cosas serían muy distintas. Demostraríamos que la izquierda podría ganar a pesar de Trump.

    Pero si la ola de la historia aún estaba subiendo, cada vez parecía más probable que nos fuese a aplastar y no que nos fuese a llevar a la victoria. Habíamos previsto votar a finales de 2016; también habíamos previsto que Clinton sería presidenta. Trump había sido considerado con los trabajadores, pero las organizaciones laborales aún lo tenían en su punto de mira. Al final nuestras elecciones se convocaron a finales de enero, pocos días después de la toma de posesión de Trump. Votamos pocas semanas después.

    En la víspera de las elecciones, me di cuenta de que nunca había deseado algo con tanta fuerza en mi vida y que nunca había querido algo sobre lo que a fin de cuentas tuviera tan poco control. Había hecho campaña todo lo que había podido, pero, en última instancia, la gente tomaría su propia decisión. Después de una vida en busca de logros personales, era una sensación extraña desear algo que solo podría obtener si otra gente también lo deseaba. Y si, por un lado, la organización política fue un ejercicio de aprendizaje de que se puede hacer mucho más de lo que piensas —que puedes hablar con la gente, descubrir que quieren las mismas cosas que tú y luchar juntos—, también fue una lección sobre sus límites. Es tan simple como que no puedes hacer que alguien haga lo que ha decidido no hacer.

    En mi departamento ganamos, y lo hicimos con el número de votos exactos que habíamos previsto. Y ganamos en todos los demás departamentos en los que nos habíamos presentado excepto en uno, en la mayoría por goleada. Aquella noche cantamos «Solidarity Forever» mientras nos abrazábamos en el edificio donde habían tenido lugar las elecciones y, más tarde, cuando cerró el bar e íbamos bajando por la calle que llevaba a mi casa, balbuceábamos las estrofas pero el estribillo lo cantábamos a pleno pulmón.

    * * *

    Aquello no fue el final. Necesitábamos un contrato, lo que significaba que teníamos que lograr que la universidad se sentara a negociar, algo que evidentemente no tenía intención de hacer. Nuestra mejor opción era lograr que la junta certificara el resultado electoral antes de que Trump nombrara a una mayoría republicana; llegados a ese punto, Yale ya no tendría más recursos legales y tendría que saltarse la ley para acabar con nuestro sindicato. Pero mientras, simplemente podían ir dejando que pasara el tiempo durante meses de apelaciones legales. (Por aquel entonces ya nos habíamos convertido en gente experta en las disfuncionalidades del derecho laboral a nivel federal). Teníamos que conseguir que la administración diera su brazo a torcer, pero solo quedaban una pocas semanas de semestre. Los cerca de treinta miembros del organismo ejecutivo interdepartamental del sindicato, elegidos nominalmente por los departamentos, pero que virtualmente ocupábamos el cargo en virtud de nuestra disposición a hacer una cantidad inhumana de trabajo orgánico, decidimos hacer lo que pudiéramos en el tiempo del que disponíamos: afrontaríamos un mes de acción intensiva para hacer que Yale se abochornara y se retractase. En el centro de la campaña se colocaría un grupo de miembros del sindicato que harían huelga de hambre de manera rotativa pero continuada. Esta huelga fue lo verdaderamente escabroso, algo sobre lo que estuvimos debatiendo durante dos días intensos de reuniones; era lo que parecía agudizar la tensión entre lo relativamente cómodo de nuestra posición y nuestro compromiso de plantear una batalla total con la administración. ¿Acaso no eran las huelgas de hambre la táctica que seguían los presos y otras personas que actuaban en posiciones de debilidad, sin posibilidad de utilizar nada más que su cuerpo? ¿No era esto ir demasiado lejos, incluso para nosotros? Al principio yo me había mostrado escéptica; una huelga no me parecía inapropiada sino vergonzosa, como algo que haría un grupo pequeño de universitarios excesivamente entusiastas. Esto era un sindicato bien organizado con cientos de miembros que acababa de conseguir una victoria electoral; estaba claro que podíamos hacerlo mejor. Pero no me imaginaba organizando una huelga en un mes. El sindicato UNITE HERE había utilizado en el pasado la táctica de las huelgas de hambre, siguiendo las huelgas de César Chávez para la Unión de Campesinos. Llegué a la conclusión de que esa iba a ser nuestra mejor opción y me puse a convencer de ello a otras personas.

    De la noche a la mañana el sindicato se convirtió en un grupo insurreccional que prácticamente acabó participando en una guerra de guerrillas. Durante un mes estuvimos todos los días haciendo todo lo posible por subvertir el día a día de la universidad y hacer que fuera imposible que Yale nos ignorase. Montamos conatos de acciones para distraer a los polis de Yale, levantamos una estructura inmensa delante del despacho del presidente en Beinecke Plaza e hicimos una acampada frente al reloj para defenderla, dispuestos a ser arrestados si la desmantelaban. La primera noche, decenas de personas —sindicalistas, empleados de la facultad, estudiantes, amigos, simpatizantes— permanecieron en la estructura hasta por la mañana, leyendo y hablando y corrigiendo exámenes y jugando a juegos, en lo que fue una especie de prefiguración de la utopía académica por cuya conservación yo sentí que hubiese hecho lo que fuera. Yale tomó la sabia decisión de dejarlo estar. Para señalar cómo Yale se cargaba el sindicato, descolgamos unas pancartas en la biblioteca de la facultad de economía en las que ponía trump university e hicimos que un miembro de la facultad escribiese en The New York Times sobre nuestra huelga de hambre. Estuvimos con cánticos frente a la casa del presidente, a la que le acababan de hacer una renovación de diecisiete millones de dólares, y los domingos por la mañana frente a las mansiones que tenían en Greenwich los miembros de la junta, mientras sus vecinos iban dando vueltas montando a caballo, literalmente. Creía que íbamos a ganar: mi inteligencia y mi voluntad estaban perfectamente alineadas. Ni me lo pensé dos veces antes de hacer huelga de hambre durante nueve días. En buena medida era más fácil que hacer de organizadora: todo lo que tenía que hacer era no comer. En un email frenético que le envíe a una amiga cuando llevaba seis días, dije que era algo «extrañamente calmado». Mi madre se preocupó, pero también se sumó: se enfrentó públicamente a Gina Raimondo, una de las consejeras de la Yale Corporation —y que hasta entonces a mi madre le había caído muy bien por ser la primera mujer gobernadora de Rhode Island— por no apoyar al sindicato mientras su hija se estaba quedando esmirriada.

    La universidad fue dejando que amainase el aluvión de prensa negativa y desmontó la estructura después que hubiese acabado el semestre, cuando el campus se encontraba en calma a las tantas de la madrugada y antes del fin de semana dedicado a los exalumnos. Más adelante, ese mismo verano, mis organizadores me pidieron que me tomara una excedencia de la escuela de posgrado y que me dedicara a tiempo completo a organizar los siguientes pasos de la campaña por el contrato sindical en otoño. En cualquier momento —¡en cualquier momento!— la junta nos iba a dar los últimos certificados. Estaríamos en una posición fuerte para elevar el conflicto de nuevo cuando en otoño la escuela volviese a abrir.

    Me daba cuenta de que teníamos que elevar el conflicto; era consciente de que podía ser de ayuda. Lo que pasa es que no quería. En cuanto la euforia del mes de acción había remitido, yo me hundí. Estaba agotada. Mi fuerza de voluntad flaqueaba. No quería estar llamando un día tras otro a gente que estaba cabreada por todo el drama de la huelga para pedirles que charlásemos sobre ello, para hablar de que, aunque todavía no lo habíamos hecho, aún podíamos ganar, pero solo si hacían un par de cosas más. No quería pasarme el día en peleas menores, recibiendo yo la energía negativa de la gente e intentando generar la que hacía falta para luchar aún un poco más. Siempre había un siguiente paso; estaba empezando a darme cuenta de siempre lo iba a haber. Quería mudarme a Nueva York y acabar la disertación y tomarme los fines de semana libres, al menos pasármelos trabajando en mis propios proyectos, como todo el mundo. Dejé el apartamento de New Haven y empecé a planificar la mudanza.

    * * *

    Pero no me fui. A alguna gente le pareció que me habían lavado el cerebro: había dicho una y otra vez que de ningún modo iba a volver, y ahí estaba. ¿En qué me había convertido el sindicato?

    Nadie me estaba obligando a quedarme; nadie podría haberlo hecho. Otros organizadores podían decirme por qué pensaban que debía quedarme, pero si realmente hubiese tomado la resolución de irme, podría haber vivido con ello. Ya una vez había decidido no pedir una excedencia para irme a ejercer de organizadora, pero esta vez la decisión me había corroído por dentro. La euforia de primavera se había ido escorando hacia el otro extremo. Todo lo que veía era miedo y culpa por todas partes. Tenía claro que me iba a arrepentir de cualquiera de las dos decisiones.

    ¿Por qué me quedé? En resumen, por la misma razón por la que había hecho todo lo demás. Me gustaba quién era yo cuando daba la cara con otra gente, una y otra vez. Era más valiente y amable, más generosa y más segura. Quería vivir en un mundo en el que mi voz se tuviese en cuenta, donde pudiera ver a la gente a mi alrededor como camaradas en lugar de como competidores. El sindicato era algo imperfecto por cosas que yo conocía tan bien como cualquiera, pero era lo más cerca que había estado de un mundo así, y, sencillamente, no podía convencerme a mí misma de que en ese momento, en esos pocos meses, hubiera algo que importase más que intentar que se hiciera realidad.

    No ganamos. La junta guardó silencio durante todo el verano. En otoño fueron confirmados aquellos a quienes había nombrado Trump. En el sindicato todo se vino abajo. Habíamos estado durante meses en lo que se suponía que era la recta final. Le habíamos estado pidiendo mucho a la gente durante mucho tiempo, nos habíamos exigido mucho los unos a los otros para cumplir los objetivos de público en los mítines y los objetivos de firmas en las peticiones. En el impulso por hacer que Yale se sentara a negociar, este grupo de organizadores ultracomprometidos había sobresalido por encima del resto y seguía en marcha; la mayoría habíamos prolongado nuestra vinculación con el departamento todo lo posible, con la expectativa de que, una vez hubiésemos ganado, todo el mundo se fuese a sumar. Habíamos aceptado estas dificultades como precio por lograr la victoria. Pero la victoria siempre parecía estar a la vuelta de la esquina siguiente. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? Según se iban desvaneciendo nuestras promesas, lo mismo fue ocurriendo con la confianza depositada en los líderes del sindicato, que se basaba al menos parcialmente en la idea de que sabíamos lo que estábamos haciendo. Todas las frustraciones, las críticas y los resentimientos reprimidos en nombre de la victoria salieron a la superficie: el sindicato no era democrático, deliraba, instrumentalizaba y manipulaba. Me las deseé para que se mantuviera unido en lo que fueron los peores meses de mi vida y en invierno me mudé a Nueva York, solo un poco más tarde de lo previsto.

    * * *

    Cuando dejé la militancia organizativa, mi vida volvió a ser normal; al menos, todo lo normal que había sido antes de la escuela de posgrado, cuando leía sobre política y pensaba en política y hablaba sobre política y escribía sobre política pero apenas hacía nada de política. Leí más, dormí más, comí mejor. Veía más la tele. En muchos sentidos mi vida era más agradable. Como a Brecht, a mí me gustaría ser sabia también. Pero no está en tu mano escoger los tiempos en los que vives. Y, en unos sombríos, yo sabía que no estaba haciendo nada de valor.

    Estuve esperando a que alguien me invitase a alguna reunión. No lo hizo nadie. Hubo muchos días en que no hablaba con ninguna persona: es sorprendente la cantidad de tiempo que una puede pasar sola. Lloraba menos; me reía menos. Me preocupaba el mercado de trabajo y lo que pensaría de mí gente a la que no conocía. ¿De verdad que este ser ansioso y egocéntrico era alguien más auténtico que la personalidad que yo misma me había intentado labrar? Ojalá no lo fuera.

    Seguía pensando todo el tiempo en la militancia. Leía y leía, intentando comprender qué había ocurrido, qué es lo que no había funcionado. Pude ver situaciones distintas, distintos estilos de organización, intereses distintos, pero los mismos conflictos, las mismas tensiones, los mismos derrumbes. The Romance of American Communism acaba con una nota trágica: al final Gornick comprende el desconsuelo de las personas comunistas entre las que ella había crecido cuando observa cómo el movimiento feminista al que ella pertenecía se disuelve en medio de las hostilidades. Llega a pensar que lo que revelaba este destino era el «sufrimiento que se halla en el corazón de la radicalidad», la «magnífica amargura» de la autocreación. Pero esta no es la parte de este ensayo en la que llego a la conclusión de que la vida política es algo trágicamente imposible. Es la parte en la que intento descubrir cómo volver a ella.

    El manual que publicó el grupo Labor Notes bajo el título Secretos del éxito de un organizador termina con un secreto para el organizador que no conoce ese éxito: «Una verdad incómoda sobre la militancia organizativa: vas a fracasar muchísimo. Vas a perder más veces de las que vas a ganar». Si el secreto para ganar no es tan secreto —tienes que militar y militar y militar de manera que junto a todas las victorias y retrocesos empiecen a acumularse algunas victorias—, entonces quizá la cuestión de cómo ganar sea simplemente una cuestión de cómo seguir haciéndolo, después de ganar y después de perder.

    El sindicato siguió adelante. Me da miedo no volver a hacer nada como aquello y también me da miedo volver a hacerlo.

    La ilustración de cabecera es «Les trois personnages», de Aurélie Nemours (1910-2005). El texto ha sido traducido del inglés por el colectivo Espectre Verd.

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  • Todo el campo

    Por Max Krahé.

    Este artículo fue originalmente publicado bajo el título The whole field en Phenomenal World, revista de economía política y análisis social. 

    En los últimos años, se ha desarrollado un intenso debate sobre los programas y la política de la transición verde[1]. Pero, tras un breve pico, el momento político que dio nueva vida a este tema parece estar retrocediendo. La agenda de Biden ha perdido impulso, la inflación ha pasado a ser el centro de atención y las perspectivas a corto plazo de una legislación tipo Green New Deal se han desvanecido. Sin embargo, con la pandemia de Covid-19 se rompió un dogma económico muy arraigado, y justo cuando la economía política de una transición verde parece más difícil que nunca, el debate político está floreciendo. Ha llegado, pues, el momento de reflexionar sobre los medios estratégicos y las perspectivas políticas de la transformación verde.

    En cuanto a los medios, la planificación será esencial. El enfoque, la energía y la reducción de la incertidumbre de una planificación bien ejecutada son esenciales para afrontar el reto que tenemos ante nosotros, dado el alcance y la velocidad de la transición, que serán necesariamente amplios. Las alternativas –depender de la toma de decisiones locales independientes o de la coordinación basada en el mercado– van desde lo inviable hasta lo intolerablemente arriesgado.

    En cuanto a la política, la situación es complicada pero no desesperada. Ya no es evidente que el marco del Green New Deal –que vincula la desigualdad con la política climática– vaya a tener éxito. En las sociedades desiguales que habitamos, esta estrategia genera tantas coaliciones de oposición como de apoyo. Además, teniendo en cuenta su historial y la debilidad de sus planes, no podemos depositar esperanzas en que unas élites racionales y con visión de largo plazo actúen preventivamente. Sin embargo, como en la naturaleza, hay puntos de inflexión en la política. Debemos fijarnos en ellos si queremos generar la voluntad política necesaria para planificar la transición.

    Diseñar la transformación

    El legítimo debate sobre el futuro de la sostenibilidad no versa sobre los fines –acercar la vida humana en la Tierra a los límites planetarios– sino sobre los medios. ¿Qué hacer, en estas circunstancias?[2]

    La respuesta es bastante sencilla: reducir a cero las emisiones netas de gases de efecto invernadero, renaturalizar buena parte de la tierra, reducir gradualmente el consumo de proteínas animales y transformar el uso de materiales a una economía circular. Pero la ejecución es diabólicamente difícil: cerrar todas las minas de carbón y los pozos de petróleo y gas es una prioridad obvia[3], pero ¿en qué orden, cuándo y dónde? ¿Qué pasa con las fábricas y las centrales eléctricas? ¿Empezamos por la fábrica de coches de Ford en Colonia (Alemania), la moderna central eléctrica de gas de West County en Palm Beach (Florida), la acería integrada de Port Talbot (Gales) o los mataderos de cerdos cerca de Sioux Falls (Dakota del Sur)? ¿Deben cerrarse o reconvertirse? ¿En qué plazos y para qué? ¿Qué deberían hacer los trabajadores de estas plantas? ¿Qué zonas de la tierra deberían retirarse de la agricultura o de otros usos humanos y volver a ser silvestres? ¿Cómo deberían repartirse estos ajustes entre el Norte Global y el Sur Global?

    Y lo que es igual de importante: ¿en qué alternativas se debe invertir? ¿Cómo se pueden satisfacer de forma sostenible las necesidades masivas de vivienda, alimentación, movilidad, atención sanitaria y educación? ¿Desde qué fábricas, utilizando qué materias primas y tecnologías?

    Rápidamente, los detalles prácticos de la transformación convergen en torno a una vieja cuestión: cómo coordinar una compleja división del trabajo. Lo hacen en nuevas circunstancias pero enfrentándose a los mismos retos: ¿qué debe producirse, quién debe hacerlo y quién debe recibirlo? ¿Quién lo decide, según qué directrices y principios, y con qué responsabilidad y ante quién? ¿Cómo se consigue que las elecciones de cada uno encajen con las de todos?

    Las respuestas a estas preguntas pueden dividirse a grandes rasgos en tres categorías: toma de decisiones independientes desde lo local, coordinación basada en el mercado, y planificación[4]. Un estudio de sus respectivos puntos fuertes y débiles muestra que, dada la tarea que tenemos por delante, la planificación es clave.

    Los límites de la toma de decisiones local

    La primera categoría, la toma de decisiones local independiente, tiene evidentes resonancias con la historia del movimiento ecologista[5]. Sin embargo, como técnica de coordinación, la toma de decisiones local tiene un alcance intrínsecamente limitado: la verdadera reducción de la producción a nivel local implicaría probablemente renunciar a las comodidades básicas de la vida moderna, lo que la haría políticamente inviable. Si se intenta preservar las redes de producción extensas, el localismo o bien fracasa en su coordinación, o bien converge en la coordinación de mercado o planificada[6].

    ¿Los mercados al rescate?

    Dada la trayectoria de los experimentos económicos a lo largo del siglo XX, la coordinación del mercado es el medio preferido por poderosos grupos de interés de todo el espectro político. Y de hecho, aunque tiene importantes defectos, la coordinación basada en los mercados es una poderosa tecnología social.

    ¿Cómo funciona en la práctica? Una buena descripción se encuentra en el clásico de Hayek El uso del conocimiento en la sociedad:

    Supongamos que en algún lugar del mundo ha surgido una nueva oportunidad para el uso de alguna materia prima, digamos el estaño, o que se ha eliminado una de las fuentes de suministro de estaño. No importa para nuestro propósito –y es muy significativo que no importe– cuál de estas dos causas ha hecho que el estaño sea más escaso. Todo lo que los usuarios de estaño necesitan saber es que […] [porque los precios del estaño han aumentado] en consecuencia deben economizar estaño. […] el efecto se extenderá rápidamente por todo el sistema económico e influirá no sólo en todos los usos del estaño, sino también en los de sus sustitutos y en los sustitutos de estos sustitutos, en el suministro de todas las cosas hechas de estaño, y en sus sustitutos, y así sucesivamente.[7]

    A diferencia de la planificación, argumentaba Hayek, la coordinación del mercado no requiere que nadie «inspeccione todo el campo». En cambio, los mercados entrelazan muchos «campos de visión individuales limitados» a través de las señales de los precios, como el aumento del coste del estaño. De este modo, los mercados movilizan el conocimiento tácito y local disperso entre diferentes personas y coordinan las diversas acciones así emprendidas, sin necesidad de ningún plan o visión global.

    ¿Cómo puede utilizarse este mecanismo para coordinar la transición hacia la sostenibilidad? La opción por defecto es poner un precio a las externalidades. Para generar esta nueva señal, se cuantifica el problema en cuestión –ya sean emisiones, uso de la tierra, uso de fósforo o nitrógeno–, es decir, se obliga a las empresas a registrar sus emisiones de CO2, su uso de nitrógeno, sus residuos de plástico, etc. Una vez cuantificado, se pone un precio a cada incremento, ya sea con un impuesto o con un sistema de tope y comercio. Los precios cambian y el mecanismo hayekiano impulsa los cambios correspondientes en la división del trabajo.

    Otra posibilidad es decretar medidas directas en las fases previas del proceso -prohibición de la extracción de combustibles fósiles y del uso de la tierra- y dejar que los precios se ajusten al nuevo panorama de la oferta.

    Una vez modificados los precios, todo lo demás procede como antes: el mismo algoritmo de competencia de mercado, pero trabajando con datos actualizados. A través de los efectos de los precios de primera y segunda ronda, los nuevos precios se filtrarán por el sistema económico, de modo que los ajustes se producen no solo en la producción y el uso de los combustibles fósiles, sino también en sus «sustitutos y los sustitutos de estos sustitutos, la oferta de todas las cosas [relacionadas con los combustibles fósiles], y sus sustitutos, etc.». Este es el poder del mecanismo de mercado, especialmente cuando se combina con prohibiciones y mandatos claros.

    Aunque es potente, la coordinación a través del mercado plantea tres problemas en el caso de la transición hacia la sostenibilidad: el conocimiento, la precaución y la dependencia del camino. Estos problemas hacen que una confianza excesiva en los mecanismos de mercado sea arriesgada, de hecho demasiado arriesgada para que los mercados actúen como la única o principal herramienta para coordinar la transición.

    El problema del conocimiento surge de la siguiente forma. En tiempos de calma y estabilidad, el éxito comercial de una nueva tecnología o industria es una señal fiable para la inversión. Tomemos el caso de los teléfonos móviles y su infraestructura de red. A pesar de una serie de fallos del mercado[8] , los precios y los beneficios comunicaron un conocimiento sobre productividad y prosperidad, atrayendo el capital hacia una industria en alza. Se construyeron redes de comunicación (al menos en zonas densamente pobladas) y se produjo un proceso schumpeteriano de destrucción creativa que cambió el perfil tecnológico del sector de las comunicaciones.

    Sin embargo, cuando los precios cambian rápidamente, el proceso schumpeteriano puede perder el norte. En un contexto de incertidumbre generalizada, ni las empresas ni los inversores financieros sabrán qué tecnologías y modelos de negocio tendrán éxito mañana. Si bien esto no acaba necesariamente con la inversión, tiende a hacerla azarosa: al igual que el concurso de belleza keynesiano[9] , las inversiones financieras pueden llegar a ser rentables sólo si un número suficiente de inversores cree que son una buena inversión. Las burbujas y las profecías autocumplidas se imponen[10], desvirtuando la fiabilidad de la lógica del mercado. Pueden expandir (o forzar el cierre de) las tecnologías e industrias adecuadas, pero también de las equivocadas[11].

    En tiempos de volatilidad, los mercados de inversión pierden así su orientación: comunican expectativas –caprichosas y sujetas a caprichos y modas– en lugar de conocimientos. Incluso cuando se ajustan con la fijación de precios de las externalidades, pueden guiar la actividad económica en la dirección equivocada.

    El problema de la cautela también surge de la volatilidad y la incertidumbre. Cuando las empresas no están seguras de las perspectivas económicas futuras, suelen responder reduciendo la inversión real, prefiriendo la liquidez a los activos fijos y el pago de dividendos o la recompra de acciones a la financiación de nuevas aventuras empresariales. Incluso cuando se evita el problema del conocimiento, y la fijación de precios por externalidades o las prohibiciones en la fase previa modifican los precios como se pretende, haciendo que sólo las empresas sostenibles resulten rentables, un clima de cautela puede estrangular los flujos de capital en la dirección de éstas. En su lugar, los inversores pueden preferir los bonos del Estado, las acciones de primera categoría, los bienes inmuebles y otros activos con un supuesto riesgo más bajo. Esta precaución –preferencia por la liquidez, en el vocabulario de Keynes– ralentiza la transición. Los nuevos negocios orientados a la sostenibilidad se verían obligadas a depender de la lenta acumulación de financiación generada internamente, mientras que las empresas ya establecidas, capaces de pedir préstamos con la garantía de sus activos existentes, seguirían recibiendo financiación en condiciones excesivamente generosas.

    Un tercer problema, el de la dependencia de la trayectoria, reduce aún más la eficacia de los mercados y los precios para coordinar una rápida transición verde: los efectos de cerrojo (“lock-in”) predisponen a las empresas hacia el cambio marginal, alejándolas del cambio sistémico.[12] Cuando las presiones de los precios empiecen a afectarles, es probable que una empresa de carbón, por ejemplo, responda primero buscando eficiencias en sus operaciones, recortando personal, invirtiendo en la última generación de maquinaria conocida y pidiendo rebajas a sus proveedores y subvenciones al Estado, mientras sigue extrayendo carbón. Es poco probable que la empresa responda abandonando rápidamente su negocio principal para hacer la transición a las energías renovables o abandonando por completo el sector energético. Las presiones sobre los precios deben alcanzar niveles elevados –en ese momento tanto su viabilidad política[13] como su contenido informativo[14] empiezan a ser cuestionados– para que se abandonen los caminos bien conocidos[15].

    Este problema de la dependencia del camino puede superarse prohibiendo directamente la producción y el consumo de combustibles fósiles. Pero esto solo mueve el problema a una fase anterior. Sería irresponsable y políticamente suicida decretar una prohibición de un día para otro: las tiendas de comestibles y las farmacias vacías, los apagones y los cortes de luz, y los hogares y escuelas heladas desestabilizarían a la sociedad en general y harían caer al gobierno de turno. Por otro lado, decretar una futura prohibición de los combustibles fósiles dentro de diez, veinte o treinta años sin un plan para su sustitución sería muy similar a poner precios a las externalidades: la toma de decisiones esencial –qué cerrar y cuándo, qué aumentar y dónde– se dejaría en manos de un sistema de mercado que no es muy bueno en la tarea de coordinar un cambio sistémico rápido en un contexto de incertidumbre.

    La urgencia de la transición hacia la sostenibilidad pone a la coordinación a través del mercado en un aprieto: ajustar los precios gradualmente, para preservar el funcionamiento de los mecanismos de mercado, pero arriesgarse a una transformación tardía debido a la dependencia del camino; o ajustar los precios agresivamente para acelerar la transformación, pero arriesgarse a que los mecanismos de mercado funcionen mal debido a los problemas de conocimiento y precaución que surgen en los mercados que operan bajo una profunda incertidumbre.

    Planificación: ¿quién, cómo y para qué? 

    Esto nos lleva a la tercera familia de mecanismos de coordinación: la planificación.

    La planificación, es decir, el establecimiento de prioridades económicas a través de medios diferentes al mercado, debe distinguirse de la economía dirigida. La economía dirigida, a diferencia de la planificación, es una forma particular de introducir planes en la división del trabajo, a saber, con medidas de mando y control[16]. Como demostraron Francia, Suecia, Japón y otras economías mixtas tras la Segunda Guerra Mundial, hay muchas otras formas de introducir planes en una economía: desde la inversión pública directa, pasando por los impuestos y las subvenciones, hasta la regulación bancaria, la orientación del crédito y la asignación de divisas, por nombrar solo algunas[17]. La ventaja de la planificación es su capacidad para concentrar recursos, crear y canalizar energías y reducir la incertidumbre. Pierre Massé, antiguo Comisario General de Planificación de Francia, la llamó l’anti-hasard.[18]

    Cuando se introdujo el Plan Monnet en Francia en 1946, su objetivo era alcanzar el nivel de producción anterior a la guerra en 1948, y superarlo en un 50% en 1950. Bajo el lema «modernización o decadencia», daba prioridad a la inversión sobre el consumo, asignaba las escasas reservas de dólares a sus usos más importantes y canalizaba los recursos hacia los sectores identificados como cruciales para la reactivación y el crecimiento de la economía francesa. «Los cuellos de botella se rompieron muy pronto»[19] y, aunque no se alcanzaron todos los objetivos, el plan proporcionó «disciplina, dirección, visión, confianza y esperanza «[20].

    El Plan Monnet se desarrolló en una situación no del todo diferente a la nuestra. En la posguerra, tanto los fondos nacionales como las divisas extranjeras escaseaban. Como los dólares y los francos no eran de libre cambio en aquella época, había que presupuestarlos por separado, lo que suponía una doble restricción presupuestaria. Hoy nos enfrentamos de nuevo a una doble restricción presupuestaria: económica y ecológica.

    El Plan Monnet sorteó esta doble restricción tan determinante mediante el establecimiento de prioridades. En lugar de intentar planificar todos los sectores, el Plan se centró en seis industrias estratégicas: electricidad, acero, minería del carbón, transporte, cemento y maquinaria agrícola[21]. La lección para hoy es obvia. Hay que centrarse en los cinco sectores que impulsan el cambio climático, el uso del suelo y la pérdida de biodiversidad en la actualidad: la energía, el transporte, la industria[22] , la vivienda y la agricultura.

    El proceso de planificación sectorial fue dirigido por un núcleo de personal en el Commissariat général du Plan, que contaba con un centenar de personas. Este personal central cooperaba con una serie de comisiones llamadas de modernización, compuestas por representantes del Estado, los empresarios y los sindicatos, que abordaban sectores específicos o temas transversales como las finanzas o el trabajo. Estas comisiones, según el alto funcionario Massé, fueron «probablemente la creación más importante de Jean Monnet»[23]. Con entre diez y treinta miembros cada una, actuaban como correas de transmisión de doble sentido: en una dirección, proporcionando al Commissariat général du Plan conocimientos especializados sobre la viabilidad; en la otra, generando el compromiso de las empresas y los sindicatos para ayudar a realizar los objetivos del plan.

    Podemos imaginar un proceso de planificación similar hoy en día: podría crearse un pequeño núcleo de planificación como núcleo central, cuya tarea principal sería reunir comisiones de transición para cada uno de los cinco sectores, así como para cuestiones interrelacionadas como la financiación, el trabajo y el equilibrio regional. Estas comisiones, facilitadas por el personal central, trazarían vías de transición que respondan a la doble restricción presupuestaria actual. Al igual que el antiguo Commissariat général du Plan, la unidad central tendría que estar situada en los niveles más altos del gobierno, para poder cumplir su función más importante: aportar coherencia a la acción gubernamental.

    Una vez elaborado un conjunto de planes de transición, el proceso político determinaría qué herramientas utilizar para inyectar estos planes en la economía: inversión pública, impuestos y tasas selectivos, prohibiciones totales, subvenciones, nacionalizaciones, etc. Al igual que en la economía mixta de la posguerra, los precios y la competencia seguirían coordinando gran parte de la actividad económica, para garantizar el espacio para las iniciativas espontáneas (“bottom-up”) y para preservar las presiones comerciales que facilitan el uso eficiente de los recursos. Los precios y los beneficios también proporcionarían datos importantes que la unidad de planificación de la transición podría utilizar a medida que los planes se fueran desarrollando.

    La forma general de la transición se guiaría por los planes sectoriales, cuya eficacia se desarrollaría en dos etapas: primero, en la fase de elaboración, en la que proporcionan un punto focal para agregar los conocimientos e intereses de los diferentes actores.[24] Segundo, en la fase de implementación, la inversión pública, la regulación, la política fiscal y otras palancas de política pública se utilizan para dirigir los sectores hacia sus trayectorias planificadas.

    Es inevitable que la planificación sectorial se equivocará, tanto por el conocimiento imperfecto como por la incertidumbre inherente al futuro. Además, la planificación se centra en la eficacia, es decir, en el cumplimiento de los objetivos, y no necesariamente en la eficiencia, es decir, en la obtención de resultados al menor coste[25].

    Sin embargo no se encontrará un método perfecto para coordinar la transición, y desde luego no lo suficientemente pronto. La cuestión es: ¿cuánto riesgo y aprendizaje social permite cada enfoque? ¿Y qué probabilidades hay de que la transición se lleve a cabo a tiempo? Al dar una dirección sistémica a la inversión pública y privada, la planificación sectorial permite una experimentación audaz y rápida, y una acción coherente y eficaz, precisamente lo que se necesita ahora mismo.

     

    De las políticas a la política

    Lo anterior es, por supuesto, un conjunto de consideraciones técnico-administrativas, que conlleva un conjunto de supuestos y condiciones previas.

    Un primer conjunto de condiciones previas incluye elementos de carácter administrativo-cultural. Tanto la planificación indicativa francesa como la política industrial japonesa (planificación sectorial con otro nombre) se basaban en tradiciones preexistentes de administraciones estatales capaces y seguras. Pero aunque la capacidad del Estado insuficiente es un reto serio, el problema más profundo es otro: ¿cuál es la política de una transición rápida y planificada? ¿Qué mayoría lo exigirá y aprobará?

    Cuando se dan las condiciones políticas previas, es probable que la planificación tenga éxito. En caso de emergencia, se pueden adaptar las viejas instituciones y construir otras nuevas.[26] De hecho, según Massé, «más que definirse por su propósito, estructura o medios, la planificación francesa [se] caracterizó por su espíritu. El espíritu del plan [era] el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de la nación».[27] En otras palabras, la política es la limitación más básica: el apoyo de una amplia mayoría «de todas las fuerzas económicas y sociales» es la condición necesaria para la planificación.

    En Estados Unidos, el plan Build Back Better del presidente Biden fue recortado por la plutocracia y las limitaciones estructurales del Congreso[28]. En Europa, la política energética divide a la Francia nuclear de la Alemania dependiente del gas, y a la Polonia comprometida con el carbón de los campeones de las renovables como España y Suecia.

    Y lo que es más preocupante, la estrategia discursiva dominante para construir una mayoría suficientemente amplia y poderosa, el enfoque del Green New Deal[29], ha desencadenado una poderosa oposición, lo que hace dudar de sus perspectivas fundamentales de éxito. La oposición es estructural. Una gran cantidad de investigaciones han mostrado que las sociedades occidentales se caracterizan por una gran desigualdad económica y una gran desigualdad en cuanto a las emisiones de carbono[30]. Por lo tanto, un Green New Deal golpearía a los ricos por partida doble: se atacaría tanto su extraordinario consumo de carbono como su desproporcionada cuota de prosperidad.

    Subiendo aún más la apuesta, la manzana de la discordia no es sólo la distribución. Un instrumento clave para llevar a cabo el Plan Monnet era la asignación de capital dirigida por el Estado. Si se quiere restablecer el control estatal sobre los flujos de capital, esto sería o bien prohibitivamente caro, si se hace con derisking y subvenciones[31], o bien un ataque frontal a una fracción especialmente influyente de los ricos, si se hace a través de la represión financiera. Como recordaba el periódico económico francés Les Êchos «el gran olvidado de los años de la reconstrucción de la posguerra fue, por supuesto, el mercado de valores «[32].

    En combinación con la desigualdad política de nuestros tiempos, en la que las voces más suaves de unos pocos tienden a resonar más fuerte que los gritos de la mayoría[33], no es obvio que un New Deal verde sea una estrategia ganadora. Al menos a nivel interno de las reglas de la política actual, los votos adicionales ganados entre los muchos pueden ser superados por la resistencia adicional que oponen los pocos.

    Aunque el cambio climático será una característica permanente de nuestra política en el futuro, las tensiones y divisiones creadas por esta triple desigualdad -riqueza, carbono, poder- pueden empeorar, no mejorar, según las tendencias actuales. A medida que el cambio climático empeore, es posible que se fortalezca la coalición del Green New Deal[34] . Pero esto asustará a los ricos -con razón-, que pueden responder intentando debilitar la capacidad del Estado o el funcionamiento de la economía[35], al tiempo que redoblan su apuesta por el preparacionismo y el escapismo (ya sea de la variedad neozelandesa, la fundación de estados insulares o la colonización espacial). Esta no es una receta para generar «el concierto de todas las fuerzas económicas y sociales de [una] nación».

    Una alternativa a la política de clase de un Green New Deal podría ser apostar conscientemente por «los miembros ilustrados de la clase dominante»[36]. Tal vez con la vista puesta en las horcas, los disturbios por el pan y los refugiados climáticos que se avecinan, esto podría denominarse una «política de sostenibilidad del miedo»[37]. Podría decirse que el Green Deal de la UE es el intento más avanzado en este sentido.

    Sin embargo, el tiempo se está agotando para este enfoque. Tratando de adelantarse a la movilización popular, y condenada a encontrar cambalaches dentro de las élites, la estrategia se ha centrado en políticas mínimamente invasivas. Hasta ahora, estas no han bastado para hacer que ninguno de los grandes bloques se sitúe en una trayectoria de 1,5 grados. Por lo tanto, Richard Seymour tiene razón al describir «un frente burgués unido» como muy probablemente «verde por fuera, marrón por dentro», al menos con respecto a las escalas de tiempo a corto y medio plazo.

    Si un Green New Deal no puede reunir mayorías realpolíticas; si «un frente burgués unido» no puede actuar con la suficiente rapidez; y si estos impases se profundizarán con el tiempo, ¿estamos ya ante el fin de la política climática?

    La conclusión es peligrosamente incompleta[38]. Pintar con colores distópicos puede causar resignación tanto como estimular la acción directa. Y lo que es más importante, el miedo provoca miedo, la violencia violencia. Como sostienen Battistoni y Mann, «si todo el mundo espera que este «caos climático» nos lleve a enfrentarnos unos a otros… eso es lo que obtendremos»[39].

    Así que sí, la política climática está atascada. Sí, no se puede contar con el marco del Green New Deal ni con la tecnocracia climática. Pero, como los historiadores de las transformaciones estructurales llevan tiempo señalando, haríamos bien en recordar que el futuro está abierto. Pensemos que el Bloque del Este parecía estable hasta la víspera de su colapso. En 1989, ocurrió lo inimaginable: el gobierno polaco celebró elecciones abiertas, el Muro de Berlín cayó y los regímenes socialistas estatales abdicaron. «Los diplomáticos perspicaces y los periodistas más capaces se sorprendieron… Dentro de la propia Europa del Este, la revolución fue una sorpresa incluso para los principales disidentes». El ahora salió de la nada.[40]

    Lo que hizo que la sorpresa fuera casi universal fue la dinámica del punto de inflexión de la revolución: mientras la mayoría de la gente creyera que los regímenes del Bloque del Este durarían mucho tiempo en el futuro, la resistencia se consideraba tonta, incluso peligrosa. Pero una vez que aparecieron las primeras grietas, el dique se rompió y millones de personas dieron a conocer su descontento de inmediato. Una configuración política que había parecido estable hasta que se alcanzó su punto de inflexión se derrumbó rápidamente una vez que se cruzó ese umbral.

    2022 no es 1989. La transformación verde es una tarea generacional, no una revolución que se desarrolla en cuestión de meses. Pero las estructuras políticas aparentemente estables pueden cambiar rápidamente cuando se les empuja a cruzar un punto de inflexión. Lo que creemos que es posible depende de lo que otros creen que es posible. Lo que estamos dispuestos a hacer y a sacrificar depende de las acciones y ofrecimientos de quienes nos rodean. Dadas estas interdependencias, las constelaciones congeladas durante mucho tiempo pueden fundirse de repente en cascadas de actividad furiosa. Con el catalizador adecuado, lo que un día parece un problema de acción colectiva irresoluble puede ser superado por un estallido de energía al día siguiente.

    La ilustración de cabecera es una ilustración para tejidos de Ilya Grigorievich Chashnik (1902-1929). 

    Notas

    [1] Han aparecido contribuciones importantes a este debate en publicaciones como la New Left Review (véase la serie «Debating Green Strategy»), The New Statesman (por ejemplo, varios artículos en 2021 de Richard Seymour, James Meadway, Andreas Malm y Alyssa Battistoni y Geoff Mann), así como en Phenomenal World (véase Farooqui y Sahay «Investment and Decarbonization: Rating Green Finance», y el debate entre Farooqui, Sahay, Adam Tooze, Daniela Gabor, Robert Hockett, Saule Omarova y Yakov Feygin)

    [2] Robert Pollin, «De-Growth vs a Green New Deal», New Left Review 112 (2018), 5.

    [3] Si bien existe la posibilidad de que la captura y el almacenamiento de carbono (CAC) se conviertan en una opción viable en el futuro, lo que podría abrir posibilidades para el uso continuado de combustibles fósiles a pequeña escala, se trata de una posibilidad demasiado arriesgada como para apostar por ella.

    [4] Éstas se corresponden con los tres modos básicos de coordinación de la división del trabajo identificados por Karl Polanyi: el intercambio de regalos, la coordinación a través del intercambio de mercado mediado por el precio y la coordinación por un agente central. Polanyi, The Great Transformation (Nueva York: Rinehart & Co, 1944), capítulos 4 y 5.

    [5] Véase, por ejemplo: Ernst F. Schumacher, Small is Beautiful, (Londres: Blond and Briggs, 1973). Aunque hay que tener en cuenta que las propuestas reales de Schumacher son, en gran medida, modificaciones de la toma de decisiones coordinada por el mercado, y no un llamamiento a abandonar este modo de coordinación en favor de la toma de decisiones local independiente. Véase también D’Alisa y Kallis, «Degrowth and the State», Ecological Economics 169 (2020), especialmente la página 5.

    [6] Esta convergencia se refleja en la combinación, a menudo visible en los escritos ecológicos, de esperar «el florecimiento de iniciativas de base» mientras se pide «una acción gubernamental de arriba abajo» (véase D’Alisa y Kallis 2020, p. 5, y Cosme, I., Santos, R. y D.W. O’Neill, «Assessing the degrowth discourse: a review and analysis of academic degrowth policy proposals», Ecological Economics 149, 2017).

    [7] Hayek F.A, «The Use of Knowledge in Society, «American Economic Review 35, no. 4 (1945): 526. Véase también Aaron Benanav, «How to Make a Pencil», Logic 12, 20 de diciembre de 2020 para una descripción concisa y clara.

    [8] Los elevados costes fijos de la infraestructura de red crean los clásicos problemas de monopolio y oligopolio de beneficios anómalos, precios excesivos y falta de inversión en los márgenes. Además, el criterio de rentabilidad hizo que los operadores de redes orientados a la obtención de beneficios rara vez extendieran sus infraestructuras a las zonas rurales y poco pobladas, a no ser que se vieran obligados por la regulación o se vieran incentivados por las subvenciones. Para una útil visión general de los fallos del mercado, véase John Cassidy, How Markets Fail (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 2009).

    [9] John Maynard Keynes, The General Theory of Employment, Interest and Money, Volume VIII of the Collected Works (Cambridge: Cambridge University Press, 1973 [1936]), 156.

    [10] Véase: Robert Shiller, Narrative Economics (Princeton: Princeton University Press, 2019); George Akerlof y Robert Shiller, Phishing for Fools (Princeton: Princeton University Press, 2016); Jens Beckert, Imagined Futures (Cambridge: Harvard University Press, 2016); o Akerlof y Shiller, Animal Spirits (Princeton: Princeton University Press, 2010).

    [11] Algunos ejemplos recientes de mercados de inversión que funcionan mal en este sentido son las acciones meme y las criptodivisas. Actualmente son inversiones populares y financieramente atractivas, aunque es difícil argumentar que empresas específicas como AMC y GameStop, o una clase de activos como las criptodivisas (con niveles de consumo de energía exorbitantes) encajen en una economía global sostenible.

    [12] Véase, por ejemplo: Gregory Unruh, «Understanding carbon lock-in», Energy Policy 28, nº 12 (2000) o Karen Seto et al. «Carbon Lock-In: Types, Causes, and Policy Implications», Annual Review of Environment and Resources 41, nº 1 (2016).

    [13] Vera Huwe, Max Krahé y Philippa Sigl-Glöckner, «Effektiv und mehrheitsfähig? Der Emissionshandel auf dem Prüfstand», (Berlín: Dezernat Zukunft, 2021).

    [14] «Cuando una gran cantidad de precios se ajustan por una gran margen en un corto espacio de tiempo, dan mucho más que una señal eficaz. Lo que se recibe es más parecido a una bomba de información». Adam Tooze, «Why inflation and the cost-of-living crisis won’t take us back to the 1970s» (Por qué la inflación y la crisis del coste de la vida no nos devolverán a los años 70), The New Statesman, 4 de febrero de 2022.

    [15] Véase también Moe, «Energy, industry and politics: Energy, vested interests, and long-term economic growth and development», Energy 35, no. 4 (2010), quien, basándose en Schumpeter y Mancur Olson, destaca la importancia del Estado para posibilitar el cambio estructural mediante el rechazo de los intereses creados, deseosos de preservar el statu quo.

    [16] Véase especialmente John H. Wilhelm, «The Soviet Union Has an Administered, Not a Planned, Economy», Soviet Studies 37, nº 1 (1985).

    [17] Véase, por ejemplo, Chalmers Johnson, MITI and the Japanese Miracle (Stanford: Stanford University Press, 1982).

    [18] Pierre Massé, le plan ou l’anti-hasard (París: Gallimard, 1965).

    [19] Charles Kindleberger, «French Planning», en National Economic Planning, M.F. Millikan ed., (Washington, D.C.: NBER, 1967), 295.

    [20] Daniel Yergin y Joseph Stanislaw, The Commanding Heights (Nueva York: Simon & Schuster, 2002), 14.

    [21] Aunque los planes franceses posteriores se extendieron al conjunto de la economía, la cuestión es que el alcance de la planificación debe estar a la altura del reto que se plantea.

    [22] Dentro del sector industrial, la producción de acero, cemento, fertilizantes y plásticos es responsable de la gran mayoría de las emisiones sectoriales.

    [23] Massé, Le plan ou l’anti-hasard (1965), 154.

    [24] Al igual que en el caso histórico de la planificación de posguerra, esta primera etapa también puede afectar a los propios actores: desde el punto de vista sociológico, es probable que surja un cierto compromiso hacia la realización de lo que los propios participantes afirmaban anteriormente que era factible.

    [25] Massé: «El respeto a los órdenes de magnitud es esencial. Es absurdo centrarse supersticiosamente en los dígitos detrás de la coma». (Massé 1965, 176)

    [26] Para un estudio sobre la tantas veces invocada creación de un aparato de planificación bélica en los Estados Unidos de la Segunda Guerra Mundial, véase Mark Wilson, Destructive Creation: American Business and the Winning of World War II (Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2016).

    [27] «Antes de definirse por su objeto, su estructura o sus medios, la planificación francesa se caracteriza por su espíritu. L’esprit du Plan, c’est le concert de toutes les forces économiques et sociales de la Nation,» (Pierre Massé 1965, p. 152, cursiva original.)

    [28] Jonathan Chait, «Joe Biden’s Big Squeeze», New York Magazine, 22 de noviembre de 2021.

    [29] Inspirándose en el New Deal del presidente Roosevelt y en la movilización estadounidense para la Segunda Guerra Mundial, el marco del Green New Deal se refiere a los planes de reestructuración económica rápida (Green) que están vinculados con las políticas económicas igualitarias (New), o integrados en ellas, para crear un paquete global (Deal) que, se espera, sea capaz de conseguir el apoyo de una mayoría.

    [30] Piketty, El capital en el siglo XXI (Cambridge: Harvard University Press, 2014); Lukas Chancel y Thomas Piketty, Carbono y desigualdad: de Kioto a París (París: Escuela de Economía de París, 2015); Ilona M. Otto, Kyoung Mi Kim, Nika Dubrovsky y Wolfgang Lucht, «Shift the focus from the super-poor to the super-rich, «Nature Climate Change 9 (2019): 82-87; Yannick Oswald, Anne Owen y Julia Steinberger, «Large inequality in international and intranational energy footprints between income groups and across consumption categories, «Nature Energy 5, no. 3 (2020): 231-239.

    [31] Daniela Gabor, «The Wall Street Consensus», Development and Change 52, no. 3 (2021): 429-459.

    [32] Les Echos, «La modernización o la decadencia» – Nuestra serie del verano (5/8), «30 de agosto de 2016.

    [33] Martin Gilens, Affluence and Influence (Princeton: Princeton University Press, 2012); Benjamin Page y Martin Gilens, ¿Democracia en América? (Chicago: University of Chicago Press, 2020); Lea Elsässer, Wessen Stimme zählt?, (Frankfurt: Campus Verlag, 2018).

    [34] Cédric Durand articula la visión positiva: «No veo qué debería impedir que un gran frente progresista se manifieste a favor de las restricciones a las emisiones evitables relacionadas con los patrones de consumo de los ultrarricos. Una ecología punitiva con sesgo de clase podría convertirse en un medio eficaz para impedir que el gasto ecológicamente perverso repercuta en los más pobres. También podría ser un trampolín para movilizaciones sociales más amplias». Cedric Durand, «Zero-Sum Game», New Left Review Sidecar 17, noviembre de 2021.

    [35] Por ejemplo, a través del alarmismo climático-kaleckiano; véase Adam Tooze, «Why the so-called ‘energy crisis’ is both a threat and an opportunity», The New Statesman, 27 de octubre de 2021.

    [36] Richard Seymour, «¿Es la crisis energética una mayor oportunidad para la izquierda o la derecha?» The New Statesman, 5 de noviembre de 2021.

    [37] Judith Shklar, «El liberalismo del miedo», en Rosenblum ed. Liberalism and the Moral Life (Cambridge: Harvard University Press, 1989).

    [38] Seymour lo llama «una escatología secularizada […] una esclavitud insípida para el juicio final de la historia» (Seymour 2021)

    [39] Alyssa Battistoni y Geoff Mann, «¿Fue real la «guerra contra el carbón» de Donald Trump, o sólo el mercado en funcionamiento?» The New Statesman, 22 de noviembre de 2021.

    [40] Timur Kuran, «Now Out of Never: The Element of Surprise in the East European Revolution of 1989», World Politics 44, nº 1 (1991).

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  • La conquista del espacio

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    [En diciembre de 2021 publicamos de un librito titulado La conquista del espacio, en el que intentamos dar unos apuntes sobre los problemas que rodean el reparto del espacio en nuestro entorno y algunas líneas sobre hacia dónde podría ser interesante mirar y qué luchas van a definir nuestra relación con los alrededores en los próximos años. Este texto es la introducción, a la que seguirán, en este enlace, el resto de artículos y entrevistas que componen el volumen. El conjunto puede descargarse libremente aquí].

    Llevamos ya un tiempo rondando a lo que, a falta de una forma de consenso, podemos llamar transición ecológica, o ecosocial si se quiere ampliar el foco. Entendamos esto como el conjunto de tareas necesarias para pasar de una sociedad basada en el consumo ingente de recursos, y en concreto de combustibles fósiles, y que convierte dicho consumo en desigualdad humana y degradación ecológica a una sociedad más justa, donde la mayoría de energía consumida provenga de fuentes renovables y cuyo impacto en la biosfera sea mucho menor. Luego los detalles ya los pone cada uno.

    No es que antes no se hablara de ello, pero está claro que el tema y el concepto pasaron al mainstream no más tarde de junio de 2018, con la creación de un ministerio supuestamente dedicado por completo a tal tarea. Luego vino la pandemia, y la oportunidad de salir mejores de ella que, de momento, se está concretando en la asignación de miles de millones de euros en fondos de recuperación y digitalización. Esta es, a nivel europeo y estatal, la primera manifestación del asunto.

    No ha tardado mucho en ser evidente que la transición ecológica es una tarea tan política como técnica, como mínimo. Salvo para los más fervorosos defensores de la tecnología como entidad independiente de la sociedad, es obvio para cualquiera que las decisiones de cómo, dónde y para qué y quiénes se producirá la energía que debe sustituir a la fósil es una decisión política. Esto mismo es válido para cuestiones centrales a nuestras vidas tales como qué vamos a comer, cuánto y en qué vamos a trabajar, dónde vamos a vivir, cómo nos vamos a mover de un sitio a otro. Las respuestas a estas preguntas son variadas e importantes, pero hay al menos una cosa –probablemente haya más–  que tienen en común: todas tienen que ver con el espacio, su uso y su reparto.

    España tiene la particularidad de ser un país poco densamente poblado (84 hab/km2 frente a los 106 de la UE) pero con algunas de las regiones más densas de Europa. Gran parte del territorio estatal es un desierto demográfico (menos de 12,5 hab/km2) y el precio de vivir (de alquiler o en propiedad) en las ciudades está cada vez más lejos de lo que un trabajador medio puede permitirse. La energía se produce, en general, en sitios alejados de donde se consume: comunidades autónomas como Extremadura producen un 400% de la energía que necesitan, mientras que en la Comunidad de Madrid el 97% de la electricidad es importada de otras regiones. Los problemas de propiedad y reparto de la tierra llevan siendo endémicos desde hace siglos y las soluciones intentadas por unos y otros actores han ido de las tecnocráticas y supuestamente modernizadoras de las sucesivas desamortizaciones decimonónicas, a la colectivización de tierras por parte de los trabajadores en los años treinta, sin olvidar el levantamiento armado fascista y la adhesión a la política agraria común.

    A finales de 2021, la importancia del espacio es más evidente que nunca: casi todos nos hemos visto obligados a estar metidos en casas que a duras penas son aptas para la vida en condiciones normales y se han mostrado insuficientes para estar casi dos meses entre sus paredes. Cuando por fin pudimos salir, disfrutamos de ciudades y pueblos casi sin coches, en las que de repente tardábamos menos en desplazarnos a los sitios porque podíamos ir por donde queríamos, no por donde nos dejaban los vehículos. Los parques se convirtieron en lugares de encuentro multitudinario –cuando nos dejaban; los más pequeños y sus acompañantes no olvidarán las exageradas restricciones al uso de los parques infantiles, improbable fuente de contagio, durante más tiempo del razonable– y, durante unas semanas y en medio de la tragedia, vislumbramos la posibilidad de vivir de otra forma. Poco después volvió la normalidad, y vimos que no era buena. Pero era.

    Mientras, otro cambio casi igual de rápido pero más profundo se estaba produciendo a kilómetros de las ciudades: a medida que se negociaban y liberaban fondos europeos para fomentar la recuperación de la economía, surgían como setas fuera de temporada campos de placas solares, bosques de turbinas eólicas. Agricultores que llevaban años peleando por sacar un sueldo de su terreno veían cómo les caía del cielo una cantidad de dinero con la que no habrían soñado meses antes, ayuntamientos eternamente cortos de fondos recibían una oportunidad de sanear las cuentas y construir nuevos equipamientos. Como si fuera Arizona en 1895, las grandes extensiones despobladas de la España interior se volvían valiosas, fundamentales para los planes de limpieza del sector energético.

    De repente, el espacio no es suficiente, ni en la ciudad ni en el campo. Aparecen indicios de que cualquier proceso de transición ecológica va a tener como uno de sus ejes centrales la disputa por el espacio. Este pequeño volumen tiene como objetivo contribuir en la medida de lo posible a enmarcar y hacer avanzar esta disputa hacia posiciones que, consideramos, son beneficiosas para la mayoría. Ayudar, dentro de nuestras posibilidades, a la conquista del espacio.

    En este momento tenemos más dudas que certezas sobre cómo puede y debe producirse esta conquista del espacio, así que hemos empezado por pedir a gente que sabe más que nosotros que contextualice el problema, atendiendo a tres ejes que nos parecen importantes y, en algunos casos, poco trabajados dentro del debate ecologista. Uno de ellos es el ya mencionado asunto de la recepción en los pueblos del boom de las renovables, a cargo de los periodistas Mª. Ángeles Fernández y Jairo Marcos. Otro, el de la caza y la inmensa cantidad de espacio que le está reservada en nuestra ordenación territorial. Daniel Cabezas, periodista especializado en derechos animales, traza una completísima panorámica sobre las diversas aristas de este problema. Por último, Jónatham Moriche aborda la disputa ideológica: dónde estamos políticamente y con qué mimbres contamos para establecer un frente común en la que la mayoría pueda ganar, frente a las diversas estrategias reaccionarias que nos encontramos día tras día.

    Además de estos tres textos, hemos entrevistado a una serie de personas, habitantes de zonas urbanas y rurales, para que cada una aporte su punto de vista sobre cómo es su vida, cómo podría mejorar en un contexto cambiante, cómo afecta a su trabajo y entorno el cambio climático… No se trata, ni mucho menos, de un trabajo exhaustivo ni sociológicamente riguroso, sino de una primera contribución –por nuestra parte, claro, hay otros grupos y estudiosos que llevan años trabajando en esto– al trazado de un mapa que pueda orientarnos en la búsqueda de un espacio en el que, idealmente, quepamos todos.

    No queremos acabar esta introducción sin mencionar algunas de las dudas que seguimos teniendo y de las líneas que nos parecen prometedoras de cara al futuro. Sin duda, el problema principal es uno que recorre todos los planes para hacer frente al cambio climático: cómo hacer que la mayoría –y esto no es la mayoría de los que viven en los centros de poder urbanos, ni siquiera la mayoría de los que vivimos en el estado español, sino la mayoría de los seres vivos del planeta o, al menos y en primera instancia, la mayoría de la humanidad– viva mejor, a la vez que renunciamos a cierta comodidad material.

    Porque de renuncia a la comodidad material hablamos cuando hablamos de usar menos el coche, e idealmente hacerlo desaparecer del centro de las ciudades –no así de territorios aislados en los que el transporte público no va a poder dar una respuesta completa a las necesidades de los habitantes–. O también cuando hablamos de reducir el consumo de carne, quizá empezando por reflejar en su precio el coste total de sus impactos ambientales. Pero no son los ciudadanos los que tienen que hacer la mayoría de las renuncias: empecemos, quizá, por impedir la operación de esas factorías de beneficio y sufrimiento que son las explotaciones ganaderas intensivas, espejismo de trabajo para zonas deprimidas, pese a que sus efectos negativos en la población estén más que demostrados y a que su viabilidad futura sea más que dudosa. También podemos hablar de la necesidad de adecuar la instalación de proyectos de energía renovable a las necesidades, si no de la zona, sí de la región en un sentido más amplio. Si esto implica que las grandes empresas eléctricas tengan que invertir en suelo más caro cerca (o encima) de las ciudades, en vez de en territorios en los que resulta irrisoriamente barato instalar campos de placas fotovoltaicas, sea.

    Pero estas renuncias no tienen por qué redundar en una vida peor, al revés. Si los enmarcamos en un proyecto más amplio en el que llevemos lo mejor de los pueblos a las ciudades, y lo mejor de las ciudades a los pueblos, puede redundar en vidas mejores para todos. Por ejemplo, la renuncia al coche en las ciudades debe ir acompañada de la recuperación para todos de gran parte de las inmensas avenidas que ahora mismo tienen un uso privativo. A todos beneficiaría la ganancia de espacio, donde la vegetación debería estar mucho más presente que ahora mismo, para pasear, vivir, jugar, plantear nuevos equipamientos –huertos públicos, talleres de reparación de bicicletas, cosotecas– y facilitar el acceso a los ya existentes. Tampoco tiene sentido, en un mundo que tendrá mejor transporte público pero en el que la mayoría no dispondremos de coche para movernos a nuestro antojo, la construcción de enormes urbanizaciones residenciales a kilómetros del centro de salud o colegio más cercano. Habrá que dotar de servicios a esas zonas, para que funcionen como pequeños pueblos, no como absurdos apéndices de grandes ciudades con las que apenas tienen relación. Pero no solo se trata de ganar espacio, también de transformarlo: aunque es cierto que hay ciudades que nunca podrán producir tanta energía como consumen, sí que es necesario hacer un esfuerzo por intentar cerrar esa brecha, de forma que la relación de los centros urbanos con la periferia rural deje de ser, hasta donde se pueda, extractivista. Esto tiene dos partes: descenso de la demanda –que, en las ciudades, podrá tomar la forma de reducción de la actividad industrial y comercial y de mejora de la eficiencia energética, principalmente mediante el mejor aislamiento de las viviendas– y aumento de la oferta: instalación de fuentes de energía renovable en todos los sitios en que sea posible. Placas solares en tejados, miniturbinas eólicas en puentes de la autopista, microcentrales hidroeléctricas en cada salto de agua donde se puedan poner. En cuanto a la alimentación, de nuevo nos encontramos con la imposibilidad de alimentar a grandes poblaciones con lo que se puede producir en su entorno, pero esta brecha también hay que cerrarla. La disminución del tráfico rodado hace más atractiva la posibilidad de huertos urbanos, que no estarían sometidos a la incesante exposición a metales pesados y demás contaminantes salidos de los tubos de escape; la introducción de dietas ricas en vegetales facilita que estas puedan satisfacerse en mayor medida con productos cultivados en el entorno urbano. Aquí las instituciones públicas tienen que dar ejemplo, fomentando la adopción de dietas bajas en carbono –tanto en producción como en transporte, es decir, verduras y legumbres de kilómetro cero– en todos los comedores sobre los que tengan influencia directa.

    Los problemas en los pueblos son otros: falta gente, motivos para quedarse, equipamientos que hagan la vida mejor… Muchas de las opciones laborales hemos visto que tienen los días contados –ganadería industrial, industrias fuertemente extractivas donde las hay–, y lo que se propone, la invasión de renovables, no da tanto trabajo como prometen las promotoras. Sin embargo, de aquí puede salir una oportunidad: además de que es imprescindible que la implantación de renovables se haga de forma ordenada y no invasiva, es de justicia que los inmensos beneficios que la electricidad de estas fuentes producen debido al funcionamiento de nuestro sistema eléctrico se queden, principalmente en los lugares que están sacrificando tierras, paisajes y en muchos casos, biodiversidad para producirla. Idealmente, esto podría hacerse mediante la titularidad pública o colectiva de los medios de producción de energía: turbinas eólicas o campos de fotovoltaica cuya gestión pase directamente por los vecinos de cada pueblo. O, si esto no fuera posible –y por posible queremos decir políticamente posible; a estas alturas debería quedar claro que las dificultades técnicas en este campo son muy inferiores a las políticas–, que las compañías eléctricas paguen un fuerte canon que revierta directamente en el territorio y sus habitantes. Esto para empezar a hablar. Este canon podría complementar las inversiones públicas dedicadas a mejorar el transporte público, el acceso a la educación y la sanidad, e incluso permitir la creación de empresas municipales o comarcales que crearan oportunidades laborales en el territorio y que disminuyeran la necesidad de emigrar a ciudades de mayor tamaño.

    Aparte del consumo de energía, hay otro asunto que liga directamente pueblos y ciudades: la propiedad de la tierra. En España hay una inmensa cantidad de hectáreas propiedad de terratenientes que no viven ni cerca de ellas. Fincas enormes, dedicadas al ganado, al cereal o la caza, de las que solo se extraen rentas y que suponen restricciones a la libertad de movimiento de los ciudadanos, pues en muchos casos ni siquiera se respeta el derecho de paso que por ley deben permitir los propietarios de la tierra. No descubrimos nada nuevo si hablamos de este problema de los propietarios ausentes que poseen más suelo del que nadie puede necesitar. Lleva siendo uno de los asuntos pendientes del campo español desde hace cientos de años, y la solución más justa y sencilla sigue siendo la que intentaron los jornaleros extremeños en 1936: arrancar la tierra de manos de sus multimillonarios dueños y ponerla al servicio de la mayoría. No es una idea nueva, pero sigue siendo una buena idea.

    En resumen: si queremos ser capaces de hacer frente a la crisis ecosocial de la forma más justa posible, urge cerrar la brecha entre campo y ciudad –urbanizar el campo y ruralizar la ciudad, si se quiere– tanto en lo referente a servicios y derechos como a conquistar el espacio necesario para vivir bien. El presente volumen es nuestro pequeño y muy preliminar aporte a este proceso.

    La ilustración que acompaña a esta imagen (y al librito) es obra de Virginia Argumosa de Póo.

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  • Entrevista con Kim Stanley Robinson: «Hay un nicho ecológico para las historias que cuentan cómo alcanzar un mundo mejor desde el presente»

    Kim Stanley Robinson es uno de los autores de ciencia ficción más importantes de las últimas décadas. Tiene una voz particular, en la que se trenza la corriente fría de la ciencia ficción más científica o dura con la más cálida de la preocupación por las personas, presente en la fantasía utópica. Dos de los temas que vertebran su amplia obra (de la cual se puede destacar la trilogía de Marte, Aurora y Nueva York 2140) son la lucha por futuros mejores y más justos, y la amenaza del cambio climático. Recientemente ha publicado en inglés The Ministry for the Future, en el que aborda el paso del presente a un futuro mejor para la mayoría. Hablamos con él sobre el libro y el lugar que ocupa en su obra, sobre la inutilidad de los multimillonarios y sobre la relación y la distancia entre ficción y acción política.

    P. El ministerio para el futuro es el último de tus libros en el que tratas el cambio climático. Ya te habías peleado con este asunto en casi todos ellos, desde la serie Ciencia en la capital hasta la serie de Marte, Aurora y, por supuesto, Nueva York 2140 (todos en editorial Minotauro). Pero este es el primero –y, hasta donde sabemos, uno de los primeros de cualquier autor– que aborda el cómo llegamos al futuro desde el presente. ¿A qué se debe?

    R. Es muy común en la ciencia ficción y la ficción utópica presentar una sociedad futura, y que la historia que lleva al tiempo de esa sociedad desde nuestra propia época se cuente explícitamente en la historia, o que sea sugerida y el lector tenga que deducirlo a partir de pistas, como en una historia de detectives. Es uno de los juegos a los que puede jugar la ciencia ficción. En la ficción utópica esto sirve para dejar un espacio en el tiempo para que la sociedad buena nazca. En la Utopía de Tomás Moro este hueco incluso tiene un nombre, La Gran Fosa, que los habitantes de Utopía cavan en la península para convertir su tierra en una isla. El nombre representa ese hueco en el tiempo. 

    En la mayor parte de mis novelas he jugado a esto, y lo he disfrutado, pero me he ido convenciendo de que pensar en un orden social mejor es bastante fácil –la parte difícil es pensar en formas de llegar a él desde donde estamos, y este es un nicho que está más o menos vacío en la ecología de historias que nos contamos.

    Esta vez decidí contar la historia de una forma de llegar a una civilización mejor, a partir más o menos del presente, y hacerlo de forma que el lector pudiera, quizá, creérselo. 

    P. En realidad, el libro no va de ahora al futuro, sino que empieza en un futuro próximo en el que millones de personas han muerto a causa de una ola de calor en la India. El primer capítulo del libro, que podría funcionar como un panfleto político en sí mismo, es una de las lecturas que más hemos sufrido y disfrutado en mucho tiempo. ¿Fue difícil escribirlo? Ya has mencionado, en otras entrevistas y charlas, que los golpes de calor pueden ser uno de los peligros climáticos más inminentes para las personas. 

    R. Fue difícil de escribir, y pasé miedo. Normalmente escribo de modo cómico, y me centro en las posibilidades utópicas. No es que otras veces haya evitado tratar las partes oscuras de la historia, pero esta iba más allá de lo oscuro. El problema es que podría ocurrir, muy fácilmente. Estamos casi llegando a las temperaturas de bulbo húmedo que implican estos desastres, ya se han registrado brevemente, una vez a las afueras de Chicago, pero más a menudo en los trópicos, en particular alrededor del Golfo Pérsico y en la llanura del Ganges. Así que pensé que si lo escribía lo bastante vívidamente, podía ser una bofetada al lector, clavarle una aguja en el ojo, o incluso en el corazón, algo que dejara un poso. Y eso podría tener, quizá, un efecto positivo más tarde. 

    P. A partir de ese inicio, y con los inevitables reveses, la historia avanza siguiendo una línea que podríamos calificar de esperanzadora. ¿Cómo ves las acciones del Ministerio para el Futuro, comparadas con tus propias esperanzas en el futuro?

    R. Espero que lo hagamos aún mejor en el mundo real. Me explico: esto es sólo una esperanza, pero desde que comenzó la pandemia, creo que la gente ha mejorado su capacidad de imaginar lo mal que podrían ir las cosas si no lo hacemos mejor. Y las cosas que escribí en el libro como si fueran a ocurrir en la década de 2030 o 2040, ¡están empezando a hacerse ahora mismo en 2021! Algunos lectores incluso han comentado esto, diciendo que por qué soy tan pesimista, ¡ya estamos haciendo algunas de estas cosas buenas! Es cierto que también hay lectores que consideran el escenario de este libro como ridículamente optimista. Pero el caso es que es solo un escenario. El abanico de futuros posibles que se extienden desde ahora abarca toda la gama que va desde la catástrofe total hasta una civilización próspera, justa y sostenible para todas las criaturas. Lo que intenté fue hacer de esta novela una especie de mejor escenario posible, pero en el que todavía se pudiera creer, tal vez.

    P. En cuanto a las cosas que ya están mejor en nuestro presente que en el libro, hemos pensado en las protestas masivas de la India. También hay muchas cosas que parecen mucho más sombrías, como la negativa de los gobiernos a evitar la muerte masiva por COVID-19, utilizando la economía como excusa, incluso en un momento en el que la mayoría de los ciudadanos están de acuerdo en que la vida debe tener prioridad. ¿La respuesta a COVID-19 ha afectado de algún modo a sus posiciones?

    R. Ha sido un panorama muy variado. En algunos aspectos la respuesta ha sido sorprendentemente buena: el nivel general de consenso social, y la respuesta científica al coordinar un estudio tan grande del virus y la creación de vacunas. Luego ha habido partes malas, de mantener la presión económica sobre la gente en lugar de suspender la deuda, etc.  En el batiburrillo de respuestas ha sido difícil saber qué pensar. Creo que este año nos dirá mucho. Puede ser que aprendamos lo suficiente de la pandemia como para que hagamos la década de los 2020 mejor de lo que la habríamos hecho sin ella. Un pequeño resquicio de esperanza.

    P. En el libro hay una gran variedad de personajes, tanto en posiciones como en motivaciones. Y casi todos ellos se presentan como razonables, todos tienen algo de verdad. Es posible entender por qué los banqueros centrales tienen objetivos conservadores, por qué hay personas que deciden acabar con sus oponentes políticos, por qué los tecnócratas van más allá de su misión estricta para salvarlo todo. Sin embargo, creemos que es justo decir que, al final, las posiciones un poco más moderadas ganan frente a las directamente radicales, aunque estas últimas tengan una profunda influencia sobre las primeras. Un poco como el dilema entre rojos y verdes en la Trilogía de Marte. ¿Refleja esto la forma en la que piensas que se produce el cambio social?

    R. Puede que sí, me parece una descripción interesante, y seguramente correcta. Una cosa parece segura: hay gente que no lo ve como yo, y trabajará por causas que me parecen profundamente antivida. Eso me parece misterioso, pero la ideología es algo muy poderoso, y como dice mi libro, todos tenemos una ideología. La mayoría de las veces, la gente se las arregla para convencerse de que tiene razón. Pocos hacen cosas malas sabiendo que son malas; hay algunos así, pero los consideramos enfermos. En su mayor parte, la gente siempre tiene sus razones. Por eso, como novelista, me gusta tratar de imaginar lo que piensa el otro, y hablar en nombre de personajes con los que quizá no esté de acuerdo. Cuando las cosas van bien, mis personajes pueden darme algún susto.

    P. En el libro la violencia política de todo tipo tiene un papel destacado. Se presenta como una reacción a la «violencia lenta» que se ejerce a diario contra la gran mayoría de los habitantes del planeta, los más vulnerables. Una cosa que nos ha llamado la atención es que en muchos casos parece ser asombrosamente eficaz: las operaciones selectivas tienen efectos masivos en industrias enteras, en algunos casos básicamente destruyéndolas. No leemos casi nada sobre los posibles inconvenientes de esta táctica. ¿Por qué decidiste presentar las cosas de esta manera? ¿Para epatar? ¿Por alejarte un poco de la forma típica en que aparece la violencia política en la ficción?

    R. Es una buena pregunta. Entiendo lo que quieres decir, y supongo que estaba pensando que si la gente estaba lo suficientemente enfadada como para recurrir a la violencia política, como una especie de resistencia contra la injusticia, sería mejor que la violencia estuviera dirigida a tener un efecto final positivo, en lugar de simplemente hacer saltar por los aires las esperanzas de los inmisericordes mediante un intenso contragolpe de los poderosos. Probablemente debería haber distinguido mejor entre la violencia contra la propiedad y la violencia contra las personas, ya que personalmente creo que el sabotaje sería mucho más fácil de justificar que la violencia contra las personas. En cualquier caso, los personajes de esta novela no buscan mi aprobación. De nuevo, a menudo se trata de una expresión de miedo por mi parte: si no lo hacemos mejor que esta gente, nosotros también seremos objeto de este tipo de violencia selectiva, o incluso peor.

    P. En cuanto a la serie de soluciones propuestas, parece que has cogido un poco de casi todas partes: la geoingeniería de los «ecomodernistas”, el rewilding y el nuevo contrato con la vida animal de los ecologistas radicales, el carboncoin de los economistas heterodoxos y la comunidad del código abierto. Esta última idea nos interesa especialmente. En el libro, el Ministerio consigue convencer a los bancos centrales para que lo respalden, pero se insinúa que un camino alternativo podría ser que la gente de a pie lo hiciera sola, al menos al principio. ¿Ves esta última vía como una forma posible de tener algo así como una moneda de carbono?

    R. Creo que es más probable que tenga éxito si los bancos centrales lo respaldan, y he observado que a día de hoy bastantes banqueros centrales de todo el mundo han mencionado el quantitative easing del carbono de forma más o menos positiva, principalmente diciendo que si sus gobiernos les dijeran que lo hicieran, creen que podrían hacerlo. Para la gente corriente, no estoy seguro de que comerciar con una criptodivisa de forma ajena al dinero fiduciario diera suficiente confianza. El dinero es un asunto muy serio, y la confianza entre extraños es difícil de generar y mantener. Me parece que toda la civilización tiene que estar detrás de ese esfuerzo, que esa confianza es justamente uno de los ingredientes principales en cualquier civilización exitosa. Lo damos por sentado, se convierte en algo hegemónico y no se examina, es como una alucinación con la que todos estamos de acuerdo, como en el hipnotismo. Si se mira con demasiada atención, puede parecer demasiado inverosímil para creer en él, por lo que la gente pasa de largo. Una innovación radical puede hacer que nos fijemos demasiado; quizá sea mejor utilizar las herramientas que ya tenemos a mano, como el dinero fiduciario y los bancos centrales.

    P. Hablar de grandes ideas lleva, por desgracia, a hablar de grandes hombres. En tu libro, los multimillonarios no desempeñan ningún papel importante, aparte de ser secuestrados en Davos. ¿Por qué? ¿Es esto representativo de cómo ves su papel en nuestro futuro?

    R. Sí, no tengo fe en ellos. No deberían existir, y no tienen suficiente dinero y poder para hacer algo importante a nivel sistémico. Las organizaciones benéficas suelen ser mecanismos de evasión fiscal en su mayor parte, y sería preferible tener una fiscalidad progresiva, y normas de propiedad diferentes, para empezar, que limitaran la riqueza personal y también el tamaño de las empresas. Además, y de forma aún más obvia, debería haber un suelo de ingresos por debajo del cual nadie pudiera caer. Este tema de la paridad salarial se discute en las cooperativas, y de hecho la lista de valores cooperativos que el movimiento ha generado es un llamamiento a un post-capitalismo que comienza dentro del sistema actual. Lo adecuado como base, y luego diez veces lo adecuado como techo, la llamada relación salarial de diez a uno. Esa es una buena meta para comenzar a trabajar.

    P. Cierto. No queríamos decir que tuviéramos fe en los millonarios, nos referíamos más bien a que fueran esas personas que en tu libro «lucharían contra la vida». El último presidente de EE.UU. era una persona muy rica, y en general creemos que los multimillonarios tienen más influencia social de lo que su riqueza, por extrema que sea, podría sugerir. Hoy en día, Elon Musk es lo más parecido a un villano del tipo de James Bond, y establece el estándar para todo tipo de comportamientos antisociales que la gente replica. Y, sin embargo, en el libro la mayoría de los grandes acontecimientos están determinados por los Estados, las grandes empresas y otros actores colectivos. Esto, de nuevo, es refrescante comparado con la mayoría de la ficción, pero probablemente no es la forma en que mucha gente experimenta la política.

    R. Estoy de acuerdo en que existe una especie de cultura de la celebridad en la que los multimillonarios aparecen como héroes y/o villanos, y es cierto que las historias, al estar basadas en los personajes, tenderán a centrarse en esas personas. Megafauna carismática y todo eso. Pero para mí esto no es más que una distracción de la política real. Me encantaría ver niveles impositivos realmente progresivos, tanto contra las personas como contra las corporaciones, de tal manera que se acabara con los multimillonarios.  Podríamos llamarlo «El gran corte de pelo». 

    P. Alejándonos del libro, has escrito bastante sobre las utopías… pero no parece que te interese describirlas en tus libros. La búsqueda de algo mejor y la constatación de que esa búsqueda no tiene fin parece ser uno de los motores de tus historias… Estamos pensando en Aurora, que es todo lo sombrío que puede ser un libro (y bastante original en su giro argumental, que rompe con la ciencia ficción tradicional)… pero tiene uno de los finales más bonitos que hemos leído. Además, haces algo que muy pocos autores hacen: retconear tus propias historias. Aurora borra un poco la trilogía de Marte, Luna Roja se basa en Nueva York 2140, pero corrige algunos de sus argumentos, y El Ministerio hace lo mismo con Luna Roja… ¿Siempre te lo has planteado así?

    R. Gracias por lo de Aurora. Desde Pacific Edge he intentado redefinir la utopía como un nombre para un proceso dinámico en la historia en el que las cosas mejoran. H.G. Wells inició esta redefinición, pero la connotación popular como un estado final perfecto, probablemente sacada de Platón o de Moro, mantiene su lugar central en el imaginario popular. Pero trabajar en esa redefinición me da historias que contar. Y sí, me gusta retomar los problemas de una novela y ver si puedo volver a plantearlos de otra manera, en una obra posterior.  Tanto 2312 como Aurora se burlan de la historia de mi trilogía de Marte de formas que me hacen gracia: en 2312 pasan por Marte sin detenerse, y lo maldicen o murmuran «he oído que es un lugar interesante», y así sucesivamente, es una especie de juego para los lectores que han estado conmigo desde antes. Y cuando escribí Aurora, las noticias de Marte habían cambiado la situación material en ese lugar de tal manera que se necesitaba una nueva historia terraformar el lugar, sí, sigue siendo un buen proyecto, pero es probable que lleve diez mil años–, pero ¿y qué?  Luego, en cuanto a las finanzas, para cuando escriba una nueva novela habré aprendido más y el mundo habrá cambiado. Sería horrible estar atrapado en mi propia historia del futuro tratando de hacerla coincidir con las otras historias –creo que Heinlein y Asimov estaban atrapados en ese tipo de proyecto, era quizá un signo de los años cincuenta americanos, el deseo de que las cosas no cambiasen nunca. Sigo encontrando nuevos puntos de vista. Ya me han señalado errores en El Ministerio para el Futuro que me gustaría arreglar en alguna historia posterior. Eso sí, en historias más cortas.

    P. Mencionas que te han señalado errores, y que hay cosas que ahora cambiarías, o que harías de manera diferente en continuaciones. Tenemos curiosidad, ¿podrías mencionar algunas de esas cosas?

    R. Bueno, prefiero no hacerlo. Pero puedo decir que la gente me ha enseñado que vender tus datos en internet no es una buena idea, independientemente de cómo se configure; y también me han dicho que la Captación Directa del Aire debería haber tenido más protagonismo, lo que creo que quizá sea correcto. Pero estas son sólo algunas de las cosas más pequeñas.  

    P. Volviendo al pensamiento utópico, parece que está renaciendo en la anglosfera, y también en España. Tanto con un rechazo militante de la desesperanza en la ficción (el hopepunk, la ficción climática optimista…) como con, al menos, la intención de plantear planes políticos ambiciosos, como el Green New Deal. ¿Cuál es tu punto de vista al respecto?

    R. Yo también lo veo así y creo que tiene sentido. La distopía puede ser un pesimismo de moda, un intento de parecer inteligente siendo cínico, etc. Tiene su propósito, pero la utopía es mucho más esperanzadora, y la gente quiere historias esperanzadoras. Así que veo todo el hopepunk, el solarpunk y la ficción climática positiva como una reacción instintiva a nuestra peligrosa situación. Soy mayor y mis grandes contemporáneos utópicos, Le Guin e Iain Banks, han muerto, así que me gusta ver a los escritores más jóvenes recoger la antorcha. En ese grupo, me gusta el trabajo de un colega joven, Andrew Hudson. Es un género pequeño, pero nunca desaparecerá. Cory Doctorow ha tenido una gran presencia y ahora hay nuevos escritores, más jóvenes que él. Espero que haya más de este tipo de ficción.

    P. El estilo del libro es fragmentario. Hay muchos capítulos cortos autocontenidos con historias aisladas, o mini ensayos. Algunos de ellos recuerdan a los pronunciamientos de Ubik en la novela de Philip K. Dick, en los que una entidad no humana habla de forma ominosa (a veces también divertida). Es un gran contraste con las novelas anteriores, que eran mucho más tradicionales en su estructura. ¿Se trata de un intento de hacerla más contemporánea a un mundo en el que las ráfagas cortas de información que dominan la forma en que nos relacionamos con la vida?

    R. Bueno, veo la naturaleza fragmentaria de la lectura y la vida social contemporáneas, pero como novelista me gusta asentarme en un texto y quedarme con él, profundizando en su mundo. Pero la forma de la novela puede acoger todo tipo de material dentro de sí, y el juego de formas es algo que me gusta mucho. Recuerdo esos pequeños anuncios de Ubik en la novela de PKD, que eran divertidos y arrojaban un tono ominoso sobre la novela. Eso encajaba con una tradición de la ciencia ficción de los años 50 en la que se sacaban entradas de la Enciclopedia Galáctica, etc., para dar antecedentes, contextualizar (algo que también ocurre en Dune). Luego Brunner utiliza el formato de la trilogía USA de Dos Passos, de hilos trenzados de diferentes tipos de historias, marcadas como tal. Yo utilicé ese mismo formato en 2312, y lo disfruté mucho.  En realidad, casi todas mis novelas tienen un hilo argumental secundario encajado en la línea principal; esto fue a propósito en Las tres Californias, y he vuelto a él en los prefacios en cursiva de cada capítulo de la trilogía de Marte, que también está en Tierra verde. Y en los capítulos del bardo en Años de arroz y sal. Rara vez he recurrido a una sola narración, pero cuando lo he hecho, como en Chamán, también se convierte en un recurso formal destacado, al menos para mí. En el caso de Ministerio, tenía mucha intención de hacer un juego de formas en el que cada capítulo, cuando comienza, no se sabe qué tipo de texto será, o de quién tratará, etc. Dado lo sombrío de gran parte del material, pensé que tener un juego así sería un alivio y un placer.

    La ilustración de cabecera es «Osos en Marte», de Damir Raufovich Muratov (1967).

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  • «Nuestra lucha es la de una fuerza contra otra, no la del conocimiento contra la ignorancia» Entrevista con Andreas Malm

    Andreas Malm (Mölndal, Suecia, 1977) se ha convertido en uno de los pensadores con más visibilidad dentro del ecosocialismo, también en el estado español, con dos libros aparecidos en apenas unas semanas y otros más que están por venir. Desde que publicara Capital fósil, recientemente traducido al castellano, su preeminencia no ha dejado de crecer, en parte debido a la claridad y el vigor de su manera de escribir, pero sobre todo gracias a la contundencia (incluso la brutalidad) de sus análisis y propuestas. La editorial Errata Naturae ha publicado hace poco uno de los últimos libros del autor sueco, El murciélago y el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, en el que, inspirándose en cómo los bolcheviques lidiaron con una situación catastrófica de varias dimensiones (social, política, económica, bélica, energética…) durante el fin de la primera guerra mundial, la revolución de octubre y la guerra civil rusa, propone retomar la noción de comunismo de guerra y poner en marcha un leninismo ecológico que nos permita salir de la actual crisis ecosocial global, la cual se está manifestando también en múltiples niveles: pandemia, emergencia climática y desigualdades sociales rampantes a escala planetaria. Para ello, Malm pone sobre la mesa la necesidad de apropiarnos de todos los recursos materiales y sociales a nuestro alcance, utilizarlos para recuperar el ímpetu comunista de salvación y redirigir esta crisis contra sus causas y, especialmente, contra sus causantes. Hemos tenido la oportunidad de entrevistar al autor en torno a estas propuestas, sus complicaciones y sus posibilidades.

    Aunque a primera vista podría parecer que el cambio climático y la crisis del COVID-19 presentan profundas similitudes debido a sus implicaciones globales y de urgencia, en tu libro subrayas las muchas diferencias que hay entre ellos. Pese a que no existían muchas pruebas científicas acerca del COVID-19 ni análisis políticos sobre las posibles soluciones, muchos gobiernos aplicaron medidas rápidas y drásticas sin demasiado debate político. En el caso del cambio climático, tras décadas de investigación disponemos de una cantidad abrumadora de pruebas sobre sus causas y sobre qué hacer, pero en este momento las medidas que es necesario aplicar parecen políticamente irrealizables. ¿Qué crees que puede aprender el movimiento climático de esta aparente paradoja y de la relativa importancia que tiene la «verdad científica» si no está vinculada a la importancia del poder?

    Esta es una muy buena pregunta, porque señala una lección que al movimiento climático se le debería quedar grabada a fuego después de este año: el progreso no deriva del conocimiento, deriva del poder y del equilibrio de fuerzas. Parece haber una relación inversa entre las acciones más relevantes y la cantidad de conocimiento que las acompaña; como sugerís, la sobreabundancia de pruebas científicas sobre el calentamiento global viene acompañada por una actitud de pasividad, mientras que las acciones más dramáticas para combatir el COVID-19 (se llegó al punto de dejar en suspenso economías enteras) emergen de una base con una comprensión muy rudimentaria acerca de la pandemia. Por lo tanto, el movimiento por el clima ya no puede simplemente seguir pidiendo a los políticos que presten atención y «escuchen a los científicos», un enunciado repetido por gente como Greta Thunberg. Si bien esa postura tiene, por supuesto, muy buenas intenciones, está pasando por alto lo que es la clave del asunto: los políticos se alinean con las posturas científicas solo si los intereses de la clase dominante, responsable de la destrucción que ahora mismo está en marcha, son sobrepasados y derrotados o si estos no aparecen siquiera cuestionados. La pregunta que el movimiento debería hacerse es más bien esta: «¿Cómo construimos el músculo social necesario para obligar a los estados a hacer lo que hace falta?». No tanto «¿por qué no escucháis a la ciencia?» sino «¿cómo forzamos a los gobiernos, tan plegados hasta ahora al capital fósil que han ignorado la montaña inmensa de pruebas científicas, para que empiecen a actuar?». En otras palabras, ¿cómo rompemos los lazos que los unen al capital fósil y los ponemos a funcionar como aparatos que apliquen una transición ecológica? Lo que yo creo, por supuesto, es que esta transición no puede tener lugar sin que los estados se encarguen de ella, pero nunca va a suceder si son los estados los que tienen que tomar la iniciativa: el principal motor serán las fuerzas situadas fuera del estado, fuerzas populares, dentro del movimiento climático y aliado con él, que hagan que los gobiernos se comporten de manera distinta a como lo han venido haciendo hasta ahora. No estoy diciendo que el movimiento (incluida Thunberg y sus cuadros) no hayan intentado lograr precisamente esto; probablemente la generación de 2018-2019 se ha acercado más que ninguna otra dentro de la historia del movimiento a encarnar este papel. Pero tenemos que pensar en nuestra lucha como la de una fuerza contra otra más que como la del conocimiento contra la ignorancia. Porque la política no viene determinada por la presencia de la verdad científica; desde luego, esta es una lección que sacar de la comparación entre la crisis del coronavirus y la crisis climática.

    Afirmas que la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes de la zoonosis, las pandemias y el cambio climático. ¿Qué podrían hacer los países del norte global para frenar esta destrucción y comenzar a restaurar ecosistemas situados más allá de sus fronteras? ¿Está sucediendo esto de algún modo que nos pueda resultar visible?

    Lo primero sería tomar el control público de las cadenas de suministro que llegan a zonas tropicales de tala masiva de árboles. Los estados del norte global deberían dejar de aplicar su capacidad de orden, mando y mapeo sobre la ciudadanía (y, añadiría, sobre la gente migrante) y empezar a hacerlo sobre las compañías que sacan sus mercancías de pastizales y plantaciones y minas y cultivos situados donde hasta hace poco se alzaban bosques. Que esto se puede hacer es evidente, no hay ningún obstáculo técnico. Pero no estamos viendo nada que se le parezca; de hecho, a estas alturas de 2020 solo hemos visto lo contrario: una deforestación acelerada de las áreas tropicales más sensibles del planeta. Las carreteras penetran tanto en las selvas tropicales del Amazonas, del centro de África y del Sudeste Asiático que la integridad de estos ecosistemas se halla en peligro inminente. La devastación del interior del Amazonas llegó este verano a un punto de intensidad nuevo, cuando hubo empresarios que se adentraron en la región para incendiar bosques enteros, al tiempo que el gobierno de Indonesia decidía abrir sus selvas a la inversión extranjera, sin límite alguno a la tala. Y todo eso en mitad de una pandemia, cuando cabría pensar que los estados se lo iban a pensar dos veces antes de dar alas a una mayor destrucción forestal. Porque lo cierto es que la ciencia es tremendamente clara acerca del hecho de que la deforestación es el principal desencadenante de la zoonosis. Cuando las carreteras se abren paso a través de los bosques, los patógenos que habitan en ellos entran en contacto con los seres humanos; cuando se talan bosques enteros, los portadores (como los murciélagos, que portan los coronavirus) se ven obligados a irse a otro lugar. Es aquí donde el contraste entre el coronavirus y el cambio climático se esfuma: es precisamente allí donde se ven involucradas las principales entidades de acumulación de capital donde los estados no han estado preparados para llevar a cabo ningún movimiento contra las causas de la pandemia. En su lugar, lo que hemos visto este año ha sido cómo se echa más gasolina al fuego de la fiebre global: más deforestación, lo que ha causado el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas, junto a una mayor quema de combustibles fósiles. Todos los pasos se están dando en la dirección equivocada.

    En «El murciélago y el capital» hay una idea que aparece con frecuencia y que nos resulta interesante: no solo la deforestación y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes tanto de las pandemias como del cambio climático, sino que también es muy importante en este sentido la mercantilización y subsunción de la vida animal a los circuitos del capital. Llegas incluso a proponer, de manera bastante provocativa, que deberíamos alcanzar un «veganismo global obligatorio». En este sentido, ¿crees que el antiespecismo, que ahora mismo en la práctica parece estar políticamente separado de la lucha ecologista, podría tener un papel relevante en la lucha contra el cambio climático y viceversa?

    Eso creo, sí. El «veganismo global obligatorio» es, por supuesto, una provocación. No tengo ninguna intención de prohibir el consumo de carne al pueblo sami o a comunidades del Amazonas con las que no se ha establecido ningún contacto. Pero sí que creo que la generalización del veganismo sería un fin deseable dentro de la transición que necesariamente tiene que hacer en su dieta el norte global rico; eso para empezar. Nuestras metrópolis no pueden seguir cebándose gracias a las preciadas tierras que hay por todo el planeta. Lo que hace falta es utilizar la tierra para otros fines que no son ni la producción de carne ni la de lácteos; especialmente se deben dedicar a la resilvestración y la reforestación, que permitirán absorber CO2 y estabilizar el clima. Estamos alcanzando un punto en el que el interés de la humanidad por su propia supervivencia (y debemos suponer que existe tal interés, al menos más allá de las clases dominantes, de la extrema derecha y demás gente que parece poseída por una arrebatadora pulsión de muerte) se está alineando de manera objetiva con la de otras especies. Lo que quiero decir es lo siguiente: la crisis de biodiversidad ahora mismo se ha vuelto también peligrosa para los seres humanos. El COVID-19 es la primera manifestación épica de esta respuesta. Lo que ha sucedido hace poco en la granja de visones en Dinamarca nos ha puesto ante los ojos de nuevo el mismo asunto: al tener enjaulados a quince millones de criaturas, la industria danesa de visones (que es la más grande del mundo, pues produce abrigos de piel y productos de pestañas falsas para un segmento de consumidores espantosamente rico) generó las condiciones perfectas para que el Sars-Cov-2 saltase de nuevo a organismos animales, mutase y volviese otra vez a los seres humanos de una forma potencialmente desastrosa. Por tanto, el estado danés ahora está liquidando esa industria. Esto es algo que, por supuesto, los y las activistas por los derechos de los animales han estado exigiendo desde hace una eternidad por compasión hacia los visones, que necesitan deambular y nadar y andar escarbando; para estas criaturas, la vida en una jaula es de un terror abyecto. Y ahora finalmente se ha convertido en una fuente de terror también para los seres humanos. En el mismo espíritu, el cambio de la comida de origen animal a la de origen vegetal en nuestra dieta debería estar motivado por un interés humano por nosotros mismos. Por decirlo de algún modo, el antiespecismo se convierte así en un abandono con base antropocéntrica del reino animal.

    En tu libro hay una parte en la que hablas de algo que para mucha gente de izquierdas no es fácil de asumir: la necesidad de hacer cesiones, un asunto que incluso los bolcheviques tuvieron que afrontar y que se vuelve aún más inevitable cuando apenas disponemos de fuerza política y queremos empezar a crecer, que es lo que sucede actualmente. ¿Cómo podríamos combinar esta necesidad con la de empezar a ver cambios drásticos de manera inmediata? ¿Cómo puede el movimiento climático empezar a levantarse a partir de esta idea de un diálogo entre reforma y revolución, y no solo a partir de la oposición negativa entre reforma o revolución?

    A mí, que vengo del movimiento trotskista, la conceptualización que más me atrae de la relación entre reforma y revolución sigue siendo la idea de «reivindicaciones transitorias»: se elevan reivindicaciones que articulan intereses materiales inmediatos de los grupos subalternos, pero ello, precisamente por esta razón, entra en conflicto con el statu quo y acaba apuntando aún más allá. Las reivindicaciones más básicas por una transición climática tienen esta forma. La abolición total de aquello que normalmente denominamos «industria de combustibles fósiles» (las compañías que extraen sus beneficios directamente de la producción de petróleo, gas y carbón) es una reivindicación de mínimos para lograr la estabilización del clima. Toda aquella persona que tenga cierta idea sobre la crisis climática sabe también que esas empresas no pueden seguir existiendo en cuanto tales. Deben ser apartadas de la economía de manera inmediata y para siempre. Sin embargo, eso abriría un agujero enorme en el tejido del capitalismo tal cual existe actualmente y no sabemos qué puede surgir al otro lado; perfectamente podría ser alguna versión de una sociedad poscapitalista. No obstante, es importante no poner el carro delante de los bueyes. No se arranca diciendo «acabemos con el capitalismo», esa no es la lógica de las reivindicaciones transitorias. Uno empieza exigiendo lo que es necesario ahora y luego sigue la dinámica social de esa demanda allí donde le lleve. Por poner un caso un poco más concreto, pensemos en un país del que rara vez se habla en este contexto: Francia. La empresa privada más grande del país es Total, una de las compañías de petróleo y gas más grandes del mundo. Como cualquier otra empresa del sector, ahora mismo está planeando una expansión de su producción para la década actual, la misma en la que las emisiones se deben reducir a la mitad a nivel mundial si queremos conservar alguna posibilidad de tener un calentamiento global que esté por debajo de 1,5 ºC. Evidentemente, Total tiene que dejar de existir. La manera más obvia de lograr que eso suceda sería nacionalizar la compañía y poner fin a toda su producción de petróleo y gas (y yo añadiría que habría que convertirla en una entidad dedicada a absorber CO2 de la atmósfera en lugar de a emitirlo). Es también evidente que el estado francés no está pensando hacer esto ni nada que se le parezca. Al contrario, el presidente Macron respalda los planes que tiene Total de irse al Ártico a hacer perforaciones en busca de más petróleo, y lo hace en el mismo momento en el que hay científicos informándonos de que el calentamiento en el Ártico se está dando a tal velocidad que los depósitos de hidrato de metano ubicados en el fondo del mar se están activando, filtrando así a la atmósfera este gas de efecto invernadero ultrapotente, uno de los mecanismos de retroalimentación más temidos y peligrosos del sistema climático. Pero imaginemos que el estado francés, sometido a algún tipo de presión de masas, de hecho socializase Total y se la quedase. ¿Sería eso compatible con el capitalismo tal cual lo conocemos en Francia o apuntaría, de manera más o menos inevitable, a un lugar situado más allá del statu quo? Esa es la lógica de las reivindicaciones transitorias en la crisis climática: trascienden la oposición binaria entre reforma y revolución. Y, en este momento de emergencia, lo cierto es que no podemos permitirnos quedarnos atascados en ningún tipo de insistencia purista en ninguna de las dos. Sencillamente hay que hacer lo hay que hacer.

    Dentro del mismo marco de reforma y revolución, en el libro sugieres que incluso los revolucionarios más radicales del siglo veinte tuvieron que mantener cierta continuidad con el antiguo régimen debido a las circunstancias extremas que estaban afrontando. Las nuestras no solo son extremas, sino que además nos dan muy poco tiempo para reaccionar. ¿Crees que deberíamos hacernos a la idea de que los cambios políticos más importantes de la próxima década para superar lo peor del cambio climático se darán dentro del antiguo régimen capitalista? ¿O esta es la receta perfecta para el desastre y el derrotismo?

    Retomo la respuesta a la pregunta anterior: no podemos aceptar el capitalismo como un marco del que no podemos escapar y en el que tenemos que permanecer mientras resolvemos el problema del clima. No obstante, tampoco podemos decir que solo acabando primero con el capitalismo vamos a poder abordar el asunto del clima. Eso es una bobada. La lógica de la reivindicaciones transitorias, a riesgo de repetirme, es la de insistir en las políticas que resulten más evidentes (pensemos en la petición de paz en Rusia en 1917) y después, dado que estas políticas solo pueden ser llevadas a cabo a través de la confrontación con las clases dominantes, o al menos con fracciones de la clase dominante, prepararnos para ir más allá de su gobierno, si es eso lo que hace falta. La transición climática es un viaje que no empieza (que no puede empezar) con el fin del capitalismo, como tampoco pudo la revolución rusa. Puede terminar en ello, pero eso aún no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que ninguna de nuestras exigencias (emisiones cero, la liquidación de la industria de combustibles fósiles, revertir la deforestación, etcétera) va a darse sin lucha. Y esa lucha debemos darla hasta el final. Todo depende de ello.

    En otras entrevistas has señalado que esta cuarentena a nivel global ha supuesto todo un golpe para la lucha contra el cambio climático, la cual parecía estar en auge antes de marzo. Además, como decíamos antes, la pandemia ha demostrado que es más que necesario un movimiento social potente para dotar de ambición y sentido a las intervenciones estatales. Esto nos podría recordar otro de los preceptos leninistas: debemos estar preparados para aprovechar el momento. ¿Cómo podría prepararse el movimiento climático antes de una posible vuelta a la normalidad, cómo debería proceder cuando eso suceda (si es que sucede)? ¿Crees que la actual situación podría ser redirigida contra el capital fósil? En resumidas cuentas, ¿qué aspecto podría tener hoy ese «momento a aprovechar»?

    Una cosa que defiendo en How to Blow Up a Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire, que aparecerá en la editorial británica Verso en enero y algo más tarde en castellano [Cómo dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas en un mundo en llamas será publicado también por Errata Naturae], es que el movimiento por el clima tiene que aprovechar los momentos de desastres climáticos, es decir, debemos aprender a actuar cuando nos golpeen sucesos meteorológicos extremos. Hasta el momento, el movimiento ha seguido un calendario ajeno al clima (huelgas los viernes, eventos contra las cumbres de la COP) y rara vez ha ajustado sus acciones a desastres reales, pero la próxima vez que Australia sufra unos incendios infernales, el movimiento debería lanzar una serie de acciones militantes contra la industria del carbón del país, y el próximo verano que Europa padezca un calor y unas sequías insoportables, deberíamos atacar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles para dejarle claro a la gente que, a menos que desarmemos esta maquinaria, vamos a arder hasta la muerte. El leninismo ecológico en funcionamiento sería eso: transformar una crisis de los síntomas en una crisis contra las causas. Los momentos de condiciones meteorológicas extremas y el sufrimiento que los acompaña deben ser politizados como los episodios bélicos que en realidad son. Son también los momentos en los que existe el potencial de ganar un apoyo masivo para la resistencia contra los combustibles fósiles; el verano de 2018 en Europa y lo que vino después (Fridays for Future y Extinction Rebellion) así lo indican. Tenemos que aprender a golpear cuando la cosa se está poniendo caliente, de manera bastante literal. Es entonces cuando las acciones militantes de masas se deben escalar, llegando a tomar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles, también dentro de las ciudades, para asfixiarlas hasta tal punto que los estados se vean obligados a negociar su desmantelamiento permanente. Pero está claro que hay algo de camino que recorrer hasta llegar ahí.

    Como dices en el libro, el comunismo ha sido un movimiento fuertemente vinculado a las ideas de emergencia y salvación, desde el Manifiesto comunista hasta el periodo de 1914-1945 y hasta, queremos creer, la actual crisis climática. ¿Crees que si abordamos el cambio climático y la destrucción de ecosistemas desde una perspectiva realmente de emergencia, esta sería inherentemente comunista, al menos en espíritu (si es que existe tal cosa)?

    Debemos atrevernos a enfrentarnos a la propiedad privada. Esto es inevitable, es el alfa y el omega. Que eso requiera un comunismo en toda regla es harina de otro costal; yo creo que en ningún caso lo hace de manera axiomática. Uno puede concebir de manera lógica la abolición de las industrias de combustibles fósiles sin la abolición del capitalismo como modo de producción. Pero, de nuevo, la abolición de las primeras perfectamente puede llevar a una ruptura con el capitalismo. A fin de cuentas, las reivindicaciones transitorias básicas y de mínimos apuntan algo que se parece bastante al comunismo de guerra.

    En todo caso, sí afirmas que las experiencias comunistas históricas fueron una especie de operación de rescate a partir de fallos catastróficos anteriores, esto es, fueron empresas inherentemente trágicas. Dices que deberíamos estar dispuestos a aceptar esta situación y a tener por delante una vida de lucha sin cuartel. Todo indicaría que esto es así y, pese a todo, vivimos en sociedades en las que cualquier cambio significativo viene después de haber convencido a un porcentaje importante de la población. Un comunismo del desastre, en estas condiciones, podría parecer un suicidio político perfecto a la hora de hacer campaña por él. ¿Qué opinas al respecto?

    En las pancartas yo no escribiría «¡Comunismo del desastre ya!», sino que plasmaría reivindicaciones como las que hemos mencionado, que puedan granjearse un apoyo extenso, como lo hacen, claro está, la reivindicaciones por un Green New Deal, por una transición justa y otros proyectos similares. Lo que pasa con el comunismo en el siglo veintiuno (si pensamos en el comunismo como una sociedad sin clases en la que todo el mundo tiene sus necesidades básicas cubiertas) es que probablemente tendría que construirse en una situación de escasez más que de abundancia. No tenemos más que pensar en el aumento del nivel del mar. Si crece dos metros, la mayor parte de Bangladés y todo el sur de Irak van a estar inundados, y puede que ya sea demasiado tarde para evitar este crecimiento, dada la velocidad y la irreversibilidad potencial del derretimiento del hielo en Groenlandia y en la Antártida occidental. Así pues, de aquí a un siglo, el comunismo en países como Bangladés o en el sur de Irak tendría una forma más parecida a la del comunismo de guerra o del desastre que a propuestas como el «comunismo de lujo totalmente automatizado», que parten de una «capacidad de suministro extremo» de cualquier bien que podamos desear. Bien pudiera ser que hubiera una escasez extrema de los bienes más básicos, incluso de un suelo sobre el que poner los pies. ¿Cómo cubriríamos entonces las necesidades de todo el mundo? ¿Podemos hacerlo sin dejar atrás las terribles desigualdades que existen en una sociedad de clases? Son preguntas que debemos hacernos de manera seria. Tendríamos que formular nuestras reivindicaciones más inmediatas pensando en evitar hacer más daño a la Tierra, pero sabiendo que hay un daño que ya se le ha hecho.

    Dicho todo esto, cierras tu libro vinculando las ideas de supervivencia y utopía. La de utopía es una noción que nos resulta muy cercana, pensada no solo como la necesidad de dibujar un futuro imaginario mejor, sino también, y de manera muy concreta, un presente diferente. ¿En tu idea de «comunismo de guerra» hay espacio para el pensamiento utópico?

    Desde luego. Como señalo en el libro (si bien no me extiendo en ello, ya lo han hecho otras personas) una transición que deje atrás los combustibles fósiles es compatible con mejoras radicales en las vidas de la gente. Puede venir acompañada de mejores trabajos, trabajos más seguros y, lo que no es menor, menos trabajo: jornadas laborales más cortas, más tiempo libre. De hecho en el comunismo de guerra original existía también una pulsión utópica: la emergencia de la guerra civil rusa ofreció la ocasión de experimentar con una vida sin dinero ni propiedad privada. Evidentemente, no salió demasiado bien. Pero la supervivencia y la utopía no son conceptos opuestos por definición. La primera podría hallarse en la segunda y necesitarla.

    La ilustración de cabecera es «La carga de la caballería roja», de Kazimir Malévich (1878-1935).

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  • Trabajar menos, ganar tiempo, ganar vida. Por la reducción de la jornada

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    El miedo es una respuesta de supervivencia. El miedo nos impulsa a correr, a saltar; el miedo puede hacernos actuar como si fuéramos sobrehumanos. Pero tiene que haber un sitio hacia el que correr. Si no, el miedo solamente es paralizante. Así que el truco de verdad, la única esperanza, es dejar que el horror que nos produce la imagen de un futuro inhabitable se equilibre y se alivie con la perspectiva de construir algo mucho mejor que cualquiera de los escenarios que muchos de nosotros nos habíamos atrevido a imaginar hasta ahora.

    Naomi Klein, Esto lo cambia todo

    Puede que sea por una falta de distancia temporal con la crisis que estamos viviendo ahora mismo, pero es fácil sentir la tentación de clasificar nuestra era en una época Antes del COVID-19 y una Después del COVID-19. Desde luego parece que en estos términos pensamos cuando recordamos las cosas que hacíamos antes del confinamiento y cómo cambió todo radicalmente después. El impacto está siendo (y será) tal que parece casi comprensible que hayamos olvidado lo que los dos últimos años supusieron para el ecologismo, convertido, por primera vez, en un movimiento de masas mundial. Millones de personas salieron a las calles de todo el mundo exigiendo a los gobiernos que escuchen a los científicos y reaccionen antes de que sea demasiado tarde. Es fundamental retomar esta lucha y tomar impulso porque tanto la actual pandemia como el cambio climático están causados en última instancia por un sistema que considera que no existen límites físicos y ecológicos en su búsqueda de beneficio. Con la crisis del coronavirus hemos visto que cuando un desastre de estas magnitudes afecta a nuestra sociedad, son las condiciones de los servicios públicos de salud, de vivienda, de trabajo, de cuidados las que determinan cuánto sufriremos y con qué grado de desigualdad. Del mismo modo, serán precisamente unos servicios públicos robustos y unas condiciones laborales y sociales mejores las que nos permitirán afrontar del mejor modo posible las peores consecuencias del cambio climático (temperaturas más altas, incendios, inundaciones…).

    En octubre de 2018, solo un par de meses después de que Greta Thunberg dejase de ir a clase los viernes para exigir acción contra el cambio climático, el IPCC publicó un informe especial sobre los impactos de un calentamiento global por encima de los 1,5 ºC en el que se avisaba de que, para poder descartar estos escenarios, eran necesarios «cambios rápidos, de gran alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad». ¿Pero y si existiera un precedente? ¿Y si hubiera una medida que se pudiera tomar de inmediato, que fuese a tener un impacto muy grande en la reducción de emisiones y en la movilización social y que, además, se ha tomado repetidamente a lo largo de la historia del capitalismo? Hablamos, por supuesto, de la reducción de la jornada laboral.

    Los cronocrímenes del capital

    Tal vez una de las mayores enseñanzas de El capital de Marx es que el capitalismo es un «cronocrimen» a gran escala: una parte minoritaria de la sociedad roba sistemáticamente el tiempo de vida de la mayoría, enriqueciéndose durante el proceso y aumentando la desigualdad social. Hemos descubierto demasiado tarde que el mismo sistema que nos roba el tiempo individualmente a cada persona además ha estado destruyendo las condiciones de vida en la Tierra, desposeyéndonos por tanto de nuestro tiempo de una manera adicional, también como especie. Por ello, cuando decimos que el capitalismo es el culpable del cambio climático tenemos que entender que, en última instancia, la lucha contra el trabajo asalariado debe ser uno de los pilares de la lucha climática. Nos roban el tiempo de vida hoy y nos roban el tiempo de vida de mañana.

    La lucha entre la clase trabajadora y la burguesía con motivo de la duración de la jornada laboral ha sido uno de los elementos fundamentales del metabolismo capitalista durante los últimos doscientos años y, de hecho, uno de los principales focos de la lucha obrera, a menudo ofuscado, ha sido la lucha por la reducción de la jornada laboral. Desde la reclamación de la reducción de la jornada a doce horas hasta lograr la jornada de ocho horas, la lucha por trabajar menos para el patrón ha sido una de las señas de identidad del movimiento obrero. Sin embargo, parece que la jornada laboral de ocho horas (al menos sobre el papel) se ha asentado como la cantidad «natural» de horas que hay que trabajar y, al menos en España, la reducción de esta cantidad no ha vuelto a aparecer como una reivindicación de la clase trabajadora durante los últimos cien años de un modo mayoritario (y cuando ha aparecido ha sido, generalmente, con poco éxito), desde que la última reducción se consiguiese con la huelga de la CNT en La Canadiense. Los trabajadores y las trabajadoras siempre hemos necesitado tener más tiempo libre y regalarle menos tiempo a nuestros jefes. Sin embargo, ahora esta necesidad vital y humana se convierte en una necesidad existencial: tenemos que pasar menos tiempo en el trabajo para poder ganar más tiempo sobre la Tierra. No habrá transición ecológica ni esta podrá ser justa sin una jornada laboral que comience a disminuir cuanto antes.

    Hay que puntualizar que cuando decimos reducción de jornada nos referimos a una reducción del tiempo de trabajo que no conlleve una reducción de salario, implementando si es necesario desde la administración un período de transición en el que el Estado se asegure de que esto ocurre. Además, existen múltiples formatos de reducción de jornada, como puede ser trabajar directamente un día menos o seguir trabajando la misma cantidad de días pero menos horas. Consideramos que lo fundamental es trabajar menos, y que distintas personas encontrarán más beneficioso uno u otro formato dependiendo, por ejemplo, de las responsabilidades de cuidado a su cargo. Por ejemplo, la federación de sindicatos del sector público de Islandia firmó recientemente un nuevo contrato en el que se reduce la semana laboral de cuarenta a treinta y seis horas sin pérdida salarial, y dentro del acuerdo se incluye que serán los trabajadores y trabajadoras en cada lugar de trabajo quienes decidirán cómo se implementará y repartirá la disminución de horas.

    En España hemos visto hace poco un ejemplo de cómo «los momentos son los elementos del beneficio», como decía Marx: es decir, de por qué es tan fundamental para el beneficio del empresario exprimir todos los segundos posibles del tiempo que pasamos en el puesto de trabajo. Nos referimos a la reacción a las medidas impulsadas por el gobierno del PSOE para implementar un control de horario en las empresas y así intentar luchar contra la espectacular cantidad de horas extras no remuneradas que los empresarios de este país roban a la clase trabajadora (¡unos tres millones de horas por semana!). Pudimos ver en televisiones y periódicos los argumentos más peregrinos para que nos apenásemos por los pobres emprendedores y empresarios cuyos negocios no iban a ser rentables si no podían robar impunemente más horas de vida a los trabajadores. Hablamos de aumentar el robo de tiempo vital en forma de plusvalía incrementando el tiempo de trabajo por el que no se recibe compensación ni siquiera formalmente. Por lo tanto, si esta es la pelea que presentan para, simplemente, ¡no cumplir la ley!, podemos imaginarnos cómo sería si se plantease de manera seria y decidida la reducción de la jornada laboral. Sí, existen estudios sobre cómo esto aumentaría la productividad de muchas empresas y sobre cómo en última instancia podría ser beneficioso también para ellas, pero en general estos beneficios solo los asumirán como tales una vez hayan sufrido la derrota y hayan debido aceptar una reducción de las horas de trabajo.  Poco a poco van surgiendo en distintos países empresas que implementan una jornada laboral más corta, y aunque sea por aumentar su productividad es positivo que ocurra, pero hay que tener en cuenta por un lado que hay muchos sectores en los que no es cierto que trabajar menos horas vaya a hacer que el proceso sea más productivo. Esto variará mucho de sector en sector: en aquellos en los que se trata con personas, como por ejemplo la sanidad, la atención sería de más calidad, y una fábrica necesitaría inversiones para conseguir mantener la productividad. Por otro lado, no podemos olvidar del beneficio a nivel global que los capitalistas obtienen de la función disciplinadora del trabajo: la clase propietaria siempre ha peleado para que no se consigan estos avances, aunque les beneficien a largo plazo.

    Reducción de jornada: win, win, win

    La reducción de jornada es una medida que contiene un «triple dividendo». En primer lugar, el trabajo existente se reparte entre más gente, lo que permite reducir el desempleo. Vivimos en una sociedad altamente disfuncional, en la que una parte de las personas trabajan mucho más de lo que recoge su contrato, regalando cada mes decenas de horas adicionales a sus empleadores, mientras que otra parte de la población no consigue trabajar todo lo que le permitiría tener un salario digno y necesita acumular varios trabajos de jornada reducida. De hecho, a los millones de personas con trabajos precarios lo de una reducción de jornada les podría sonar a broma pesada: «¡Mis problemas vienen porque trabajo de menos, no de más!». Junto a otro tipo de medidas que podrían debatirse y que no son necesariamente excluyentes, como el trabajo garantizado o la renta básica, la reducción de jornada permitiría redistribuir el trabajo de un modo más racional, haciendo que quien trabaja demasiado pueda descansar más y que los que lo necesiten puedan acceder a un empleo.

    En segundo lugar, está claro que trabajar menos tiene beneficios individuales: menos estrés, más tiempo libre y mejoras en la calidad de vida. Esto lo ha sabido la clase trabajadora desde su nacimiento y es algo que deberíamos volver a recordar. Además, cualquier proyecto de transición ecológica justa debe ser capaz de ofrecer a la mayor parte de la población una visión de un mundo mejor, y disponer de más tiempo propio ha de ser una parte central en ella. De un modo naif podemos pensar que, si los fines de semana pasaran a durar tres días, la gente lo que haría es consumir más, derrochar más o tomar más aviones; es decir, que no ganaríamos nada porque lo único que haríamos es ceder más espacio al consumismo exacerbado en el que se basa nuestro actual sistema de producción. Este era precisamente el argumento de la burguesía contra las vacaciones: el proletariado llevaría una vida disoluta si disponía de tiempo libre en lugar de seguir la vida ordenada que proporciona el trabajo. Sin embargo, existen estudios que indican lo contrario: que cuanto más largas son las jornadas de trabajo más se tiende a dedicar el ocio a este tipo de consumo [1]. Como tenemos poco tiempo, necesitamos actividades que satisfagan nuestras necesidades de diversión y entretenimiento de un modo inmediato y superficial, por eso vamos a pasar el rato a un centro comercial o de compras o a alguna capital europea en un viaje exprés de fin de semana.

    Por último, y vinculado a este último punto, hay también muchos estudios que muestran que existe una relación entre trabajar más horas y patrones de consumo con mayor huella de carbono [2]. Cuanto más trabajamos más tendemos a utilizar productos intensivos en energía; por ejemplo, tendemos a coger más el coche porque no nos podemos permitir perder tiempo, así como a comer más productos precocinados porque no tenemos tiempo para dedicárselo a la alimentación. Estudios sistemáticos hechos en Estados Unidos muestran que menos horas de trabajo tienden a tener una huella ecológica y de carbono y unas emisiones de dióxido de carbono menores [3].

    La virtuosidad de esta medida está clara en todos los sentidos, pero de cara a conseguir que se convierta en hegemónica en poco tiempo puede resultar interesante, e incluso necesario, vincularla lo más posible al problema ecológico. Por ejemplo, se podría forzar a que entrase en los paquetes de «emergencia climática» que los gobiernos están aprobando poco a poco. Así quedaría claro que la cosa no se queda en greenwashing, porque esto es pura lucha de clases… hasta cierto punto. Es posible que no nos quede otra, a nivel climático, que trabajar menos y lo que queremos es que esto se lleve a cabo desde un punto de vista progresista: por ejemplo, no queremos que aumente la diferencia actual en cantidad de tiempo libre existente entre las distintas capas sociales, haciendo que las capas más ricas trabajen menos pero sigan teniendo salarios más que razonables, mientras que los más pobres se vean más golpeados y sean abocados a tener más de un trabajo, por poner un ejemplo extremo de por dónde podría avanzar esta medida y que desgraciadamente podemos imaginar con facilidad.

    No hay que inventar trabajos verdes: ya existen

    Una de las ideas de las movilizaciones feministas de los últimos años que va calando en los imaginarios colectivos de los sectores progresistas (y cada vez más de los mainstream) es la de «poner los cuidados en el centro»  (y de nuevo la pandemia nos ha mostrado que, a la hora de la verdad, cuidar y ser cuidados es lo único que importa). Se derivan muchas implicaciones a partir de la puesta en valor de todas esas labores reproductivas que han estado siempre ocultas. La separación entre las esferas productiva y reproductiva realizada a lo largo de siglos por el capitalismo ha llevado a que las únicas actividades que se consideran relevantes, dignas de elogio y reconocimiento en la sociedad sean aquellas que generan actividad económica directamente (o sea, plusvalía), las que se encuentran de modo explícito inmersas en esa rueda tautológica y destructiva que es la autovalorización del capital. El cuidado de niños y niñas, de las personas ancianas, de personas dependientes, de nuestras casas e incluso de las casas de las clases superiores, el trabajo emocional en nuestras familias, colectivos y comunidades, y hasta el cuidado de nuestro ecosistema más inmediato, es decir, todas ellas actividades ligadas históricamente a la feminidad,han sido, por tanto, merecedoras de un puesto muy bajo en la escala de valores burguesa.

    Con la crisis sanitaria y social del COVID-19 hemos podido ver de primera mano lo que son los trabajos esenciales para que la sociedad siga funcionando y cuáles no, y cómo se maltrata precisamente a quien cumple esas funciones. Resulta, además, que los cuidados son actividades extremadamente bajas en carbono, por lo que los llamados «trabajos verdes» tendrán que girar en gran medida en torno a este tipo de tareas. Pero ante todo, se trata de generar una visión en la que ese tiempo libre que se libere se dedique a cuidarnos los unos a las otras, a pasar más tiempo con nuestras familias (entendida esta en el sentido más diverso que podamos imaginar), a poder dedicarnos a la crianza, a cuidar de nuestros parques, barrios, jardines y ecosistemas. Tenemos que aprovechar el tiempo vital del que volvemos a disponer para regenerar el tejido comunitario y asociativo que hemos perdido en estos años.

    Como hemos mencionado, existen otras medidas relacionadas y que son totalmente compatibles con la reducción de jornada laboral, como una Renta Mínima Universal mucho más útil y ambiciosa que el Ingreso Mínimo Vital implementado (de un modo francamente malo) por el Gobierno de coalición. Algo que comparten todas estas medidas en cierto modo es que son formas concretas que toma el derecho a existir, el más fundamental de todos los derechos. Como además salir de la lógica productivista del capital es condición necesaria para que nuestra especie pueda, literalmente, seguir existiendo de un modo digno en este planeta, entonces podemos decir que estamos luchando por un derecho a la existencia a nivel planetario y ecológico.

    Fridays for Future

    La semana laboral de cuatro días no sería solo un momento Polanyi defensivo que nos permita limitar las esferas de la vida dominadas por el mercado, una victoria difícil de revertir una vez sea hegemónica que nos sirva como trinchera para afrontar mejor las luchas venideras. Es también un punto de partida que nos permite imaginar un futuro distinto, y mejor. Tal vez esa sea una de las mayores virtudes de esta lucha: que mezcla en una reivindicación concreta tanto la mirada corta como la mirada larga. Nos podrá parecer una reivindicación más o menos difícil de conseguir, y puede que genere reticencias al inicio en una sociedad en la que nos definimos por el trabajo de un modo tan fundamental, pero cualquiera puede figurarse fácilmente cómo sería su vida si su fin de semana durase tres días. Es decir: es una medida que todo el mundo puede imaginarse implementada y visualizar cuál sería el impacto material concreto en sus vidas. Pero es que además la reducción de la semana laboral nos abre la puerta a imaginar un mundo en el que trabajemos no cuatro, sino tres o dos o incluso un solo día; es decir, genera de un modo inmediato un imaginario nuevo, en el que el trabajo pueda no ser el centro de nuestras vidas. Y en la lucha climática tal vez lo que más necesitemos sea esto, visiones concretas de cómo puede ser el mundo en un futuro que no sean el colapso y la degradación absoluta, sino una sociedad en la que el tiempo que no pasemos realizando un trabajo (que sea además beneficioso socialmente) realmente podamos dedicarlo a pasear con nuestra gente, a hacer fiestas al aire libre, a disfrutar de nuestros ríos y nuestras playas, a cuidarnos y querernos y a cuidar y a querer nuestro entorno. Si queremos un planeta habitable tendremos que hacer decrecer mucho la esfera material de producción, pero tenemos que conseguir crecer exponencialmente el tiempo disponible para todas las personas.

    Este septiembre el Euromillones ha sacado una nueva campaña de publicidad en la que se ven distintas actividades para las que no solemos tener tiempo escritas con la típica tipografía utilizada en relojes digitales, junto a la frase «cuando te toca el Euromillones, te toca todo el tiempo del mundo para hacer con él lo que siempre has querido», junto al eslogan «dueños del tiempo». Tenemos que mostrarles a los que actualmente son dueños de nuestro tiempo que no queremos que nos toque la lotería para poder aprender a tocar el piano, hacer yoga o estar con nuestras familias: vamos a recuperar nuestro tiempo luchando por una sociedad en el que la cantidad de tiempo disponible no dependa de nuestros millones.

    Desde hace tiempo el activismo climático fantasea con un Pride propio. Pride es una película británica de 2014 que cuenta la historia de un grupo de activistas del colectivo LGBT que deciden apoyar las huelgas mineras de 1984 en Reino Unido. Para conseguir victorias contra el cambio climático que permitan además que la mayoría viva mejor vamos a necesitar un movimiento parecido, que consiga establecer alianzas entre el nuevo movimiento ecologista y las clases trabajadoras, y la lucha por una jornada laboral más corta puede ser una de las demandas que puedan unir a todos estos grupos en luchas concretas, que es de donde brotan los vínculos y emociones que podemos ver en Pride. Greta Thunberg inspiró a millones de jóvenes en todo el mundo haciendo una huelga climática, recordánonos cuál es el arma más potente de la que disponemos los que no disponemos de nada más que de nuestra fuerza de trabajo. Y el nombre que se han dado estos jóvenes que han seguido su ejemplo ha sido Fridays for Future, que han decidido dejar de ir al colegio los viernes para luchar por nuestro futuro. El potencial es evidente, pues, para articular una lucha en torno a, por ejemplo, la semana laboral de cuatro días: dejemos de trabajar los viernes, o no tendremos un futuro. Reapropiémonos de nuestro tiempo ahora para reapropiarnos de nuestro tiempo en el futuro. Fridays for Future hoy, literalmente, para luchar por Thursdays for Future mañana.

    Referencias

    [1] J. B. Fitzgerald, J. B. Schor, A. K. Jorgenson, «Working Hours and Carbon Dioxide Emissions in the United States, 2007-2013», Social Forces, v, 96, n.º 4, junio de 2018, pp. 1851-1874 <https://academic.oup.com/sf/article/96/4/1851/4951469>

    [2] J. Nässén, J. Larsson, «Would shorter working time reduce greenhouse gas emissions? An analysis of time use and consumption in Swedish households», Environment and Planning C: Government and Policy 2015, v. 33, pp. 726-745.

    [3] K. Knight, E. A. Rosa, J. B. Schor, «Reducing Growth to Achieve Environmental Sustainability: The Role of Work Hours», Political Economy Research Institute, n.º 304, 2012 <https://www.peri.umass.edu/media/k2/attachments/4.2KnightRosaSchor.pdf>

    Se puede encontrar mucha información sobre los impactos sociales y ecológicos de la reducción de jornada en los trabajos hechos por el grupo de investigación británico Autonomy:

    The Shorter Working Week: a report from Autonomy

    The Shorter Working Week: a powerful tool to drastically reduce carbon emissions

    The Ecological Limits of Work:

    La New Economics Foundation coordina esta newsletter donde periódicamente recogen artículos y noticias relacionadas con la reducción de la semana laboral en Europa: Achieving a shorter working week across Europe

    La ilustración de cabecera es «La siesta (según Millet)», de Vincent Van Gogh (1853-1890).

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  • La apocalíptica «Segunda Naturaleza» de California

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    Por Mike Davis.

    Este texto fue publicado inicialmente en el blog de la Rosa Luxemburg Stiftung NYC con el título «California’s Apocalyptic ‘Second Nature’».

    De camino a Las Vegas, y a veinte minutos de la frontera estatal, hay una salida de la I-15 que lleva a un camino asfaltado de dos carriles llamado Cima Road. Esta es la modesta puerta de entrada a uno de los bosques más mágicos de Norteamérica: kilómetros y kilómetros de viejos árboles de Josué, una especie que cubre un campo de pequeños volcanes del Pleistoceno conocido como Cima Dome o la Cúpula de Cima. Los reyes del bosque tienen catorce metros de altura y mil años de antigüedad. A mediados de agosto, aproximadamente 1,3 millones de estas impresionantes yucas gigantes perecieron en el incendio de la Cúpula, provocado por un rayo.

    No es la primera vez que vemos arder el este del desierto de Mojave: en 2005 un megaincendio calcinó más de cuatro mil kilómetros cuadrados de desierto, pero no penetró en la Cúpula, el corazón del bosque. Las plantas del desierto, a diferencia de los robles de California y el chaparral, no están adaptadas al fuego, por lo que su recuperación es una incógnita. La aparición de una hierba de racimo invasora a la que se conoce como bromo rojo ha creado un subsuelo inflamable para los árboles de Josué y ha transformado el desierto de Mojave en una ecología de fuego. (La espiguilla invasora ha jugado este papel en la Gran Cuenca durante décadas). El incremento de la frecuencia de los incendios acelerará el cambio de la vegetación y, en última instancia, pondrá en peligro la existencia de los árboles.

    El que nuestros desiertos estén ardiendo es la expresión regional de una tendencia mundial: un planeta en llamas debido al cambio climático que ha desencadenado una peligrosa transformación de la ecología vegetal y, por lo tanto, de las poblaciones de fauna, desde el Ártico hasta la Patagonia, desde Montana hasta Mongolia. California es un ejemplo paradigmático de ese círculo vicioso, en el que el calor extremo conduce a incendios extremos que impiden el rejuvenecimiento natural y aceleran la transformación de paisajes emblemáticos en pastizales depauperados y laderas de montañas sin árboles.

    A principios de este siglo, los gestores hídricos y las autoridades encargadas de los incendios se centraron principalmente en la amenaza de sequías plurianuales causadas por la intensificación de los episodios de La Niña y la persistencia de las cúpulas de alta presión, ambas potencialmente atribuibles al calentamiento antropogénico.

    Sus peores temores se hicieron realidad en la gran sequía de la década anterior, quizás la mayor de los últimos quinientos años, que provocó la muerte de millones de robles y pinos, lo que a su vez proporcionó combustible para las tormentas de fuego de 2018 y 2019.

    Estas últimas catástrofes, sin embargo, han obligado a los científicos a identificar un nuevo fenómeno, la «sequía caliente». Incluso en años con unas precipitaciones normales, el calor extremo del verano —nuestra nueva normalidad— está produciendo en los embalses y en las comunidades vegetales una pérdida masiva de agua por evaporación. Si el invierno y el principio de la primavera son húmedos pueden embelesarnos con exuberantes despliegues de plantas floridas, pero también producen un montón de pasto y malas hierbas que luego se van cociendo en el horno de nuestros veranos para luego convertirse en desencadenantes de incendios cuando regresan los vientos endemoniados.

    El desarrollo inmobiliario en zonas de peligro de incendio alto y extremo, que es donde en los últimos veinte años se ha construido la mayoría de las nuevas viviendas del estado, también ha fomentado esta contrarrevolución botánica, ya que el aclaramiento de los bosques y la tala de chaparral abre nuevos caminos para la mostaza negra y los bromos, plantas pirómanas. La fórmula abreviada para un megaincendio es la de maleza más árboles muertos o afectados por la sequía.

    La vegetación mediterránea (la de California al oeste de las Sierras y al sur de Klamath) ha coevolucionado acompañada por el fuego y de hecho los robles y la mayoría de las plantas de chaparral necesitan que haya fuegos episódicos para reproducirse. No obstante, el fuego extremo que ahora es habitual en Grecia, España, Australia y California está llevándose por delante las adaptaciones del Holoceno y produciendo cambios irreversibles en la biota. La única limitación real para los futuros incendios forestales es la masa de combustible disponible. Va a haber más áreas que se parezcan a la costa de Malibú, donde el fuego prende en el mismo sector cada década o cada dos décadas, según lo dicte el periodo de entre ocho y doce años que es necesario para que maduren los matorrales de salvia de la costa.

    A finales de los años cuarenta del siglo pasado las ruinas de Berlín se convirtieron en un laboratorio en el que los científicos naturales estudiaron la sucesión vegetal tras tres años de incesantes bombardeos de fuego. Lo que se esperaba era que la vegetación original de la región, los bosques de robles y sus arbustos, se reestableciera con prontitud. Para su horror, esto no fue así. En su lugar hubo plantas exóticas, la mayoría de ellas llegadas de fuera de Alemania, que se establecieron allí como las nuevas especies dominantes.

    Los botánicos prosiguieron con sus estudios hasta que en los años ochenta se limpiaron las últimas zonas bombardeadas. La persistencia de esta vegetación de zonas muertas y la incapacidad de las plantas de los bosques de Pomerania para restablecerse impulsó un debate sobre la «Naturaleza II». Se sostenía que el calor extremo de los fuegos y la pulverización de las estructuras de ladrillo habían creado un nuevo tipo de suelo que invitaba a la colonización por parte plantas como el «árbol del cielo» (Ailanthus), que había evolucionado en las morrenas de las capas de hielo del Pleistoceno. Una guerra nuclear total, advirtieron, podría reproducir estas mismas condiciones a gran escala.

    El fuego en el Antropoceno se ha convertido en el equivalente físico de una guerra nuclear que nunca termina. Tras los incendios del Sábado Negro en Victoria, a principios de 2009, los científicos australianos calcularon que la energía liberada equivalía a la explosión de 1.500 bombas del tamaño de la de Hiroshima. Las actuales tormentas de fuego en los estados del Pacífico son mucho más grandes y se debería comparar su poder destructivo con el megatonelaje de cientos de bombas de hidrógeno.

    De los escombros de nuestros fuegos está emergiendo a toda velocidad una naturaleza nueva y profundamente siniestra a costa de paisajes que una vez consideramos sagrados. Nuestra imaginación apenas puede abarcar la velocidad o la escala de la catástrofe. Adiós, California, adiós.

    La ilustración de cabecera es «Sin título», de Anselm Kiefer (1982-1918).

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  • Monstruosidades metabólicas. El capital vampírico en el Antropoceno

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    Por Gregory Marks.

    Este artículo fue publicado originalmente en el blog del propio autor, The Wasted World. Gothic Pasts and Posthuman Futures, con el título «Metabolic Monstrosities: Vampire Capital in the Anthropocene» y, posterioremente, fue reproducido en la revista Monthly Review.

    Parafraseando un pasaje de Marx en los Grundrisse, Stavros Tombazos señala que «toda economía es a fin de cuentas una economía del tiempo» (2014, 13). Lo que ello quiere decir es que la productividad del trabajo, la acumulación de riqueza y la circulación de bienes y recursos que conforman una economía en su más amplio sentido son todos ellos componentes de una organización particular del tiempo. Por lo tanto, los cambios en esta organización no solo son percibidos en las transformaciones materiales que llevan a cabo, sino también en el orden de la temporalidad y en los ritmos de vida que son posibles bajo un sistema económico dado. No hay momento en el que sea más evidente el hecho de que el paso del tiempo, el cual a menudo damos por descontado, esté en realidad determinado por las condiciones materiales y económicas en las cuales vivimos que en la época actual de cambio climático y catástrofe ecológica.

    Dos largos siglos de capitalismo industrial nos han dejado con una percepción del tiempo que ya no se adecúa a las condiciones materiales que están reconfigurando nuestras vidas. Los historiadores de la ecología Christophe Bonneuil y Jean-Baptiste Fressoz caracterizan este antiguo orden del tiempo por su dependencia respecto de la extracción de combustibles fósiles y afirman que «el continuo temporal del capitalismo industrial [fue] proyectado en representaciones culturales del futuro, concebido como un progreso continuado que se desplegaba al ritmo de los incrementos en la productividad» (2016, 203). La conmoción actual viene de que este incremento continuado y lineal de la productividad, conceptualizado como el progreso natural hacia un mañana más grandioso que hoy, no fue más que el producto de una afluencia temporal de energía que provenía de un recurso menguante. Tal y como ha escrito Rob Nixon: «En este interregno entre regímenes energéticos, estamos viviendo del tiempo prestado: prestado del pasado y del futuro» y que la continuidad del statu quo únicamente está llevándonos de manera acelerada «hacia un futuro colectivo abreviado, convirtiéndonos en fósiles» (2011, 69).

    En los años crepusculares del capitalismo fósil estamos viendo el surgimiento de una nueva organización del tiempo en la que el presente ya no es capaz de alimentarse a costa del futuro y en la que la destrucción acumulada del pasado está volviendo a nosotros a una escala planetaria. Para abordar esta disyuntiva entre el tiempo del capital y las temporalidades de la naturaleza de la cual se nutre, voy a dar cuenta de la teoría de la fractura metabólica de los ecosocialistas contemporáneos e intentaré ampliar esta explicación metabólica hacia un territorio más monstruoso por medio de la caracterización que el propio Marx hace de la sed vampírica del capital.

    Por ello, querría proponer que la perspectiva de Walter Benjamin respecto a la historia, la naturaleza y el capital potencialmente puede servir de puente entre la explicación metabólica de la depredación planetaria del capital y el proyecto de crítica ideológica que es necesario para disipar la bruma en torno a nuestra parálisis temporal y para hacer que se desvanezca de una vez por todas la maldición vampírica.

    I. Sed de acumulación

    En el primer volumen de El capital Marx escribe que «el trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. […] Al operar por medio de ese movimiento sobre la naturaleza exterior a él y transformarla, transforma a la vez su propia naturaleza» (1976, 283 [2017, 239]). No es meramente una acción que se lleve a cabo en la naturaleza, el trabajo es el acto de controlar el intercambio entre la humanidad y la naturaleza y la transformación mutua que resulta de ese intercambio. Tal y como han subrayado los ecosocialistas John Bellamy Foster (2000), Paul Burkett (2014) y Kohei Saito (2018), el concepto de trabajo de Marx y la relación que establece entre la humanidad y la naturaleza giran en torno al concepto de metabolismo. Su concepto de intercambio metabólico, tomado del agrónomo Justus von Liebig, tiene su origen en la química, en tanto que «proceso incesante de intercambio orgánico de componentes viejos y nuevos a través de combinaciones, asimilaciones y excreciones de manera que toda acción orgánica pueda continuar» y se aplica «no solo a los cuerpos orgánicos, sino también a diversas interacciones en uno o varios ecosistemas, incluso a escala global, ya sea un “metabolismo industrial” o un “metabolismo social”» (Saito, 2018, 69-70).

    Cualquier sistema material, ya conste este de cuerpos o de máquinas, o tenga lugar en la escala de un individuo o de una sociedad, va a contar necesariamente con un intercambio metabólico de elementos químicos y de energía que lo mantenga en movimiento. Como sucede con el conjunto de la economía, aquí el metabolismo es definido como una relación temporal que describe las tasas de intercambio entre un sistema dado y su base natural. Sin embargo, lo que ha surgido con el capitalismo es una disyunción particular entre las temporalidades natural y económica, abriendo entre ellas una fractura metabólica que se abre cada vez más. Ahora mismo encaramos una «contradicción entre el tiempo de la naturaleza y el tiempo del capital», como afirma Paul Burkett:

    La producción acelerada del capital implica un conflicto entre el tiempo que la naturaleza necesita para producir y absorber materiales y energía, y la dinámica, impuesta por la competitividad, de la máxima acumulación monetaria en cualquier periodo de tiempo a través de cualquier medio material disponible (2014, 112).

    En el capitalismo, el metabolismo entre la humanidad y la naturaleza acaba siendo dislocado, y no simplemente en una trampa maltusiana en la que el consumo excede a la producción, sino a través de la compleja red de reciprocidades y procesos por los cuales el capital intercambia lo que obtiene en beneficios a corto plazo por un largo futuro de resultados perniciosos. McKenzie Wark señala lo siguiente:

    El ejemplo de Marx de la fractura metabólica se refería al modo por el cual la agricultura inglesa del siglo diecinueve extraía nutrientes del suelo, como los nitratos, los cuales eran absorbidos por las plantas que estaban en proceso de crecimiento, las cuales los agricultores recogían en sus cosechas, las cuales los trabajadores de las ciudades ingerían para tener energía en sus trabajos en la industria y quienes después cagaban y meaban los desechos sacándolos así de sus metabolismos particulares. Esos desechos, incluidos los nitratos, circulaban por los desagües y las cloacas y se vertían en el mar. Para afrontar esta fractura surgieron industrias enteras dedicadas a producir fertilizante artificial, lo que a su vez originó más fracturas metabólicas en otros lugares (2015, XIV).

    Mientras que las sociedades precedentes se topaban con los límites naturales a un nivel local, debido tanto al agotamiento de los suelos como de los recursos, el capitalismo está constantemente desplazándose más lejos para ampliar el alcance de sus mercados, apropiándose así de recursos en el extranjero y desposeyendo a la periferia tanto de su trabajo como de sus tierras. Cada vez que aparece un límite a nivel local, este es trascendido y sobrepasado en busca de nuevas fuentes de acumulación. Sin embargo, y tal y como deja claro Marx, «del hecho que el capital ponga cada uno de esos límites como barrera y, por lo tanto, de que idealmente le pase por encima, de ningún modo se desprende que lo haya superado realmente» (1973, 410 [1972, 362]).

    Aunque fuese capaz de escapar, e incluso de nutrirse, de las fluctuaciones del mercado nacidas de las crisis naturales mediante la explotación de la elasticidad de los límites materiales, el capital no puede superar estos límites de manera absoluta; en su lugar, lo que hace es buscar a conciencia maneras de postergar lo inevitable. Tal y como afirma Kohei Saito: «El capital siempre intenta superar sus limitaciones mediante el desarrollo de las fuerzas productivas, de nuevas tecnologías y del comercio internacional, pero precisamente debido a los continuos intentos por ampliar su escala, acaba reforzando su tendencia a explotar las fuerzas naturales (incluida la fuerza de trabajo humano) buscando materias primas y auxiliares, alimento y energías a escala global» (2018, 96). Cada vez que una crisis es temporalmente superada, únicamente se está compensando el colapso sistémico en el presente mediante el aumento de la magnitud de la crisis que vaya a venir después, así hasta que llegue el momento en que toda la tierra esté atrapada en la fractura metabólica y se alcance un límite global real.

    II. Bajo el embrujo del vampiro

    Debido a «su desmesurado y ciego impulso, [con] su hambruna canina de plustrabajo», unido al hecho de que se alimenta incesantemente tanto de la vida presente como de la futura, no resulta extraño que Marx se fijase en la figura del vampiro para definir al capital (1976, 375 [2017, 331]). En un pasaje ya célebre del primer volumen de El capital, Marx lo describe como «trabajo muerto que solo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo» y, en otra parte, como si estuviera movido por «la sed vampírica de sangre viva del trabajo» (1976, 342 y 367 [2017, 297 y 322]). El vampiro aparece aquí no solo como una figura fuera del tiempo, el muerto que no llega a morir, sino, de manera manifiesta, como un monstruo metabólico al que no solo mueve la maldad o la bajeza moral, sino un instinto primario de mantenerse a costa de los procesos vitales de los vivos. El vampiro como monstruosidad metabólica no es algo original de Marx y, de hecho, se puede encontrar en los escritos sobre agronomía del propio Liebig, en los cuales, al tratar el asunto de la apropiación imperial del guano y de otros fertilizantes a lo largo de todo el mundo, subrayaba que «Gran Bretaña se apodera de las condiciones de fertilidad de otros países […]. Al igual que un vampiro, se engancha a la garganta de Europa, y se podría decir que de todo el mundo, para extraer su mejor sangre» (Bonneuil y Fressoz, 2016, 186-187).

    Más allá de esta polémica floritura, la evocación de la figura del vampiro tiene el papel fundamental de revelar, con una sola imagen, los mecanismos ocultos de los sanguinarios festines del capital. Foster y Burkett señalan lo siguiente: «La utilización que hacía Marx del metabolismo no era “analógica”, sino que estaba destinada a proporcionar las bases para una comprensión materialista y dialéctica de la relación productiva humana con la naturaleza» (2016, 35-36). En la misma línea, yo quisiera afirmar que no es que el capital sea simplemente igual que un vampiro, sino que pone en práctica literalmente una relación vampírica con los vivos tanto a través de su sed parasitaria de acumulación como con la servidumbre psíquica a la que somete a sus víctimas. Además de hacer una caracterización del capital en la que predominan sus procesos metabólicos, la metáfora vampírica trae consigo connotaciones como el embrujo, la invisibilidad y la sumisión de la víctima respecto al vampiro. Efectivamente, la articulación de vampirismo y capital funde la lógica del metabolismo con el aparato ideológico que la mantiene oculta. David McNally escribe lo siguiente en Monsters of the Market:

    Las enormes cualidades del capital para el ilusionismo residen en el modo en que invisibiliza su propia configuración monstruosa. Lo que buscaba Marx al intentar sacarle el tapón mágico a la modernidad era una confrontación con la monstruosidad. Se dispuso a sacar a la luz a las hordas de vampiros y hombres lobo que le son intrínsecos al capital de modo que pudieran ser desterrados (2011, 114).

    Del mismo modo en que el tiempo de la producción capitalista inocula en aquellos que están atrapados en ella los ritmos de la industria y del incremento progresivo de las fuerzas productivas, el ocultamiento de sus desequilibrios metabólicos pone en marcha su propia lógica temporal. No solo es que es que el capital les saque a los vivos su flujo vital, sino que también lo hace a un ritmo y en unos intervalos que, al menos hasta el momento, evitan que sea percibido de manera directa. Frente a las teorías de Max Weber, para quien la modernidad representaba el triunfo de la razón sobre el mito, podríamos hacer referencia a la proposición de Walter Benjamin que dice lo siguiente: «El capitalismo, en cuanto tal, es sin duda un producto natural junto con el cual le sobrevino en su conjunto a Europa un nuevo sueño, en cuyo interior las fuerzas míticas se vieron nuevamente reactivadas» (1999, K 1 a, 8 [2013]). Al identificar como vampírica la relación metabólica del capital con la humanidad y la naturaleza, en cierto sentido se perforan y atraviesan los nuevos mitos de ese letargo cargado de sueños propio del capitalismo. En primer lugar, se disipa la bruma ideológica que hace pasar por justo o necesario el lento agostamiento del trabajo y la naturaleza bajo el capitalismo. Como apunta McNally:

    Si existe un marxismo gótico, entonces ha de ser uno que insista, entre otras cosas, en viajar por los espacios nocturnos del submundo capitalista, en visitar las mazmorras secretas que dan cobijo a doloridos cuerpos laboriosos (2011, 138).

    En segundo lugar, revela que las crisis y los desastres cíclicos del capitalismo no son anormalidades o irregularidades en la trayectoria ascendente del progreso, sino que más bien son los estertores agónicos de multitud de metabolismos atrapados entre los colmillos del vampiro. Benjamin escribió lo siguiente:

    Fundamentar el concepto de progreso directamente en la idea de catástrofe. La catástrofe misma, en cuanto tal, es el que esto «se siga produciendo». Porque no es lo que viene cada vez, sino que a cada vez es lo ya dado. […] El infierno no es nada que se encuentre por venir, emplazado ante nosotros, sino que está ya aquí, en esta vida. (1999, N 9 a, 1 [2013]).

    III. Despertar aterrorizados

    El proyecto de Benjamin de desvelar las oscuras y mágicas bases de la modernidad capitalista —lo que Margaret Cohen (1993) ha denominado cierta forma de «marxismo gótico»— lo coloca en alegre compañía junto a los vampiros y hombres lobo del imaginario de Marx. Pero por mucho éxito que Benjamin haya tenido como crítico de la cultura, la ideología y la historia, resulta menos evidente su relevancia para un marxismo con conciencia ecológica. En La ecología de Marx, John Bellamy Foster se aleja de los marxistas occidentales y de su incapacidad a la hora de tomarse en serio el análisis materialista de la naturaleza. Escribe Foster que «la Escuela de Frankfurt […] desarrolló una crítica “ecológica” que era casi por completo culturalista en su forma, carecía de todo […] análisis de la alienación real, material, respecto a la naturaleza: por ejemplo, la teoría de la fractura metabólica de Marx» (2000, 245 [2004, 369-370]).

    A modo de conclusión, me gustaría someter a juicio esta aseveración partiendo de dos frentes: en primer lugar, afirmando que en Benjamin —si no en otros pensadores de Frankfurt— sí que encontramos de hecho un análisis minuciosamente materialista de la naturaleza, que rechaza tanto cualquier visión de la historia separada de sus condiciones naturales como cualquier teorización de la naturaleza indiferente a su alteración histórica; en segundo lugar, quiero defender que en la filosofía de la naturaleza de Benjamin también descubrimos huellas de la relación metabólica entre la humanidad y la naturaleza que nos permitirán sortear el vacío que existe entre una crítica gótico-marxista de la ideología y el pensamiento ecologista que es necesario para un marxismo del siglo veintiuno.

    Desde sus primeros trabajos hasta los últimos, el pensamiento de Benjamin regresaba no solo a la pregunta acerca de la naturaleza y su lugar en el curso de la historia, sino también al momento en el que la «antítesis de historia y naturaleza» se viniese abajo y la «historia se desplaza[ra] así al escenario», como otro componente más de un mundo puramente material (2019, 81 [2010, 297]). Esta entrada de la historia en la naturaleza —y de la naturaleza en la historia— ocupa las reflexiones de Benjamin en su inacabada última obra, Obra de los pasajes, en la cual la historia del siglo diecinueve es pensada en términos naturalistas y como si estuviera compuesta de fósiles de una era perdida. A partir de los restos de esta etapa temprana del capitalismo, Benjamin arma una genealogía del capitalismo tardío para sacar a la luz los efectos ideológicos que surgen cuando la historia y la naturaleza están conceptualmente divorciadas. Tal y como escribe Susan Buck-Morss:

    Cada vez que la teoría sostenía a la «naturaleza» o a la «historia» como primer principio ontológico, se perdía este doble carácter de los conceptos, y con él la potencialidad de negatividad crítica: o se afirmaban como naturales las condiciones sociales perdiendo de vista su devenir histórico, o se afirmaba como esencial el proceso histórico real (1977, 54 [1981, 123]).

    En términos del propio Benjamin, mientras los entornos modernos de «las modas, las arquitecturas, e incluso el mismo clima» no fuesen pensados como productos del empeño humano, serán «procesos tan naturales como el digestivo o el respiratorio para el cuerpo. Se hallan así incluidos en el ciclo de aquello que es lo mismo eternamente hasta el momento en que el colectivo se los apropia mediante la política para construir la Historia» (1999, K 1, 5 [2013]). Lo que damos por meramente «natural», ya sea la búsqueda del beneficio o que cambie el clima, para nosotros existirá solo de manera inconsciente hasta que reconozcamos la relación mutuamente constitutiva entre estos hechos aparentemente naturales y la historia que creamos de manera colectiva. Sin este momento de despertar a nuestra propia historia natural, el curso de los hechos históricos parece inevitable e inaprensible. Benjamin escribía lo siguiente: «El fin de un periodo económico se le presenta al colectivo onírico tal como si fuera el fin del mundo» (1999, R 2, 3 [2015]). En esta era de presagios apocalípticos tenemos la imperiosa necesidad de una política capaz de atravesar este mito de una catástrofe inevitable para enfrentarnos a la disyuntiva ecológica y económica que encierra en su interior.

    Pese a su aparente inevitabilidad en tanto que hecho de la naturaleza, «en el fondo la fractura metabólica es producto de una fractura social: la dominación del ser humano por el ser humano» (Foster et al., 2010, 47). Kohei Saito escribe lo siguiente: «Por todo ello, el proyecto socialista de Marx exige la rehabilitación de la relación entre seres humanos y naturaleza mediante la contención y finalmente la trascendencia de las fuerzas ajenas de la reificación» (2018, 133). O tal y como lo formuló Benjamin muchos años antes, la tarea vital de nuestro conocimiento técnico «no es, en cuanto tal, el dominio de la naturaleza, sino el dominio de la relación de la naturaleza con lo humano» (1979, 104 [2010, 88]). Vemos aquí del modo más claro el potencial metabólico de la filosofía natural de Benjamin: no gobernar la naturaleza en sí misma sino la relación entre humanidad y naturaleza implica comprender los intercambios metabólicos que articulan los procesos planetarios y los asuntos humanos. Pero lo que Benjamin escribe también deja claro que comprender nuestra relación metabólica con la Tierra no es suficiente por sí mismo. Para que sea políticamente efectivo, el marxismo con conciencia ecológica debe vincularse a un análisis de las estructuras ideológicas que ocultan nuestras relaciones metabólicas y que inoculan en nosotros cierta fe en las temporalidades del progreso infinito o del desastre inevitable. De la mordedura vampírica del capital, el cual oculta los medios de su dominación incluso al tiempo que los despliega tanto sobre la humanidad como sobre la naturaleza, solo nos podremos liberar si gobernamos de modo consciente y colectivo nuestras relaciones con la naturaleza y damos inicio a un nuevo metabolismo con la Tierra.

     

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    La ilustración de cabecera es «Las resultas» (ca. 1820 – 1823), de Francisco de Goya.

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  • La crisis climática y la COVID-19 son inseparables

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    Por Drew Pendergrass y Troy Vettese.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Jacobin Magazine con el título «The Climate Crisis and COVID-19 Are Inseparable».

    En el siglo XVIII, Edward Jenner, el inventor de la primera vacuna, se enfrentó a una crisis parecida a la actual —un mundo deshecho por la enfermedad—. Lo que él estudió no fue el coronavirus, sino la viruela, una enfermedad con una tasa de mortalidad de entre el 20% y el 60% en el Viejo Mundo, y aún mayor en el Nuevo Mundo.

    Observador perspicaz y exitoso ornitólogo, Jenner entendió que las epidemias no son crisis atemporales e inevitables, sino que más bien surgen del creciente entrecruzamiento de la civilización con la naturaleza. Patógenos como el SARS-CoV-2 se denominan «zoonosis» debido a sus orígenes como enfermedades animales. «La desviación del Hombre de donde fue colocado por la Naturaleza originalmente ha demostrado ser una prolífica fuente de enfermedades —así empezaba Jenner su tratado de 1798 sobre sus experimentos con vacunas—. Se ha familiarizado con una gran cantidad de animales, que podrían no ser sus compañeros originales».

    No son muchos los analistas que comparten la idea de Jenner respecto a la fuerte relación entre la salud pública y la más amplia crisis ecológica. Mientras que la derecha recurre a tácticas xenófobas como el chivo expiatorio de los mercados chinos, la izquierda tiende a enfatizar la torpeza de las respuestas gubernamentales, la necesidad de una sanidad universal, o quizá la poco habitual crítica a la ganadería industrial. Demasiado a menudo, sin embargo, estos debates asumen que la zoonosis es un fenómeno inevitable cuyas causas no nos conciernen.

    Si bien efectivamente hay problemas urgentes que necesitan ser resueltos inmediatamente, también es necesaria una mejor comprensión del origen del SARS-CoV-2. Para ello, es preciso abordar la crisis ecológica como un todo, porque todos sus rasgos —desde la extinción al cambio climático— tienen el potencial de producir más enfermedades. A pesar del uso caprichoso de conceptos como Antropoceno, la implicación de la izquierda respecto a las ciencias naturales sigue siendo limitada. Esta disyuntiva es particularmente chocante teniendo en cuenta la fuerte relación entre científicos y socialistas a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si se quiere seguir los desarrollos científicos actuales, pronto va a quedar claro que la deteriorada condición de la biosfera necesita una forma nueva de socialismo en la que las políticas alimentarias y energéticas no sean marginales, sino que sean centrales.

    La nueva Edad de Piedra

    Los epidemiólogos dividen la historia de las enfermedades infecciosas en tres grandes épocas. La primera empieza hace diez mil años, cuando da comienzo la agricultura neolítica. Los rebaños domesticados, en estrecho contacto con los humanos, crearon las condiciones para que hubiera nuevas enfermedades que saltaran entre especies con una frecuencia que era imposible en sociedades cazadoras-recolectoras. La segunda es la breve era moderna del rápido progreso científico, entre los años cincuenta del siglo XIX y los setenta del XX. El epidemiólogo Rudolf Virchow, de la tradición científica iniciada por Jenner, acuñó el término zoonosis y defendía que la salud humana y la veterinaria deberían estudiarse juntas como una sola medicina o, como se llama actualmente, «medicina planetaria» y «una sola salud». Los avances médicos en el siglo XX dieron lugar a nuevas vacunas y antibióticos milagrosos que salvaron millones de vidas. Pero ahí también terminó la modernidad. La tercera era zoonótica empezó en los años ochenta del siglo XX, la época oscura por la que penamos actualmente, marcada por la emergencia sin precedentes de una nueva enfermedad.

    No es mera casualidad que este último periodo coincida con el de las fuerzas que definen la posmodernidad: cadenas globalizadas de mercancías, ascendencia del neoliberalismo, agotamiento de los recursos naturales en las metrópolis, el auge de las compañías multinacionales monopolísticas, la desindustrialización del norte global y el rápido pero desigual desarrollo del sur.

    El comercio de animales exóticos —ya sea en Wuhan o en África Occidental— no puede entenderse al margen de estas tendencias. En origen el SARS-CoV-2 podría haber sido una enfermedad de un murciélago o un pangolín que hubiese pasado a un animal intermediario, donde se hubiera recombinado y se hubiese vuelto infeccioso para los humanos. El comercio de animales exóticos es crucial, porque pone no solo a los humanos en contacto directo con animales salvajes, sino también a diversas especies que en la naturaleza nunca se habrían juntado. ¿Cómo ocurre esto, si hasta los años setenta China fue famosa por sus milenarias prácticas agrícolas sostenibles? Todo empezó a cambiar en los noventa, cuando el país adoptó un sistema alimentario industrial basado en la carne. Los pequeños granjeros no pudieron competir con las fábricas, así que el Gobierno les animó a entrar en el comercio de animales salvajes, incluso aunque esto haya dado lugar a problemas como el SARS en 2003, un coronavirus que saltó de los murciélagos a las jinetas y de ahí a los humanos.

    Por todo el mundo tienen lugar fenómenos parecidos, allá donde las fuerzas del mercado y la política estatal lleven a los pobres a situaciones desesperadas, lo que da lugar a la rápida desestabilización de los ecosistemas locales. Cuando los barcos pesqueros europeos invadieron los caladeros de la costa occidental africana, los habitantes del lugar tuvieron que recurrir a la carne de animales salvajes para obtener proteína de manera asequible. Estos sistemas alimentarios transnacionales y desiguales han contribuido no solo a la extinción masiva, con la desaparición de especies de vertebrados a un ritmo mil veces superior al normal, sino también a nuevas zoonosis, como las provocadas por el virus del Ébola o el VIH. Las carreteras que se han construido para extender el alcance de las empresas mineras, petroleras y madereras han permitido a los cazadores llegar a regiones boscosas previamente inaccesibles y esto ha puesto a los humanos en un contacto muy estrecho con la vida salvaje. Solo en la cuenca del Congo se cazan al año más quinientos millones de animales, a menudo para dar de comer a los mineros. Por supuesto, el comercio de animales salvajes también incluye el norte global. Los «ecoturistas», al viajar, han contagiado a los primates el sarampión, la polio y la tuberculosis. Los cuidadores de zoos y laboratorios tienen muchas más probabilidades de contraer espumavirus. El comercio de mascotas exóticas pudo dar al virus del Nilo Occidental vía libre en su camino hacia Norteamérica, donde ha acabado con especies de aves autóctonas y ha matado a más de 2.300 personas.

    Hay una crítica estrecha del comercio de animales exóticos que pasa por alto su relación con el destino del campesinado mundial, una clase social devastada por la agricultura industrial. Incluso un vistazo rápido a la economía de la carne de animales salvajes muestra que no podemos proteger la vida salvaje sin deshacernos de las granjas industriales, lo cual también implica que no haya más carne barata.

    Quizás la idea más importante que los socialistas podemos extraer de la salud planetaria es que el desafío de las nuevas zoonosis es inseparable de la más amplia crisis medioambiental. Esto significa que hay una única crisis medioambiental. Si dividimos el problema en asuntos menores, como el cambio climático, la expansión urbana, la extinción masiva, la desertización causada por los fertilizantes, las enfermedades no transmisibles y las epidemias, es por falta de imaginación.

    La ciencia que hay tras cada uno de estos fenómenos es complicada, pero el mensaje general es simple: cuanto menos espacio deje la humanidad a la naturaleza, más problemas medioambientales habrá —incluyendo zoonosis nuevas y letales—. Hacer referencia al «Antropoceno» es una forma de encapsular la escala del problema, pero resulta demasiado descriptivo cuando necesitamos conceptos analíticos para entender por qué hemos entrado en una nueva era geológica. Aquí hay un área donde la izquierda puede ser útil y ofrecer a los científicos y a toda la sociedad conceptos capaces de establecer un marco unitario para la crisis medioambiental. Mejor que hablar de «Antropoceno», podemos desempolvar aquella antigua píldora marxista: la humanización de la naturaleza.

    El espíritu del mundo y los duendes del bosque

    La «humanización de la naturaleza» es una idea original de Hegel, que consideraba la alienación de la humanidad con respecto de la naturaleza el quid de la historia mundial. Se entendía el trabajo como el proceso que reconciliaba ambos aspectos e infundía a la naturaleza consciencia humana. A grandes rasgos, en lugar de tomar nuestra comida directamente de la naturaleza, como hacen los animales, los humanos utilizamos herramientas con las que guiar los flujos naturales para producir granos y ganado. Podríamos extender la lógica de Hegel para decir que buena parte de la humanización de la naturaleza es por tanto la historia del «cambio en el uso de la tierra», como diría el IPCC.

    Karl Marx hizo uso del concepto de Hegel y reconoció el proceso como una expresión de la naturaleza humana (nuestro «ser genérico»). Sin embargo, a diferencia de Hegel, Marx entendía que la humanización de la naturaleza había sido distorsionada bajo el capitalismo por el divorcio entre la inconsciencia del capital y la consciencia humana. Para Marx, el capital solo busca expandirse. El individuo capitalista es el «capital personificado»; aunque «dotado de consciencia y deseo», decía, su libertad está limitada, inclinada hacia el objetivo único de la acumulación de capital. Lo vemos hoy: la CEO de una empresa puede ser una amante de la naturaleza, pero no puede invertir en tecnología cara y ecológica sin que su empresa se arruine por no conseguir la tasa de beneficio perseguida. El concepto de «humanización de la naturaleza», adaptado por Marx, explica por qué la sociedad puede percatarse de que se acerca al precipicio pero es incapaz de cambiar el rumbo, por qué la extracción de combustibles fósiles planificada excede dramáticamente los límites del Acuerdo de París. Los políticos pueden decir una cosa, e incluso plasmarla en un tratado, pero en nuestro sistema económico actual es inconcebible «bajarla a la tierra».

    Como concepto, la «humanización de la naturaleza» es útil —de hecho más que el de «Antropoceno»— porque subraya que el capitalismo es fundamentalmente un proyecto que consiste en una reorganización de la naturaleza de manera distinta a la de otros periodos históricos y que, en último término, conducirá a la catástrofe porque el capital es una fuerza insensata que ignora que está destruyendo la biosfera. Ante este proceso, pues, hemos de controlar de modo consciente la economía al tiempo que le damos a la naturaleza el espacio que necesita para funcionar.

    Como socialistas, no solo hemos de enfrentarnos a la capitalización de la naturaleza allá donde sea posible, ya sean los incendios de la selva amazónica causados por los ganaderos o la construcción de nuevos oleoductos en Canadá para transportar petróleo no convencional. También deberíamos tener mucho cuidado con la humanización socialista de la naturaleza: el deseo de dominarla con fines izquierdistas. La fantasía de un control prometeico aún tiene mucho tirón en la izquierda, en particular entre quienes se adhieren al «comunismo lujoso totalmente automatizado» (Aaron Bastani, que apoya la carne de laboratorio y la resilvestración, es parcialmente una excepción en esta corriente).

    Muy raramente los socialistas aplican sus elogiadas capacidades de crítica y sentido común científico cuando se sientan a comer. Está claro que Marx no era ecologista y, por tanto, a veces tenemos que pensar «contra él» para imaginar lo que podría ser el socialismo. Marx pudo acertar con la idea de que la historia empezó con el nacimiento de la agricultura, pero pasó por alto la aparición de su hermana gemela: la epidemia.

    El nacimiento de la tragedia y la tuberculosis

    Los científicos piensan que la mayoría de los patógenos humanos —quizá todos— son en última instancia zoonosis, que no tienen su origen en los albores de la especie humana, sino en un pasado relativamente más reciente. El sarampión probablemente es una evolución de la peste bovina de hace 7.000 años. La gripe pudo haber empezado hace 4.500 años con la domesticación de aves acuáticas. La especialidad de Jenner, la viruela, probablemente surgió hace 4.000 años en África Oriental cuando el virus de un jerbo saltó al camello, recién domesticado, y de ahí a los humanos. En el Nuevo Mundo, la práctica de la agricultura estaba muy generalizada, pero se domesticaba a muy pocos animales; esa es la razón por la que los pueblos indígenas vivían sin apenas enfermedades. Con la colonización, sin embargo, la cría de animales dio a los invasores europeos una ventaja epidemiológica y los pueblos indígenas estuvieron cada vez más expuestos al sarampión, el tifus, la tuberculosis y la viruela. La población del Nuevo Mundo era de entre cincuenta y cien millones en 1492 y cayó un 90% durante los siguientes siglos, en gran parte debido a las zoonosis del Viejo Mundo.

    Durante un tiempo, pareció que los nuevos fármacos llegarían a contener eventualmente a los patógenos, del mismo modo en que el estado de bienestar había domado al capitalismo. En 1972, los autores de un libro de texto sobre enfermedades contagiosas creían que «la predicción más plausible sobre el futuro de las enfermedades contagiosas es que será algo muy aburrido». En 1975, el decano de la facultad de medicina de Yale predijo que ya no había «nuevas enfermedades por descubrir».

    No había pasado más que un año cuando se identificó el virus del Ébola. Poco después, el editor del primer compendio autorizado sobre la nueva zoonosis avisaba: «Cuanto mayor sea el cambio medioambiental provocado por el ser humano, mayor será el riesgo de aparición de una zoonosis, nueva o vieja». El VIH hizo que el problema fuera aún más urgente. En los noventa, el campo de las «enfermedades infecciosas emergentes» pasó de ser una «mera curiosidad» a una disciplina extensa. Tras el susto de la gripe aviar H5N1 de 2005, el Gobierno de Estados Unidos dio inicio al programa PREDICT, que detectó cerca de mil nuevos virus en una década, incluyendo nuevas cepas del Ébola y de coronavirus. La administración Trump cerró el programa el año pasado.

    Cualquier aspecto de la humanización de la naturaleza va a causar lo que los científicos llaman «contaminación por patógenos», la difusión de una enfermedad entre diferentes especies de animales. Las enfermedades como la de Lyme o la del Nilo Occidental proliferaron porque la reducción de la biodiversidad dio como resultado un crecimiento asimétrico de otras especies portadoras, como el ratón de pies blancos o los petirrojos. La deforestación y el cambio climático expanden el hábitat de los mosquitos, lo cual hace que el dengue, el virus de Zika, la malaria y otras enfermedades sean cada vez más comunes. La actual erupción de nuevas enfermedades es un problema no solo para los humanos, sino también para los animales. Por ejemplo, las nuevas enfermedades corales están relacionadas con la floración de algas y el cambio climático y los gatos han transmitido la toxoplasmosis a los delfines giradores y a las belugas.

    La ganadería industrial ha sido la principal responsable de que volvamos a la edad de piedra de la salud pública. Ni siquiera los pingüinos emperadores de la Antártida están a salvo de este cambio de época. Ahora están plagados de bursitis, una enfermedad que surgió en los años ochenta de las entrañas de las grandes granjas industriales de aves de corral en la costa oriental estadounidense. El crecimiento de la industria de la ganadería, con unos cuatro mil millones de hectáreas, abarca el 40% de la superficie no habitable del planeta, lo que hace que sea la principal interfaz entre la humanidad y la naturaleza, y por tanto el primer portal para nuevas enfermedades.

    La agricultura también ha cambiado cualitativamente. El capital genera una presión increíble para que se incremente la eficiencia de la producción alimentaria a expensas de la salud. El propio Marx criticó a Robert Bakewell, un famoso criador capitalista de del siglo XVIII, por reducir «el esqueleto de una oveja al mínimo requerido para su existencia». Bakewell, efectivamente, criaba a los animales con el fin de que tuvieran menos masa ósea para aumentar su voluminosa carne. A diferencia de muchos de sus epígonos, Marx se percató de que uno no necesita una teoría aislada para analizar los aspectos ecológicos del capitalismo, pues la mirada ciega del capital no veía la diferencia entre animales y máquinas.

    Los Bakewell de hoy en día manipulan la genética animal para impulsar la producción de huevos o aumentar la carne de la pechuga, incluso al coste de sistemas inmunes debilitados. Las empresas crían animales genéticamente similares —incluso clones— en instalaciones masificadas vulnerables a los brotes. El uso generalizado de antibióticos puede mantener la enfermedad a raya (y acelerar las tasas de crecimiento de los animales), pero al coste de crear «superbacterias» como el MRSA, una bacteria que come carne y que ya es habitual en hospitales de todo el mundo. Incluso enfermedades provocadas por bacterias comunes, como las infecciones del tracto urinario, son cada vez más resistentes a tratamientos que hace una década habrían funcionado; cada año, unos 35.000 estadounidenses mueren por infecciones resistentes a los antibióticos. Se estima que el 71% de las chuletas de cerdo que se venden en los supermercados estadounidenses contienen bacterias resistentes a los antibióticos; el porcentaje para la carne de pavo es incluso mayor, un 79%.

    El virus Nipah, identificado por primera vez en una ciudad malaya en 1998, muestra que las distintas ramificaciones de la crisis ecológica convergen para crear epidemias. Para aumentar beneficios, los granjeros habían plantado huertos de mangos junto a sus piaras de cerdos para poder utilizar el estiércol como fertilizante. La deforestación por la tala y quema había expulsado de su hábitat natural a los murciélagos de la fruta, que tuvieron que alojarse en árboles recién plantados, desde donde serían capaces de transmitir la enfermedad a las piaras y de ahí pasaría a las personas. Los murciélagos, además, eran más vulnerables a la enfermedad, dado que, por la fragmentación de su población, tan solo tienen una exposición esporádica. Lo que en su momento fue un virus inofensivo entre los murciélagos acabó causando severos problemas neurológicos en cerdos y humanos. El virus mató aproximadamente a un tercio de sus víctimas en Malasia, pero a siete décimas partes en un brote posterior en el Sudeste Asiático. Solo se detuvo su expansión tras una estricta cuarentena y el sacrificio de un millón de cerdos; no es casualidad que el brote partiera de la principal explotación porcina del país.

    Liberemos la lenteja

    Los epidemiólogos que trabajan con el acervo de la salud planetaria tienen claro lo que hay que hacer. Un corpus de investigaciones cada vez mayor sugiere que el cambio en el uso de la tierra es «el principal impulsor de las enfermedades infecciosas emergentes [EID por sus siglas en inglés] entre la vida salvaje, los animales domésticos y los humanos». De manera más específica, «la creciente demanda de carne y productos cárnicos por parte de la población humana ha dado lugar a un contacto sin precedentes entre humanos y animales». Parte de la solución ha de ser «la conservación de áreas ricas en diversidad de vida salvaje reduciendo la actividad antropogénica».

    La Asociación Americana de Salud Pública ha pedido una moratoria a la ganadería industrial. En los inicios del brote del SARS de 2003, el boletín de la asociación publicó un editorial abogando por un cambio en «el modo en que los humanos tratan a los animales; básicamente, dejar de comerlos o, al menos, limitar radicalmente la cantidad de animales que se comen», como una medida básica de salud pública. «Un cambio así, si se adoptara o impusiera de manera suficiente, podría reducir el riesgo de una epidemia de gripe».

    En estos momentos el planeta está siendo relativamente afortunado, dado que las cadenas de suministro de alimentos que sostienen la vida se han mantenido hasta ahora intactas, pero no hay garantía de que los desastres naturales vayan a espaciarse en el tiempo, especialmente con el cambio climático. Imagínese la emergencia que sería que simultáneamente hubiera enfermedades zoonóticas de aves acuáticas durante una gran inundación en el Sudeste asiático, al tiempo que una sequía arrasa las cosechas de las regiones productoras de grano. Un desastre de esta escala, que se hace más probable con cada molécula de CO2 que se emite a la atmósfera, con cada microbio que salta de un animal a un humano, con cada milímetro de aumento del nivel del mar, daría lugar a un sufrimiento extraordinario.

    Para limitar el impacto de las futuras pandemias al tiempo que se pone freno a la extinción masiva y se mitiga el cambio climático, deberíamos luchar por reestructurar nuestros sistemas alimentarios y abandonar la producción de carne. El informe EAT-Lancet, escrito por treinta y siete académicos y científicos climáticos en nombre de una importante revista médica, defiende un aumento extraordinario en el consumo de verdura, fruta, granos saludables y proteínas vegetales y una reducción drástica en la carne y los lácteos.

    Esas reducciones las asumirían sobre todo los ricos del carnívoro mundo desarrollado, los cuales comen dos o tres veces más carne que la media en los países pobres. Sin embargo, llegado un punto nuestro horizonte político debería imaginar dietas basadas en vegetales para casi todo el mundo. No son sostenibles las dietas que obligan a la deforestación a fin de ganar terreno para los pastos en algunas de las regiones más biodiversas de la Tierra, como la selva amazónica. Si la mayor parte de las sociedades fueran capaces de adoptar la dieta EAT-Lancet, se estima que se evitarían unos once millones de muertes al año; se evitaría la malnutrición y a la vez se minimizarían las principales enfermedades no transmisibles como la diabetes o los problemas cardiacos. Dejar de comer carne y resilvestrar vastas zonas del planeta —quizá incluso la mitad, como propone el controvertido conservacionista E. O. Wilson— debe formar parte del programa socialista.

    Confiar en las vacunas, los antibióticos y los antivirales para lidiar con las futuras epidemias es como si para salvar del cambio climático nuestra sociedad basada en los combustibles fósiles confiásemos en la captura de dióxido de carbono o en la geoingeniería. Nunca cupo esperar que PREDICT fuera a detectar todos y cada uno de los brotes nuevos, incluso si no hubiera sido saboteado por el actual gobierno. El capitalismo no puede solucionar los problemas que genera; las grandes farmacéuticas invierten menos de lo que se debería en vacunas y antivirales porque los pingües beneficios se hallan en las enfermedades propias de la opulencia como la diabetes o la disfunción eréctil. Sin embargo, lo más preocupante es que los resultados también son esquivos incluso en campos bien financiados. La pandemia del VIH/SIDA, que ha matado a treinta y dos millones de personas, demuestra que no se pueden solucionar todas las enfermedades con una vacuna. Tras el brote del SARS en 2003, la OMS señaló que «mientras que la ciencia moderna tenía su rol moderno, ninguna de las herramientas técnicas modernas había tenido un papel relevante en el control del SARS; más importante en esa tarea fueron las estrategias del siglo XIX basadas en rastrear el contacto, en la cuarentena y en el aislamiento». Como socialistas, deberíamos pensar de manera estructural y ser escépticos respecto a las «soluciones» técnicas y a los parches —especialmente porque la eficacia de la medicina moderna parece estar menguando— y, en su lugar, dirigirnos directamente a la raíz del problema.

    Ya debería estar claro que la humanización de la naturaleza no ha llevado a la reconciliación entre esta y la humanidad, sino más bien a la ruina de ambas. Deberíamos ser conscientes de los límites de la consciencia humana, de que nuestro bienestar está ligado a complejos sistemas naturales que nunca comprenderemos totalmente. En lugar de la inconsciencia de que el mercado dirija la naturaleza y la sociedad, la izquierda debe esforzarse por gestionar de modo consciente los asuntos humanos, pero tener humildad y dejar que la naturaleza sea salvaje. Esto no es una especie de necedad mística, sino un implacable análisis sobre cómo nos hemos metido en este embrollo.

    Un nuevo socialismo construido a escala geológica ayudará a la ciencia a lograr lo que no puede conseguir por su cuenta. Para ello, necesitamos ver que las mismas fuerzas económicas tóxicas se hallan en el corazón tanto de las pandemias como del cambio climático. Los socialistas no podemos reconstruir el mundo hasta que no entendamos cómo se ha desbocado. Esta comprensión proviene no solo de la implicación en la ciencia, sino también de la crítica reflexiva. Como habría remarcado Jenner, el «amor por el esplendor» y «la indulgencia hacia el lujo» —ya sean la carne, la piel, las mascotas o los productos testados en animales— por parte de la izquierda han impedido ver su complicidad con la peligrosa devastación de la naturaleza.

    DREW PENDERGRASS es doctorando en ingeniería medioambiental en la Universidad de Harvard. TROY VETTESE es historiador medioambiental y está cursando su posdoctorado en la Universidad de Harvard. Ambos autores publicarán el libro Half-Earth Socialism en la primavera de 2021.

    La ilustración de cabecera es «Chicken Truck» (2008), de Sunaura Taylor. El texto ha sido traducido del inglés por Ramón Núñez Piñán.

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