Categoría: portada

  • El hogar siempre vale la pena

    Por Mary Annaïse Heglar.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Medium con el título «Home is Always Worth It». [El artículo original en inglés ha ido teniendo mínimas modificaciones puntuales desde su publicación original.]

    La primera vez que me encontré con lo que ahora llamo, sin demasiado cariño, «machote catastrofista», fue en 2007. Trabajaba como voluntaria en un periódico de izquierdas de Nueva York y seguía intentando que me viesen como una «periodista de verdad» (si miro hacia atrás, me alegro de no haberlo conseguido). Las principales agencias de noticias seguían haciendo oídos sordos y sin decir palabra acerca del «calentamiento global», que es como se lo conocía entonces de forma despectiva, controvertida, dudosa. Pero el pequeño periódico en el que estaba, The Indypendent, decidió romper el silencio de manera valiente y dedicar el número de abril entero a la crisis que se avecinaba.

    Teníamos reuniones editoriales abiertas todos los meses y eso atrajo a un tipo de voluntario muy concreto y ciertamente peculiar. Me vi rodeada de hombres altos, blancos, con quemaduras de sol bastante evidentes, con el pelo revuelto y pantalones cortos, que se erigían sobre mí con historias desesperanzadas. «Ya nada tiene sentido. ¡Los seres humanos estamos condenados! ―decían con regocijo. Y añadían, quizás a modo de consuelo―: ¡Pero no os preocupéis! ¡Al planeta no le va a pasar nada! Lo único que necesita es deshacerse de nosotros».

    Sus anhelos me desconcertaban y me intimidaban a partes iguales.

    Yo tenía veintitrés años y acababa de llegar a Nueva York, era demasiado joven y demasiado del sur como para saber cómo salir de ese torbellino de mansplaining. No sabía cómo decirles que yo no era capaz de ilusionarme si en lo que pensaba era en mi propia destrucción. Asentí, sonreí y lloré durante todo el camino de vuelta a casa.

    Eran bastante mayores que yo y no parecían darse cuenta de cuántos de mis sueños estaban aplastando. O ser capaces de pensar en ello. Según ellos, yo no estaba entrando en la edad adulta, estaba entrando en un achicharradero. Casi por accidente, su alegre nihilismo se encargó de colocar el ecologismo en un estante tan alto que yo no podía llegar a él. Yo, por mi parte, me limité a tocar temas de las baldas que sí estaban a mi alcance: la violencia policial, la desigualdad de ingresos y educativa, la falta de vivienda, etcétera. Tenía que arreglar lo que pudiese mientras el mundo ardía.

    Por entonces yo no sabía cómo decir lo que pensaba. No sabía cómo hacer valer mi determinación a tener un futuro. Pero he crecido.

     

    Estamos recogiendo tempestades

    Desde que entré a formar parte en serio del movimiento por la justicia climática, me he encontrado con no pocos de estos nihilistas del clima: escriben libros, presentan charlas, tuitean con asiduidad. Son legión; en mi opinión, son un problema.

    Y casi siempre son hombres blancos, porque solo los hombres blancos pueden permitirse el lujo de ser lo suficientemente perezosos como para renunciar… a sí mismos.

    Hasta cierto punto lo entiendo. No se puede negar la gravedad de nuestra crisis, al menos ya no se puede. Ya no podemos posponerlo para las «generaciones futuras». Ya no podemos «detener» el calentamiento global. Ha llegado. Estamos recogiendo tempestades.

    Pero un aspecto particular del calentamiento, ya sea el del planeta o el de un horno, es que avanza gradualmente. Esto quiere decir que cada décima de grado importa. Y ahora mismo eso significa que todo lo que hacemos importa. Literalmente, no tenemos tiempo para el nihilismo.

     

    La esperanza no es eterna

    Por otro lado, y para ser justa, la comunidad climática tiene una tendencia desquiciante a la agresividad en su narrativa y en sus mensajes. ¡Debemos albergar esperanza! ¡No podemos ser tan alarmistas! ¡Debemos ser fieles a los pequeños matices científicos, incluso a expensas de la claridad y de la urgencia y de la belleza! ¡No debemos dejar ningún sendero por explorar! Matices, matices, matices.

    Este deseo por controlar el tono de la conversación acerca del clima hace que sea imposible que esta se dé con honestidad, al menos en un mundo en el que lo que antes conocíamos como «impactos potenciales del calentamiento global» ahora tiene nombres propios: Dorian, Yutu, Idai, Camp Fire, María. En el contexto actual, tener esperanza y verlo todo de color de rosa simplemente parece una sociopatía.

    A medida que estas tragedias se van desvaneciendo y se mezclan en un continuo, la insistencia de la comunidad climática en una esperanza eterna comienza a parecer de todo menos realista. Se convierte en inmadurez emocional, es en sí misma un obstáculo.

    Por no señalar que para tener una esperanza así hay que ser capaz de explicar las soluciones que la justifiquen. Y eso favorece cierto tipo de conocimientos avanzados y que sea muchísimo más difícil poder participar de la conversación sobre el clima. No nos podemos permitir poner más cercos ni tener porteros en la entrada. Repito: no tenemos tiempo.

    Es cierto que esta reflexividad es el producto de décadas de ataques implacables y a mala fe, tanto por parte de la industria como del gobierno, pero el resultado es el que es. Es agotador, es ineficaz y es alienante. Honestamente, no es muy diferente de la narrativa de los catastrofistas. Ambos son paraísos del mansplaining. Ambos apestan al tipo de privilegio surgido de la falsa creencia de que hasta ahora este mundo ha sido perfecto y que, por lo tanto, no merece la pena ni conservar una versión que sea imperfecta ni tampoco luchar por ella. Representan los extremos de un péndulo hasta arriba de privilegios y que ha oscilado demasiado.

     

    Hay espacio en el medio

    Toda esta oscilación es innecesaria dado el abundante espacio que hay en el medio; de hecho, hay espacio para todos y todas nosotras. Una comunidad que se enorgullece de sus matices científicos puede aprender a aceptar los matices emocionales.

    Es perfectamente posible prepararse para los desastres que se ciernen aterradoramente sobre nosotras al tiempo que hacemos todo lo posible por dejar de calentar más el horno. Podemos reconocer la tormenta de emociones que nos abruma al ver cómo se deshace nuestro mundo, podemos procesar esas emociones y podemos volver a levantarnos para proteger lo que seamos capaces.

    Porque vale la pena. Porque valemos la pena.

    No tenemos que ser ni unas ciegas optimistas ni unas fatalistas. Podemos ser humanas. Podemos ser desordenadas, imperfectas, contradictorias, frágiles. Podemos reconocer que desesperanza no significa impotencia.

     

    Qué mundo tan maravilloso e imperfecto

    Yo nunca he visto un mundo perfecto. Nunca lo haré. Pero sé que un mundo con dos grados más es mucho mejor que uno con tres o seis grados más. Y sé que estoy dispuesta a luchar por ello, con todo lo que tengo, porque es todo lo que tengo. No necesito una garantía de éxito antes de arriesgarlo todo para salvar las cosas, a la gente y los lugares que amo, antes de intentar salvarme a mí.

    Incluso si solo puedo salvar una parte de lo que a mí me resulta valioso, esa será mi parte y para mí no tendrá precio. Si solo puedo salvar una brizna de hierba, lo haré. De ella haré un mundo y en ella y para ella viviré.

    No sabemos cómo va a terminar esta película, porque ahora mismo estamos en la sala de guionistas. Estamos tomando las decisiones ahora mismo. Abandonar la sala no es una opción. No podemos rendirnos.

    Este planeta es el único hogar que vamos a tener. No hay otro lugar como este. Y un hogar siempre, siempre, siempre vale la pena.

    Mary Annaïse Heglar, en sus propias palabras, escribe sobre justicia climática, despotrica, desvaría. Vive en el Bronx, pero sus raíces están en Alabama y Mississippi. James Baldwin es su héroe personal.

     

  • Plan, estado de ánimo, campo de batalla – Reflexiones sobre el Green New Deal

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por Thea Riofrancos.

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Viewpoint Magazine con el título «Plan, Mood, Battlefield – Reflections on the Green New Deal».

    Los científicos que estudian el clima están empezando a parecer unos radicales.

    El informe del IPCC de 2018 concluye que serían necesarios «cambios sin precedentes y en todos los aspectos de la sociedad» para limitar el calentamiento a 1,5 ºC. En un informe devastador sobre el terrible estado de los ecosistemas del planeta, la Plataforma de Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos de la ONU también pide, en palabras textuales de su presidente, «una reorganización sistémica de los factores tecnológicos, económicos y sociales, incluyendo paradigmas, objetivos y valores».

    La primera y hasta ahora única iniciativa legal en Estados Unidos que aborda la severidad de la crisis a la que nos enfrentamos es el Green New Deal, presentado el pasado mes de febrero [de 2019] como una resolución conjunta del Congreso. La resolución propone, entre otros objetivos, la descarbonización de la economía, la inversión en infraestructuras y la creación de trabajos dignos para millones de personas. Y aunque, desde el punto de vista global, esta resolución resulta limitada dada su escala nacional, transformar Estados Unidos de acuerdo a esos parámetros tendría repercusiones en todo el planeta por al menos dos razones: Estados Unidos es un gran impedimento para la cooperación global respecto al clima y hay partidos políticos en todo el mundo (el Partido Laborista en Reino Unido y el PSOE en España) que han empezado a adoptar el Green New Deal como marco para su propias políticas a nivel nacional.

    Después de unos meses de idas y venidas en los discursos, podemos empezar a identificar una serie de posiciones emergentes dentro del debate en torno al Green New Deal. La derecha se ha limitado a meter miedo porque «vienen los rojos» y ha tachado la resolución no vinculante sobre el Green New Deal de «monstruosidad socialista» y de vía hacia la servidumbre de la planificación de estado, el racionamiento y el veganismo obligatorio. En las posiciones de centro, cada vez más menguantes, se agarran con fuerza a las políticas equidistantes: el Green New Deal es como un sueño infantil; los adultos de verdad saben que la única opción es seguir la senda del bipartidismo y del incrementalismo. La izquierda, por supuesto, sabe que en el contexto de una crisis climática que ya está en marcha, del resurgir de la xenofobia y del debilitamiento de la legitimidad del consenso neoliberal, lo verdaderamente engañoso son las soluciones «de mercado» y los alegatos nostálgicos en favor de las «normas e instituciones» americanas.

    Pero también en la izquierda hay críticas y rechazos frontales al Green New Deal (como esta, esta, esta y esta). Al Green New Deal, como al antiguo New Deal, se le achaca que se limite a que el estado, en tanto que comité ejecutivo de la burguesía, rescate al capitalismo de la crisis planetaria que él mismo ha provocado. Según este punto de vista, en lugar de dotar de poder a las comunidades «vulnerables que se encuentran en primera línea», tal y como dicta la resolución, este marco normativo concedería a las empresas oportunidades de inversión inesperadas y subvenciones que se beneficiarían de rebajas de impuestos, subsidios, colaboraciones público-privadas, desembolsos en infraestructura que estimularían el desarrollo inmobiliario y una garantía de trabajo que haría lo mismo con el consumo; todo un win-win para el estado y el capitalismo, pero que, al dejar intacto el modelo subyacente de acumulación de capital, adicto al crecimiento, supondría una derrota para el planeta y para las comunidades más vulnerables a la crisis climática y al apartheid ecológico. Y hay otra vuelta de tuerca más. Como apuntan a veces estos mismos análisis, este escenario, con sus vencedores y vencidas asegurados,  se basa en una comprensión errónea del capitalismo contemporáneo. En un mundo con un estancamiento económico secular ―márgenes de beneficio decrecientes, burbujas especulativas, financiarización, actitudes rentistas y acumulación de capital a través de la redistribución de abajo arriba―, las cualidades vampíricas del capital nunca han resultado tan obvias. La idea de que, con un pequeño estímulo, el capital podría superar de repente estas tendencias e invertir en actividades productivas no es más que una fantasía nostálgica sobre sí mismo.

    Para los escépticos del Green New Deal que hay en la izquierda, este keynesianismo verde tan anacrónico tiene su contrapartida ideológica en el nacionalismo económico que se deja ver a través del lenguaje de la resolución, el cual coloca a Estados Unidos como un «líder internacional» que, en general, realiza un contabilidad de las emisiones de carbono que llega solo hasta las fronteras americanas, invisibilizando así las grandes redes de extracción, producción y distribución que requeriría una transición masiva hacia las energías renovables. En palabras de Max Ajl, su plan político se resumiría en «socialdemocracia verde en casa; fronteras terrestres y marítimas militarizadas; y, más allá, la extracción de recursos para crear tecnologías limpias en casa». Esto podría darse, por ejemplo, mediante apropiaciones neocoloniales de tierras para la producción de energías renovables.

    En esa misma línea, una mirada algo miope acerca de las emisiones de carbono que no vea más allá de la red eléctrica nacional puede ignorar los límites extractivistas en el Green New Deal. Una visión global y holística revela que las energías renovables intensificará la minería, la cual aporta materias primas con las que rehacer el «ambiente construido»[1] para que funcione exclusivamente con electricidad. Y un mundo con una minería intensificada es, a su vez, un mundo de acumulación por desposesión y de contaminación. Uno de estos límites es el del litio: se trata de un componente extraído de la salmuera o de la roca sólida que es necesario para fabricar las baterías que hacen funcionar los vehículos eléctricos, o las que proporcionan almacenamiento de energía a las redes de las renovables. En Sudamérica, el litio está siendo extraído a un ritmo alarmante a partir de la salmuera almacenada bajo unos salares ubicados en una meseta que se halla a gran altitud y que está rodeada por la cordillera de los Andes. Los salares son sistemas hidrológicos vulnerables de los que la salmuera es una parte fundamental; es un tipo de humedal desértico que se superpone al territorio, a huertos y a pastos de comunidades campesinas indígenas y mestizas. En el supuesto de que en 2050 haya tenido lugar una transición energética total a las energías renovables y sin alteración de los patrones de consumo de energía, la demanda de litio habrá excedido el 280% de las reservas de litio conocidas (es decir, los depósitos cuya extracción resulta económicamente viable ahora mismo).

    Finalmente, está el asunto de que la resolución no habla en ningún momento del monstruo que todo el mundo se empeña en ignorar, la industria de la energía fósil, responsable de la mayor parte de las emisiones globales. Este sector es un obstáculo político descomunal a nivel interno: debido a la expansión del fracking, Estados Unidos está camino de convertirse en el mayor productor global de petróleo y de gas natural; de hecho, el mundo está tan anegado por el petróleo americano que las mayores barreras para el suministro —«sanciones, conflicto y guerra civil»— apenas afectan ya al precio del crudo. Es difícil imaginarse a este monstruo renunciando de manera voluntaria a sus enormes inversiones. En el caso de que viéramos unas regulaciones rigurosas de las emisiones y se impusiera una transición hacia las energías renovables, las inversiones en torres de perforación, oleoductos y plantas energéticas se convertirían de la noche a la mañana en billones de dólares en activos echados a perder y causarían una crisis financiera global.

    Esto son obstáculos reales, restricciones reales y preocupaciones reales. Opino, sin embargo, que una política de mera oposición, una política que, a la luz tanto del poder de nuestros enemigos como de las limitaciones del Green New Deal tal y como es concebido actualmente, se posiciona principalmente en contra de esta iniciativa no es ni empíricamente sensata ni políticamente estratégica.

    Empecemos por los hechos básicos. Nadie niega que sea deseable una descarbonización de los sistemas energéticos nacionales y globales. Los complejos mecanismos de retroalimentación que existen entre el calentamiento de la atmósfera y otras formas de desastres medioambientales, desde las sequías hasta la subida del nivel del mar, pasando por otros fenómenos meteorológicos extremos, son tales que cada grado de calentamiento que evitemos ―o, ya que estamos, cada décima de grado― supone que el mundo sea mucho más seguro para la población humana y no humana, especialmente para quienes sufren los daños de un desastre que ya está en marcha (mientras escribo esto, y en el lapso de dos meses, la costa este de África ha sido azotada por dos ciclones de una magnitud nunca vista; el primero, Idai, mató a más de mil personas y dejó millones de afectadas).

    Y nadie niega que la descarbonización sea tecnológicamente e incluso económicamente factible. Los estudiosos y los inversores del sector de las energías renovables están entusiasmados con la drástica reducción de los costes de las renovables y del almacenamiento de las baterías. Por supuesto, nos encontramos con la peliaguda cuestión de cuál sería la extensión de tierra que requeriría un sistema basado en las energías solar y eólica. No hay duda de que las renovables hacen un uso intensivo del territorio, tanto en la producción (aerogeneradores y paneles solares) como en líneas de transmisión, pero estas estimaciones varían muchísimo. Según los más optimistas, la producción de energía solar y eólica podría requerir de menos del uno por ciento del territorio estadounidense. Según los más pesimistas, como Jasper Bernes, podría ser de entre un veinticinco y un cincuenta por ciento, que es un margen bastante amplio. No obstante, incluso estos porcentajes simplifican demasiado la complejidad del asunto. A diferencia de lo que sucede con la biomasa y la agricultura, un aerogenerador y un huerto no son territorialmente excluyentes. Los paneles solares pueden instalarse en el tejado, de modo que no toda la energía solar compite directamente con la asignación de tierra del sector agropecuario o con el restablecimiento de ecosistemas. A su vez, hay muchos usos del territorio que son ecocidas y antisociales pero que podrían ser modificados para la producción de energías renovables o ser renaturalizados para la captura natural de carbono: jardines inmaculados, campos de golf, aparcamientos y miles de kilómetros cuadrados de terrenos públicos cedidos a compañías petrolíferas y de gas. Y las posibilidades para la descarbonización pueden (y deben) exceder al sector energético e incluir la propia infraestructura del comercio global: por ejemplo, reducir la velocidad de los cargueros un diez por ciento conllevaría una reducción de casi un veinte por ciento de sus emisiones.

    Como se puede ver, tecnológicamente factible es un concepto amplio que abarca todo un universo de escenarios diversos.

    A un lado del espectro, tenemos la transición energética que ya está en marcha, organizada bajo la lógica del capitalismo verde y la enorme industria de las «tecnologías limpias». Esta deposita sus esperanzas en soluciones técnicas como el control de la radiación solar, que tienen el objetivo de alterar lo menos posible el modelo de acumulación económica actual para no cuestionar cuánta energía se usa, ni para qué se utiliza, ni quién controla dicha energía. Al otro lado tendríamos una descarbonización que se alcanzaría mediante la mezcla de un cambio completo hacia las energías renovables, el diseños de redes que maximicen la resiliencia con una generación distribuida, ecosistemas que capturen carbono, eficiencia energética, una demanda energética reducida (que por supuesto asegure que dichas reducciones apunten sobre todo y ante todo al derroche y el sobreconsumo de los más ricos) y un cambio de paradigma del consumo privado a uno que valore el consumo colectivo regido por un empleo de los recursos social y ecológicamente sostenible. Esta última perspectiva reconoce que la raíz de la crisis climática (la competitividad de un mercado que solo busca el beneficio, el crecimiento descontrolado, la explotación de las personas y de la naturaleza y la expansión imperialista) no puede ser al mismo tiempo la solución a la crisis climática.

    Decidir entre el capitalismo verde o el ecosocialismo como vías hacia la descarbonización ―con el infinito número de versiones que hay entre ambos― es política; política no solo en Estados Unidos, sino a lo largo de la dispersa cadena de producción de la transición a las renovables, desde las fronteras extractivas hasta nuestras casas, pasando por fábricas, cargueros, almacenes y red de distribución. En Chile, cuyas exportaciones de litio representan el 40% respecto al total mundial y que es donde he estado llevando a cabo mis investigaciones, las comunidades indígenas y las y los ecologistas están empezando a organizarse contra la creación de nuevos proyectos en torno al litio, en parte gracias a unas alianzas nuevas que están atravesando la meseta andina y llegan a comunidades de Argentina y Bolivia.

    En cada uno de los nodos de esta cadena global, lo técnico y lo político están íntimamente vinculados. Decretar que la descarbonización es improbable o imposible equivale a evitar las complejas tareas históricas que tenemos por delante para crear un mundo nuevo.

    ¿Demasiado radical o no lo suficiente?

    La principal incertidumbre que recorre las críticas de la izquierda al Green New Deal es acerca de si es demasiado radical o si, por el contrario, no lo es lo suficiente («unas tibias reformas propuestas por socialdemócratas», según Joshua Clover).

    Por un lado, intentar alcanzar la descarbonización de la economía que el plan propone desencadenaría una respuesta implacable de parte de la clase dirigente (como avisa Bernes, «es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay»). Por otro lado, lo que hace el Green New Deal es salvar al capitalismo de sí mismo y, así, «deja el crecimiento intacto» (Bernes) al tiempo que deja también intactas a «empresas que se rigen por el beneficio» (Clover). Las implicaciones políticas son igualmente inciertas. A primera vista, el estado, presa del capital, se asegurará de que la legislación nunca pase de su fase inicial o de que sea vetada o de que la diluyan las agencias dedicadas a su aplicación y que tenga una muerte lenta y burocrática. Si se analiza más en profundidad, es difícil de imaginar por qué el sistema político se iba a oponer a unas reformas tan leves, especialmente teniendo en cuenta el tremendo efecto legitimador que podría conseguirse si parece que se están llevando a cabo acciones serias contra el cambio climático.

    ¿Es el Green New Deal una guerra de clases sin cuartel o un win-win para el crecimiento verde? ¿Es demasiado radical para ser concebible ―no digamos aplicable― en la situación actual o es demasiado reformista dada la escala de la catástrofe climática?

    Por supuesto, cualquiera podría defender, como creo que en concreto hace Bernes, que esta incertidumbre no es inherente a su crítica del Green New Deal, sino a la perspectiva misma de la resolución, una perspectiva que puede gustarle a cualquiera, un espejo en el que tanto el anticapitalista como el emprendedor capitalista pueden ver reflejado el futuro que ambos anhelen.

    Aun así, existe otra lectura posible de esta indeterminación. El estado no es un monolito hecho de una sola pieza y tampoco lo es el capital, y estos dos hechos están relacionados. El capital no está formado solo por capitalistas, sino por sectores enteros que compiten entre sí, y la competencia es una de las primeras leyes del movimiento del capitalismo. Aparte de por la cuota de mercado y por la inversión, los capitalistas compiten entre sí por el estado: por sus políticas, su amplitud, su poder de legitimación. Podríamos imaginar sin mayores complicaciones cómo algunos sectores apoyan algunos puntos del Green New Deal (la «tecnología limpia»), mientras que otros maniobran con empeño en su contra (la industria del combustible fósil). Se podría analizar de manera aún más exhaustiva: algunas compañías petrolíferas están invirtiendo miles de millones en combustibles con una huella de carbono baja o nula; el sector inmobiliario podría resistirse a una costosa adaptación para aumentar la eficiencia energética, pero potencialmente podría verse beneficiado por las inversiones públicas en infraestructura de transportes, que harían aumentar el valor de las propiedades circundantes. Para que podamos desarrollar una perspectiva estratégica que plantee una amenaza creíble a la generación de beneficios, antes debemos comprender las posiciones de algunas empresas concretas y distinguir entre las diferentes fracciones dentro del capital; e incluso, dado el tremendo poder de los inversores privados para fijar los parámetros respecto a los cuales se desarrollan las distintas iniciativas legales ―un poder que está particularmente afianzado en el sistema estadounidense, donde ciudades y estados compiten por las inversiones―, no habría que descartar la posibilidad de que un cambio en la legislación pueda modificar sustancialmente las reglas del juego. Recientemente, en parte debido a la presión de una coalición de movimientos de base por unas políticas de vivienda justas, y pese a las protestas del lobby inmobiliario, el Ayuntamiento de Nueva York ha aprobado un ambicioso plan para limitar las emisiones de los edificios.

    Si el estado y el capital son heterogéneos y existe una competencia entre fracciones de la clase dirigente, lo que en ocasiones ofrece aperturas estratégicas para ejercer poder popular, también la clase trabajadora está dividida por sus diferencias y fragmentaciones. No se trata de un agente preconstituido ni puede esperarse de ella que se unifique de forma espontánea en un momento de ruptura revolucionaria. No hay nada que sustituya la lenta y a veces acelerada labor de composición de intereses de la clase trabajadora. Pero bajo el lema de una «transición justa», el Green New Deal presenta la posibilidad de que los y las trabajadoras de los propios sectores que están destruyendo el clima y los ecosistemas puedan formar parte de esa misma coalición. Mientras tanto, la renovada actividad huelguística entre profesores y profesoras, cuyo vital trabajo de reproducción social podría ser una parte central de una sociedad con bajas emisiones de carbono, nos invita a redefinir qué es un «trabajo verde» para que abarque el a menudo infravalorado e invisibilizado trabajo de cuidarnos las unas a las otras y de cuidar el planeta.

    De un modo más general, es precisamente la indeterminación del Green New Deal lo que ofrece una oportunidad histórica para la izquierda. Tal vez sin darse cuenta, Bernes hace referencia a este potencial: según él, para los defensores del Green New Deal «su valor es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de un poderoso estado de ánimo más que de un gran plan». Hablaré sobre el contraste entre un «estado de ánimo» y un «plan» más adelante, pero por el momento querría hacer una pausa y repetir lo que ahí se dice: «Transformar el debate, aunar voluntades políticas y subrayar la urgencia de la crisis climática». Si con la herramienta de un Green New Deal amorfo las fuerzas de izquierdas consiguieran llevar a cabo estas tres tareas, a mí eso ya me parecería un avance de una importancia tremenda; no se trata de un fin en sí mismo, obviamente, pero no tengo muy claro que cualquier camino que conduzca hacia una transformación radical no deba atravesar estas tres pruebas tan cruciales a la capacidad política.

    ¿Demandas o engaños?

    En consonancia con la acusación de incertidumbre está la de vaguedad; según Bernes, «el Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo». Esto, si nos fijamos bien, no es cierto. Actualmente proliferan las propuestas sobre cómo descarbonizar la economía, no solo de parte de los sabihondos de siempre con sus medidas para un capitalismo verde, sino también de defensores de la agroecología, de quienes defienden la banca pública y la vivienda pública, o de aquellas personas que se centran en la lógica de la obsolescencia programada y abogan por una producción y un consumo libres de residuos. Nunca he tenido tantas conversaciones como en los últimos meses acerca del diseño de las redes eléctricas, de la contribución relativa de los diferentes sectores al total de emisiones o de los dilemas que plantean los impuestos a las emisiones de carbono. Con esto no quiero sugerir que esta miríada de propuestas vaya a solucionar el problema, ni menosprecio los fuertes contrastes entre una propuesta de expropiación de la industria del combustible fósil y la fijación de un precio del carbono basado en una alta tasa de descuento; solo quiero señalar la cantidad de gente que de hecho está hablando sobre cómo descarbonizar la economía. Las batallas que se libren en estos frentes van a demostrarse vitales en los conflictos políticos y de clase de nuestros días.

    Sin embargo, el reproche que hace Bernes a su vaguedad se transforma rápidamente en otra acusación más seria: la de engañar. Las y los socialistas que, como yo, se movilizan por el Green New Deal saben muy bien que «es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un “programa de transición” dependiente de una “reivindicación transitoria”». Afirma que para cualquiera de estos socialistas es precisamente la combinación de una posibilidad tecnológica y de una imposibilidad sistémica lo que hace del Green New Deal una necesidad radical: si el capitalismo puede salvar a la humanidad y el planeta, pero no lo hace, las masas se alzarán frente al que es el auténtico obstáculo al progreso. Esta estrategia no es solo fundamentalmente condescendiente y tramposa, tal y como él señala, sino que es también contraproducente: «La reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos» y luego transforma dichas instituciones. En este caso, las organizaciones se crean para «resolver el cambio climático dentro del capitalismo» y, cuando eso falla, se espera que «[pasen] a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a líneas socialistas». Las instituciones, no obstante, «son estructuras con inercias muy fuertes»: una vez han sido diseñadas para un propósito, no pueden ser transformadas.

    Esta me parece una afirmación muy extraña. En el ámbito de las ciencias sociales, la «dependencia del camino» es más o menos el mantra de las principales teorías institucionales y funciona a nivel ideológico para impulsar la aceptación del statu quo. Una perspectiva crítica e histórica de las instituciones las percibe como cristalizaciones o resoluciones vivas y provisionales del conflicto de clases, necesitadas de una reproducción y una legitimación constantes. Son convenciones sociales a través de las cuales la dominación violenta se transforma en hegemonía.

    Esta es una lección que la derecha tiene muy bien aprendida y lo demuestra en los movimientos que hace en cada rincón del sistema institucional: juntas escolares, gobiernos estatales, juzgados locales, comisiones de servicios públicos. En otros lugares, los partidos y los movimientos de izquierdas han hecho sus experimentos con el cambio institucional, desde el Partido Comunista en Kerala hasta el movimiento municipalista radical en España. A través de una mezcla de innovación en las iniciativas legales, aprendizaje por ensayo y error y organización social, han ido socavando la exclusión y la dominación. En Kerala, de hecho, se movilizaron instituciones locales y redes solidarias en la impresionante respuesta que se dio a las inundaciones masivas del verano de 2018, un ejemplo con implicaciones evidentes para las tempestuosas condiciones que tenemos por delante.

    Más allá de la desesperación medioambiental y del cruel optimismo

    Resulta, no obstante, que los defensores del Green New Deal no solo son unos tramposos, sino que también se engañan a sí mismos. En sus delirios acerca de unos futuros perfectos, «el mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita». Para estos ecosoñadores, la realidad va a ser un jarro de agua fría: «Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo». No va a funcionar nada que no sea «reorganizar completamente la sociedad».

    No solo fantasean los green new dealers; también Bernes se imagina «una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, [que pueda] traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia». Esto está muy cerca del horizonte radical que yo planteo, ¿pero cómo llegamos hasta allí? «Necesitamos una revolución»; pero la seriedad vuelve rápidamente: «No hay una revolución a la vista». Esta perspectiva tan serena coincide con el tono de su ensayo. Simplemente hace una enumeración de los hechos, en lugar de mentirnos nos cuenta la verdad («enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto», «no nos mintamos las unas a las otras»; o, en el caso de Clover, «ahora llegamos a los temas serios»). Estas frases hacen que el autor se coloque por encima del debate, como alguien con entereza, objetivo, y presenta a sus oponentes como personas confundidas, poco fiables, engañadas y, retomando la cita anterior, seducidas por el poderoso estado de ánimo producido por un sueño verde. ¿Pero acaso no es también un estado de ánimo la «desesperación medioambiental» que Bernes define como el registro emocional inevitable de la realidad que él mismo ha constatado?

    Me parece curioso que algunas de las refutaciones que desde la izquierda se hacen al Green New Deal suenen parecidas al rechazo que muestran los enemigos conservadores que todos compartimos: ambas adoptan una posición serena y de seriedad y nos pintan la iniciativa como si fuera una fantasía o, peor, como un plan maligno bajo el aspecto de un mundo mejor. Mientras que la derecha tiende a fijarse en la viabilidad económica de la inversión pública que haría falta, lo que hace Bernes es señalar la imposibilidad de su objetivo («es la implementación lo que lo mata»). Paradójicamente, al hacer estas afirmaciones con la idea de llamar la atención sobre su viabilidad objetiva, lo que están haciendo los escépticos de izquierdas es perder la oportunidad de elaborar una reflexión que resulte más convincente. A diferencia de lo que opina Bernes, el mayor obstáculo que enfrenta el Green New Deal no es su «implementación», sino la política. Una crítica propiamente política pondría sobre la mesa que el Green New Deal defiende la ilusión de que un estado ilustrado va a poder salvarnos de la catástrofe climática, una ilusión que nos disuade de emprender acciones radicales, las cuales, de hecho, son un requisito para que el estado empiece a hacer algo; y la tentación de desmovilizarnos, de volcar toda nuestra capacidad colectiva de forma alienada en el estado, puede resultar atractiva en caso de una victoria de los demócratas en 2020. El Green New Deal, en este caso, sería un ejemplo de manual de la crueldad del optimismo: la esperanza que nos inspira la propuesta es precisamente lo que complica que se convierta en realidad.

    Sin duda el pesimismo nos protege del trauma psicológico que la decepción acarrea. Sin embargo, el riesgo del pesimismo es que tiende al fatalismo, el cual posee el mismo efecto desmovilizador que la ilusión de que nos vaya a salvar el estado. Pero existe otra opción. Lo opuesto al pesimismo no es un optimismo convencido, sino un compromiso militante con la acción colectiva frente a la incertidumbre y el peligro. Podemos seguir el ejemplo de los movimientos sociales que recogen el guante del Green New Deal al tiempo que se enfrentan a algunos elementos concretos, de manera que amplían los horizontes de lo políticamente posible. Indígenas y movimientos por la justicia medioambiental han emitido declaraciones detalladas en las que apoyan algunos aspectos de la resolución y otros no ―especialmente la terminología sobre la energía «limpia» y «net zero» [cero neto], que abre la puerta a tecnologías de geoingeniería y planes de compensación carbónica― y que, además, priorizan de manera sistemática las necesidades de las personas excluidas, explotadas y desposeídas frente a un enfoque tecnocrático de la política. El grupo de trabajo sobre ecosocialismo del DSA [Democratic Socialists of America] (aviso: formo parte de su comité directivo) ha desarrollado un conjunto de principios para apoyar el Green New Deal al tiempo que va sustancialmente más allá de su contenido actual, planteando «la lucha por el clima como una pugna contra el capitalismo y la multitud de formas de opresión que lo sustentan». En la misma línea, Kali Akuno, de Cooperation Jackson, ha criticado el productivismo y el nacionalismo del marco del Green New Deal y aboga por el desarrollo de alternativas de base, como cooperativas, huertos urbanos o restauración del ecosistema, y por la desobediencia civil masiva para luchar por una transición radical y justa al ecosocialismo.

    En lugar de refugiarse en la mera oposición, estos movimientos se enfrentan a un dilema estratégico complicado: el desafío de enfrentarse a las distintas fracciones del capital y a sus múltiples aliados en el estado, los cuales van a luchar de forma implacable para preservar el capital fósil, al tiempo que radicalizan las políticas del Green New Deal más allá sus limitaciones actuales.

    La pregunta insistente que se le plantea a cualquier proyecto de transformación radical es la de cómo hacer que el nuevo mundo nazca a partir del viejo. ¿Qué clase de demandas programáticas, formas de organización y modelos institucionales se pueden proponer, movilizar y aglutinar bajo las condiciones presentes, pero que una vez puestas en funcionamiento profanen la santidad del crecimiento, la propiedad o el beneficio? ¿De qué tácticas de ruptura disponemos? ¿Qué coaliciones emergentes pueden tejer redes de solidaridad que atraviesen las dispersas cadenas de producción de la transición energética? ¿Qué crisis financieras pueden aparecer en el horizonte? ¿Qué fracciones del capital están en ascenso o en descenso? ¿Cuáles son las debilidades del orden hegemónico?

    Vivimos en un momento de profundas turbulencias; predecir o anular el futuro parece menos riguroso analíticamente que participar de manera activa para así dotarlo de forma. No sabemos cómo van a evolucionar las políticas del Green New Deal; pese a todo, lo que podemos dar por seguro es que la resignación con aires de realismo es la mejor forma que tenemos para garantizarnos un resultado que sea el menos transformador de todos. Quedarse esperando el momento de ruptura revolucionaria, siempre postergado, es a efectos prácticos equivalente a la inacción. En un conflicto tan extremadamente desigual como el que nos enfrenta a los dirigentes de las empresas de energía fósil, a compañías privadas, a propietarios, a altos mandatarios y a los políticos que hacen lo que estos quieren, hace falta una acción rupturista y extraparlamentaria que surja desde abajo, que se inspire en Standing Rock, en la ola de huelgas de profesores, en Extinction Rebellion, en las huelgas de los jóvenes contra el cambio climático, así como una experimentación creativa con iniciativas legales e instituciones. Las batallas que están por venir tienen el potencial de dar rienda suelta a los deseos y de transformar las identidades. Vamos a aprender, vamos a cagarla y vamos a aprender de nuevo. El Green New Deal no nos ofrece una solución prefabricada, sino que abre un nuevo terreno político. Ocupémoslo.

    [1] Concepto utilizado para referirse a los espacios que han sido modificados por la intervención humana para habitar en ellos [N. de los E.].

    THEA RIOFRANCOS es profesora asistente de Ciencias Políticas en la Universidad de Providence. Su investigación se centra en la extracción de recursos, la democracia radical, los movimientos sociales y la izquierda latinoamericana. Ha publicado junto a otras autoras el libro A Planet to Win: Why We Need a Green New Deal (Verso), y próximamente publicará Resource Radicals: From Petro-Nationalism to Post-Extractivism in Ecuador (Duke University Press), así como diversos artículos en medios como n+1, The Guardian, The Los Angeles Review of Books, Dissent, Jacobin e In this Times.

    El cuadro que ilustra este artículo es «Puesta de sol» [«Coucher de soleil»], 1913, de Félix Vallotton. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Entre la espada y el Green New Deal

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text][fusion_text]

    Por Jasper Barnes

    Este texto fue publicado originalmente en la revista Commune con el título «Between the Devil and the Green New Deal».

    Desde el espacio, las minas de Bayan Obo, en China, de donde se extrae y donde se refina el setenta por ciento de los minerales raros de la tierra, parecen un cuadro. En el kilométrico diseño de cachemira de las balsas de estériles radiactivos se concentran los colores ocultos de la tierra: los tonos aguamarina de origen mineral y los ocres que un pintor utilizaría para agasajar a los gobernantes de un imperio en declive.

    Para cumplir con las exigencias del Green New Deal, que propone convertir Estados Unidos en una potencia de las energías renovables y sin emisión alguna para el año 2030, en la corteza terrestre van a excavarse muchas minas como esta. Ello se debe a que casi todas las fuentes de energía renovable dependen de minerales que son no renovables y a menudo difíciles de conseguir. Los paneles solares usan indio, las turbinas usan neodimio, las baterías usan litio y todos ellos requieren de miles de toneladas de acero, estaño, plata y cobre. Las cadenas de suministro necesarias para proveer a las tecnologías de energías renovables van dando saltos por la tabla periódica y por el mapamundi como en la rayuela. Para fabricar un panel solar de alta capacidad se necesitan cobre (número atómico 29) de Chile, indio (49) de Australia, galio (31) de China y selenio (34) de Alemania. Muchos de los aerogeneradores de accionamiento directo más eficientes requieren de un kilo de neodimio, un metal perteneciente a las tierras raras, y cada modelo de Tesla contiene unos setenta kilogramos de litio.

    No sin motivo, durante buena parte de los siglos XIX y XX los mineros de carbón fueron la viva imagen de la miseria capitalista: se trata de un trabajo agotador, peligroso y desagradable. Le Voreux, «el voraz». Así se refería Émile Zola a la minería de carbón en Germinal, una novela sobre la lucha de clases en una colonia industrial francesa. Cubierta de humeantes chimeneas de carbón, la mina es a la vez el laberinto y el minotauro. «En el fondo de su agujero […], respiraba con un aliento más fuerte y prolongado, como si le irritase su penosa digestión de carne humana». En la mitología clásica los monstruos son productos de la tierra, hijos de Gaia, nacidos de cuevas y cazados por una cruel raza de divinidades civilizadoras celestiales. Pero en el capitalismo lo que es monstruoso es la tierra una vez animada por esas energías civilizadoras. A cambio de esos tesoros terrenales, utilizados para hacer funcionar trenes, barcos y fábricas, una nueva clase social acaba siendo arrojada a los pozos. La tierra se calienta y está repleta de esos monstruos que nosotros mismos hemos creado: el monstruo de la sequía, el de la migración, el de la hambruna, el de las tormentas. Y en realidad la energía renovable no es un refugio. El peor accidente industrial en la historia de Estados Unidos, el de Hawk’s Nest, en 1930, fue un desastre relacionado con las energías renovables. Mientras horadaban una entrada de casi cinco mil metros de largo para una central hidroeléctrica de Union Carbide, cinco mil trabajadores enfermaron después de dar con una gruesa veta de sílice y llenar el túnel con un polvo blanco cegador. Ochocientos trabajadores murieron de silicosis. La energía nunca es «limpia», y eso lo deja claro Muriel Rukeyser en el épico poema documental que escribió acerca de Hawk’s Nest, El libro de los muertos. «¿Quién fluye por los cables eléctricos? ―pregunta―, ¿quién habla bajo cada camino?». La infraestructura del mundo moderno ha sido moldeada con dolor fundido.

    Salpicada de «pueblos muertos» donde los cultivos ya no dan fruto, la región de Mongolia Interior, donde se encuentran las minas de Bayan Obo, muestra niveles de cáncer propios de Chernóbil. Pero resulta que estos pueblos ya están aquí, y habrá más si no hacemos algo respecto al cambio climático. ¿Qué importan un puñado de pueblos cuando la mitad de la Tierra podría volverse inhabitable? ¿Qué importan los cielos grises sobre Mongolia Interior si la alternativa es, según dicen los geoingenieros que va a ocurrir, que el cielo se vuelva blanco de manera permanente debido a los aerosoles sulfúricos? Los moralistas, los filósofos de sillón y los «abogados del mal menor» pueden intentar convencerte de que estas situaciones van a ir evolucionando como en el dilema del tranvía: si no haces nada, el tranvía avanza por la vía de la muerte en masa; si sí haces algo, el tranvía se cambia a la vía en que muere menos gente, pero eres parcial y activamente responsable de esas muertes. Cuando la supervivencia de millones o de miles de millones de personas pende de un hilo, como ocurre cuando hablamos de cambio climático, que el resultado sea el de unos cuantos pueblos muertos pueden parecer un buen pacto, un pacto verde [green deal], un pacto nuevo [new deal]. Sin embargo, el cambio climático no avanza como el sencillo dilema del tranvía. Más bien estamos ante un patio de maniobras enmarañado que se extiende por todo el planeta y que provoca muertes en masa en cada una de las vías.

    De todos modos, ni siquiera está claro si vamos a poder extraer del suelo la cantidad suficiente de estos materiales, dado el marco temporal que manejamos. Para que no hubiese emisiones en 2030, esas minas tendrían que estar funcionando ya, no dentro de cinco o diez años. Es muy probable que la carrera por poner a funcionar esos suministros vaya a ponerse fea y de maneras diferentes, pues, en medio de una explosión de precios, habrá productores sin escrúpulos que se peleen por cobrar cuanto antes, utilizando cualquier atajo y abriendo minas peligrosas, poco sanitarias y particularmente contaminantes. Las minas requieren de una inversión masiva por anticipado y, normalmente, la recuperación de dicha inversión es bastante lenta, excepto durante el boom de mercancías que podemos esperar que produzca el Green New Deal. Puede pasar una década, si no más, hasta que los recursos se hayan desarrollado y otros diez años antes de que puedan dar beneficios.

    Tampoco está claro en qué medida el fruto de estas minas va a ayudar a la descarbonización si el consumo de energía sigue subiendo. Que Estados Unidos esté hasta arriba de paneles solares que no emiten gases de efecto invernadero no significa que las tecnologías utilizadas no generen carbono. Se necesita energía para sacar esos minerales del suelo y para convertirlos en baterías y paneles solares fotovoltaicos y rotores gigantes para aerogeneradores, se necesita energía para reemplazarlos cuando se gastan. Las minas funcionan, principalmente, con vehículos con motor de combustión interna. Los cargueros que cruzan los mares del mundo y que llevan su buen cargamento de renovables utilizan tanto combustible que son responsables del tres por ciento de las emisiones del planeta. Los motores puramente eléctricos para equipos de construcción se encuentran todavía en las primeras etapas de desarrollo. ¿Qué tamaño tan descomunal tendría que tener una batería para que un carguero pudiese cruzar el Pacífico? ¿No sería mejor, tal vez, un pequeño reactor nuclear?

    En otras palabras, llevar la cuenta de las emisiones dentro de las divisiones nacionales es como llevar la cuenta de calorías solamente durante el desayuno y la comida. Si para ser un país más limpio Estados Unidos aumenta la contaminación en otros lugares, eso hay que añadirlo al libro de cuentas. Seguro que las sumas de carbono son menores de lo que lo serían de otro modo, pero entonces las reducciones podrían no ser tan fuertes como se pensaba, especialmente si los productores, desesperados por ingresar dinero gracias al pelotazo de las renovables, lo hacen de la forma más barata posible, lo que ahora mismo implica más combustibles fósiles. Por otro lado, una restauración medioambiental va a ser costosa en todos los sentidos: ¿quieres limpiar las balsas de estériles, enterrar residuos a gran profundidad y prevenir el envenenamiento del agua?, pues vas a necesitar motores y es posible que tengas que quemar combustible.

    El informe más reciente del IPCC [Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático] consolida la opinión científica y augura que los biocombustibles van a ser utilizados en los siguientes casos: construcción, industria pesada y transporte, áreas en las que los motores eléctricos no pueden usarse fácilmente. Los biocombustibles emiten carbono a la atmósfera, pero es carbono que ya ha sido absorbido por plantas, de modo que las emisiones netas son nulas. El problema es que la creación de biocombustibles requiere de tierra que podría estar dedicada a cultivos u ocupada por vegetación que pueda absorber carbono. Son una de las formas de producción de energía con menos densidad espacial; serían necesarias unas cinco hectáreas para llenar el depósito de un solo avión transatlántico. Las emisiones son solo el problema más evidente dentro de una crisis ecológica que abarca varios ámbitos. La población humana, los pastos y la industria ―que se expanden a través de lo que queda de naturaleza de la manera más irresponsable y destructiva posible― han tenido repercusiones que han llegado a los reinos animal y vegetal. La aniquilación de los insectos ―en algunas zonas se ha reducido su población a un quinto de la original― es una de las manifestaciones de esta situación. El mundo de los insectos es un gran incomprendido, pero algunos científicos sospechan que estos sucesos son solo parcialmente atribuibles al cambio climático; los mayores culpables son el uso que los humanos dan a la tierra y la utilización de pesticidas. De los dos mil millones de toneladas de masa animal que hay en el planeta, los insectos conforman la mitad. Si uno elimina los pilares que sostienen el mundo de los insectos, las cadenas tróficas se derrumban.

    De acuerdo con las estimaciones de Vaclav Smil, el gran pope de los estudios energéticos, para remplazar el gasto de energía de Estados Unidos con energías renovables sería necesario dedicar entre un veinticinco y un cincuenta por ciento del territorio estadounidense a plantas solares, eólicas y de biocombustible. ¿Disponemos de espacio para ello, aparte de para la expansión del hábitat humano? ¿Y para pastos y para la industria de la carne y de los lácteos? ¿Y para los bosques que se necesitarían para eliminar el carbono del aire? Si el capitalismo sigue haciendo lo que no puede dejar de hacer ―crecer―, la respuesta es no. La ley del capitalismo es la ley del más: más energía, más cosas, más materiales. Es eficiente  únicamente en lo que se refiere a expoliar el planeta. No hay solución en la que pueda seguir intacta la tendencia al crecimiento que tiene el capitalismo. Y esto es lo que no aborda el Green New Deal, un concepto acuñado por el untuoso neoliberal Thomas Friedman. Según el Green New Deal, se puede conservar el capitalismo, se puede mantener el crecimiento, pero eliminando sus consecuencias nocivas. Los pueblos muertos están aquí para decirnos que no es posible. Para ellos no hay vida después de la muerte.

    * * *

    Sin embargo, los mineros de Chile, de China y de Zambia van a excavar para algo más que para colocar cincuenta millones de paneles solares y aerogeneradores, ya que el Green New Deal también propone renovar la red eléctrica y así aumentar su eficiencia, incorporar mejoras en todos los edificios de acuerdo a los más altos estándares medioambientales y, por último, desarrollar un sistema de transporte con una baja huella de carbono basado en vehículos eléctricos y trenes de alta velocidad. Huelga decirlo, esto implica un despliegue monumental de materiales con una alta huella de carbono, como el cemento y el acero. Va a ser necesario enviar a Estados Unidos una cantidad de materias primas valorada en billones de dólares para que allí las transformen en vías de tren y en coches eléctricos. También en escuelas y hospitales, pues, junto a otras iniciativas, el Green New Deal propone una atención sanitaria universal y una educación gratuita, por no hablar de la garantía de empleo con un salario digno.

    En política nada es nunca nuevo del todo en realidad y, por ello, no sorprende que el Green New Deal nos devuelva a los años treinta del mismo modo en que los gilets jaunes [chalecos amarillos] de Francia reviven el cadáver de la revolución francesa y lo ponen a bailar bajo el Arco del Triunfo. Entendemos el presente y futuro a través del pasado. Tal y como apunta Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, las personas «hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado». Para hacer entendibles nuevas formas de lucha de clases, sus defensores miran al pasado, «toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal». Lo «nuevo» del Green New Deal debe entonces mostrarse en un idioma antiguo, que sea atractivo para el desaparecido obrerismo de nuestros bisabuelos y con el estilo gráfico de los posters de la agencia encargada de gestionar el antiguo New Deal, la WPA [Works Progress Administration].

    Este juego de disfraces puede acabar siendo progresivo en vez de regresivo, siempre que sea para «glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro». Al contrario, en los albores de la revolución de 1848, cuando Marx escribía esto, la simbología de la revolución francesa tenía el efecto de ahogar cualquier cosa que en aquel momento fuera revolucionaria. El sobrino de Napoleón Bonaparte, Napoleón III, era una parodia del libertador de Europa. Lo que Europa necesitaba era una ruptura radical, no continuidad:

    La revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado. Las anteriores revoluciones necesitaban remontarse a los recuerdos de la historia universal para aturdirse acerca de su propio contenido. La revolución del siglo XIX debe dejar que los muertos entierren a sus muertos, para cobrar conciencia de su propio contenido. Allí, la frase desbordaba el contenido; aquí, el contenido desborda la frase.

    Haríamos bien en recordar estas palabras durante las próximas décadas, para evitar recular ante soluciones reales o insistir en soluciones fantasiosas. El proyecto del Green New Deal realmente no tiene nada que ver con el New Deal de los años treinta, más allá de lo superficial. El New Deal fue una respuesta ante una emergencia económica inmediata ―la gran depresión― y no ante una catástrofe climática futura; su objetivo principal era devolver el crecimiento a una economía que se había visto reducida en un cincuenta por ciento y en la que una de cada cuatro personas estaba sin trabajo. El objetivo del New Deal era conseguir que el capitalismo hiciera lo que ya deseaba hacer: poner a la gente a trabajar, explotarlos y venderles los productos de su propio trabajo. El estado era necesario como catalizador y mediador, para asegurar el equilibrio entre beneficios y salarios, principalmente dando fuerza a la mano de obra y quitándosela a los negocios. Aparte de que implicaría unos desembolsos de capital mucho mayores, el Green New Deal tiene una ambición más compleja: en lugar de hacer que el capitalismo haga lo que ya está deseando hacer, tiene que lograr que vaya por un camino que, a largo plazo, es sin lugar a dudas perjudicial para los dueños del capital.

    Mientras que el New Deal necesitaba solamente restaurar el crecimiento económico, el Green New Deal tiene que generar dicho crecimiento y reducir emisiones. El problema es que el crecimiento y las emisiones están, en casi cualquiera de sus formas, directa y profundamente relacionados. Por ello, el Green New Deal corre el riesgo de convertirse en algo parecido al mito de Sísifo, que cada día sube la colina empujando la roca de la reducción de emisiones para que, cada noche, una economía creciente y ávida de de energía la vuelva a hacer rodar hasta abajo.

    Los defensores del crecimiento ecológico prometen una «desacoplamiento absoluto» entre emisiones y crecimiento, en la que cada unidad adicional de energía no añade CO2 a la atmósfera. Incluso si tal cosa fuera tecnológicamente posible, incluso si fuera posible generar energía libre de emisiones para abastecer la demanda actual, tal separación requeriría de un control mucho mayor sobre el comportamiento de los propietarios del capital que el que tuvo el New Deal.

    Franklin Delano Roosevelt y su coalición en el congreso ejercieron un modesto control sobre las corporaciones mediante un proceso de «compensación de poderes», en palabras de John Kenneth Galbraith, que fue quien inclinó el terreno de juego para arrebatar poder a los capitalistas respecto a trabajadores y consumidores y quien hizo más atractivas las inversiones. Efectivamente, el estado llevó a cabo inversiones públicas —construyó carreteras, puentes, centrales energéticas y museos—, pero no lo hizo para sustituir a la inversión privada, sino para establecer «para siempre una vara de medir contra la extorsión», según la contundente formulación de Roosevelt. Las centrales energéticas gubernamentales podrían, por ejemplo, fijar el precio real ―más bajo― de la electricidad, impidiendo así que los monopolios energéticos inflasen los precios.

    Los defensores del Green New Deal ensalzan este aspecto del New Deal, ya que se acerca mucho a lo que ellos proponen. La Tennessee Valley Authority, una empresa pública de energía que sigue operando después de ochenta años, es la más famosa entre este tipo de proyectos. Infraestructura pública, energía limpia, desarrollo económico…; la TVA engloba muchos de los elementos esenciales para el Green New Deal. Mediante la construcción de presas y centrales hidroeléctricas a lo largo del río Tennessee, suministró energía limpia y barata a una de las regiones económicamente más deprimidas del país. Las centrales hidroeléctricas estaban, a su vez, vinculadas a fábricas que producían nitratos, una materia prima que requiere de un gran gasto energético y que se utiliza en fertilizantes y explosivos. Los salarios y la producción agraria subieron, el coste de la energía descendió. La TVA trajo energía barata, fertilizante barato y empleos dignos a un lugar previamente conocido por la malaria, la pobre calidad de sus tierras, unos sueldos por debajo de la mitad de la media nacional y una tasa de desempleo alarmantemente alta.

    El problema a la hora de plantear este escenario como marco para el Green New Deal es que las renovables no son muchísimo más baratas que los combustibles fósiles. El estado no puede abrir el camino de una energía barata y renovable que satisfaga a los consumidores gracias a sus bajos costes y a los productores con beneficios aceptables. Mucha gente pensó en su momento que nos iba a salvar el agotamiento de las reservas de petróleo y carbón, pues ello elevaría el precio de los combustibles fósiles por encima del de las renovables y forzaría un cambio como si se tratara de un asunto de necesidad económica. Desgraciadamente, ese mesiánico pico de los precios se ha ido alejando hacia el futuro desde el momento en que las nuevas tecnologías de perforación, introducidas en la última década, han hecho posible extraer petróleo del shale mediante el fracking y recuperar reservas de campos que anteriormente se pensaba que estaban agotados. El precio del petróleo se ha mantenido reiteradamente bajo y, para sorpresa de todo el mundo, Estados Unidos ahora mismo está produciendo más que nadie. Las apocalípticas previsiones en torno al «pico del petróleo» son hoy una curiosidad propia del cambio de milenio, como lo son el efecto 2000 o Al Gore. Sintiéndolo mucho, se han equivocado ustedes de apocalipsis.

    Algunos dirán que las energías renovables pueden competir en el mercado con los combustibles fósiles. Es cierto, la energía eólica, la hidroeléctrica y la geotérmica han bajado de precio en tanto que fuentes de electricidad y en algunos casos han alcanzado precios más bajos que el carbón y que el gas natural, pero siguen sin ser lo suficientemente baratas. Esto se debe a que, para hacer quebrar a las compañías petrolíferas capitalistas, las energías renovables deberían lograr algo más que sobrepasar marginalmente a los combustibles fósiles en uno o dos céntimos por kilovatio/hora. Hay billones de dólares invertidos en infraestructuras de energía fósil y los propietarios de dichas inversiones siempre van a preferir recuperar parte de sus inversiones antes que no recuperar nada. Para reducir el valor de esos activos a cero y obligar a los capitalistas de la energía a invertir en nuevas centrales, las energías renovables no solo deberían ser más baratas, sino muchísimo más baratas, más baratas en proporciones casi imposibles. Al menos esta es la conclusión a la que llegó el grupo de ingenieros que contrató Google para estudiar el problema. La tecnología existente nunca va a ser lo suficientemente barata como para desbancar a las centrales térmicas de carbón; necesitaríamos cosas que actualmente forman parte de la ciencia ficción, como la fusión fría. Y esto no es solo por un problema de costos hundidos, sino porque la energía solar y la eólica no pueden suministrarse bajo demanda: solo están disponibles cuando la luz del sol llega a la Tierra y cuando sopla el viento. Si alguien quiere disponer de estas fuentes de energía en todo momento, debe almacenarla o transportarla miles de kilómetros, y eso va a hacer que aumente el precio.

    La mayor parte de la gente dice que la respuesta a este problema son los impuestos a fuentes de energía contaminantes, o directamente su prohibición, junto a subvenciones a las energías limpias. Un impuesto al carbono, aplicado de manera inteligente, puede inclinar la balanza a favor de las energías renovables hasta que estas puedan desbancar por completo a las energías fósiles. Se pueden prohibir nuevas fuentes e infraestructuras de energía fósil y los ingresos de los impuestos pueden utilizarse para desarrollar nuevas tecnologías y para aplicar mejoras en la eficiencia y subsidios para las y los consumidores. Pero entonces estaríamos hablando de algo que no es un New Deal, sino de algo que abriría el camino a un capitalismo mucho más productivo en el que salarios y beneficios pudiesen aumentar de manera conjunta. Según algunas proyecciones, en las reservas planetarias existe un billón y medio de barriles de crudo, unos cincuenta billones de dólares si asumimos un precio bajo por cada barril. Básicamente este es el valor con el que las compañías petrolíferas ya cuentan de acuerdo con sus propios cálculos. Si el impuesto sobre el carbono y las prohibiciones llegaran a dividir por diez ese beneficio, los propietarios de la energía fósil harían lo que fuera posible para evitar, alterar o rechazar estas medidas. Surge aquí de nuevo el problema de los costos hundidos. Si cercenas el valor de esas reservas y te pones un poco retorcido, podrías reducir el coste de las energías fósiles, animando así al aumento del consumo y de las emisiones, ya que los productores de petróleo se movilizarán para vender sus suministros a países sin impuesto sobre el carbono. Por ejemplo, se estima que toda la riqueza del mundo es de unos trescientos billones de dólares, la mayoría en manos de la clase propietaria. El PIB global, el valor de todos los bienes y servicios producidos en el mundo a lo largo del año, está alrededor de los ochenta billones. Si proponemos deshacernos de cincuenta billones de dólares, un sexto de la riqueza de todo el planeta, es de esperar que los propietarios de dicha riqueza se opongan con todo lo que tienen, que es más o menos todo lo que hay.

    * * *

    Como si se tratara de una novela de mil páginas con un MacGuffin o con alguna otra atrocidad estilística en cada página, el Green New Deal presenta un desafío a sus críticos. Hay demasiados niveles en los que nunca podría funcionar. Hay una infinidad de mundos en los que el Green New Deal fracasa: un millón de Bernie Sanders o, con más urgencia aún, de Ocasio-Cortez comandando el desastre. Por ejemplo, uno puede escribir un artículo entero acerca de su imposibilidad política debido a que el gobierno de Estados Unidos se halla completamente cooptado por intereses corporativos y debido a un sistema de partidos y una división de poderes que se alinean con la derecha de manera rigurosa; un artículo sobre cómo, incluso si fuera políticamente posible, es muy probable que unos desembolsos que alcanzasen magnitudes de varios billones de dólares al año en energías renovables acabarían por tumbar el dólar y por sobrepasar los costes previstos; un artículo sobre cómo, incluso si se superasen estos obstáculos, las últimas intervenciones en la economía —cuatro billones y medio de dólares inyectados durante el mandato de Obama para la expansión cuantitativa del gobierno federal, un billón y medio en los recortes de Trump— indican que el Green New Deal debe luchar por animar a las corporaciones a gastarse el dinero según lo planeado: en inversiones en infraestructuras verdes en lugar de verterlo todo en bienes inmuebles y en acciones, como ha pasado en los casos anteriores.

    Es fácil irse por las ramas y perder de vista lo importante. En cada uno de estos escenarios, en cada uno de estos mundos tristes, cada vez más calientes, el Green New Deal fracasa por culpa del capitalismo; porque, en el capitalismo, existe una pequeña clase de propietarios y administradores que compite contra sí misma y que se ve obligada a tomar una serie de decisiones limitadas acerca de dónde y en qué invertir, fijando así precios, salarios y otros determinantes fundamentales de la economía. Incluso si estos propietarios quisieran evitar que hubiera ciudades anegadas y miles de millones de personas migrantes en el año 2070, no podrían hacerlo; el resto de la cuadrilla los enviaría a la bancarrota. Tienen las manos atadas, sus decisiones vienen dictadas por el hecho de que deben vender al ritmo establecido o desaparecer. Es el conjunto de esta clase la que decide, no los miembros que la componen. Es por esto por lo que a menudo los marxistas (y Marx) se refieren al capital como a un agente en lugar de como a un objeto. La voluntad de crecimiento desenfrenado y el incremento del uso de energía no son una decisión, son algo forzado, un requisito para la obtención de beneficios cuando la obtención de beneficios es un requisito para la existencia.

    Si se crean impuestos sobre el petróleo, el capital se va a ir a venderlo a otra parte. Si incrementas la demanda de materias primas, el capital va a aumentar el precio de los productos de primera necesidad y va a poner las materias primas en el mercado de la forma más ineficiente desde el punto de vista energético. Si te hacen falta millones de kilómetros cuadrados para colocar paneles solares, parques eólicos o granjas de biocombustible, el capital va a hacer que aumente el precio del metro cuadrado. Si pones aranceles a las importaciones, el capital se va a desplazar a otros mercados. Si intentas fijar un precio máximo que no permita el beneficio, el capital sencillamente va a dejar de invertir. Si a la Hidra le cortas una cabeza, otra la sustituirá. Si inviertes billones de dólares en infraestructuras, vas a tener que enfrentarte a la industria de la construcción, que es asombrosamente lenta, antieconómica e improductiva y con la que tender un kilómetro de vía de metro puede costar hasta veinte veces más tiempo y cuatro veces más dinero de lo que se había planificado. Vas a tener que enfrentarte a los monstruos de Bechtel y Fluor Corp., acostumbrados a vivir directamente del gobierno y a cobrarles cincuenta dólares por tornillo. Si esto no te asusta, ponte a pensar en la historia de ineficiencia del ejército de Estados Unidos, que es el mayor consumidor de petróleo del planeta y, a la vez, el principal cuerpo de policía del petróleo. La contabilidad del Pentágono es un agujero negro en el que se vierte la riqueza de la nación pero del que no emerge ninguna luz. Su libro de cuentas está en blanco.

    * * *

    Sospecho que muchos defensores del Green New Deal esto ya lo saben. No creen que vaya a poder cumplirse lo prometido y saben que, si se cumpliese, no iba a funcionar. Probablemente es por esto por lo que se ofrecen tan pocos detalles concretos. Hasta ahora las discusiones giran en torno al presupuesto: los defensores de la teoría monetaria moderna (TMM) defienden que la cantidad que puede gastar un gobierno como el de Estados Unidos no tiene techo, a lo que la gente de izquierdas que tanto defiende los impuestos y el gasto público opone escenarios de todo tipo. Lo que propone la TMM es técnicamente correcto, pero obvian el poder que tienen los acreedores de Estados Unidos para determinar el valor del dólar y, por lo tanto, los precios y los beneficios. Mientras tanto, los críticos del Green New Deal limitan su discusión a los aspectos menos problemáticos. Que no se me malinterprete, las partidas presupuestarias de decenas de billones de dólares no son poca cosa. Pero garantizarse el dinero no es ni mucho menos nuestro mayor problema. Es la puesta en marcha la que lo mata y hay pocos defensores del Green New Deal que tengan algo que decir acerca de estos detalles.

    El Green New Deal propone descarbonizar la mayor parte de la economía en diez años; estupendo, pero nadie dice nada sobre cómo hacerlo. Esto es así porque para mucha gente el valor del GND es más que nada retórico; la cosa va de transformar el debate, de aunar voluntades políticas y de subrayar la urgencia de la crisis climática; se trata de unas sensaciones poderosas más que de un gran plan. Hay muchos socialistas que reconocen que es imposible mitigar el cambio climático en un sistema de producción orientado al beneficio, pero creen que un proyecto como el Green New Deal es lo que León Trotski llamaba un «programa de transición» dependiente de una «reivindicación transitoria». A diferencia de una reivindicación mínima, que el capitalismo puede satisfacer, y de la reivindicación máxima, que evidentemente no puede satisfacer, la reivindicación transitoria es algo que el capitalismo podría satisfacer si se tratara de un sistema racional y humano, pero que, en un momento dado, no puede hacerlo. A base de hacer bandera de esta reivindicación transitoria, los socialistas harían ver que el capitalismo es un coordinador de la actividad humana extraordinariamente despilfarrador y destructivo, incapaz de explotar su propio potencial y, en este caso, responsable en el futuro de un número inimaginablemente de muertes. Tan expuesto quedaría que se podría proceder a la eliminación del capitalismo. Enfrentados a la resistencia de la clase capitalista y a una burocracia gubernamental atrincherada, aquellas personas elegidas para aplicar un Green New Deal, con el apoyo de las masas, podrían pasar a expropiar a la clase capitalista y reorganizar el estado de acuerdo a principios socialistas. O esa es la idea.

    Siempre he despreciado el concepto de programa de transición. Para empezar creo que es condescendiente asumir que hay que decirle a las «masas» una cosa para, finalmente, poder convencerlas de otra. También creo que es peligroso y que puede salir el tiro por la culata. Las revoluciones a menudo comienzan cuando fracasan las reformas, pero el problema es que la reivindicación transitoria anima a crear instituciones y organizaciones alrededor de unos objetivos con la esperanza de que, llegado el momento, puedan adoptar otros rápidamente. Sin embargo, las instituciones son estructuras con inercias muy fuertes: si construyes un partido y unas instituciones en torno a la idea de resolver el cambio climático dentro del capitalismo, que no te sorprenda cuando una gran parte del partido ofrezca resistencia a tus intentos de convertirlo en un órgano revolucionario. La historia de los partidos socialistas y comunistas da razones para ir con cautela. Incluso después de que los líderes de la Segunda Internacional traicionaran a sus miembros enviándolos a matarse entre ellos en la primera guerra mundial y después de que una buena parte se escindiera y formase organizaciones revolucionarias en las primeras etapas de la revolución rusa, mucha gente continuó apoyándola, por costumbre y porque había formado una densa red de estructuras culturales y sociales a la que estaban vinculada por mil y un lazos. Hay que tener cuidado para que, al ir buscando un programa de transición, no acabe uno fortaleciendo a su futuro enemigo.

    * * *

    Enunciemos entonces lo que sabemos que es cierto. El camino hacia la estabilización climática por debajo de los 2 ºC que ofrece el Green New Deal es una ilusión. Sin lugar a dudas, ahora mismo las únicas soluciones posibles dentro del paradigma del capitalismo son unas formas de geoingeniería horribles y arriesgadas que envenenarían químicamente el océano o el cielo para absorber carbono o limitar la luz solar, que preservarían el capitalismo y a su hueste, la humanidad, a cambio del cielo (pero sin clima) o del océano (pero sin vida). A diferencia de la reducción de emisiones, estos proyectos no requieren de ninguna colaboración internacional. En este momento cualquier país puede iniciar un proyecto de geoingeniería. ¿Por qué China o Estados Unidos no iban a decidir arrojar azufre a la atmósfera si la cosa se calienta o se tuerce demasiado?

    El problema del Green New Deal es que promete cambiarlo todo mientras hace que todo continúe como hasta ahora. Promete transformar las bases energéticas de la sociedad contemporánea como quien cambia la batería de un coche. Uno va a seguir pudiendo comprarse un iPhone nuevo cada dos años, solo que sin emisiones. El mundo del Green New Deal es este mundo solo que mejor; este mundo, solo que sin emisiones, con un sistema sanitario universal y universidad gratuita. Su atractivo es obvio, pero la fórmula es imposible. No podemos continuar en este mundo. Para conservar este nicho ecológico en el que nosotras, nosotros y toda nuestra legión de especies hemos vivido durante los últimos once mil años, vamos a tener que reorganizar completamente la sociedad y cambiar dónde, cómo y, sobre todo, por qué vivimos. Con la tecnología actual no es posible continuar usando más energía por persona, más tierra por persona, más más por persona. Esto no tiene por qué traducirse en un mundo austero y gris, pero es lo que se nos viene encima si la desigualdad y el robo continúan. Una sociedad emancipada, en la que nadie pueda forzar a nadie a trabajar por razones de propiedad, podría traer alegría, sentido, libertad, satisfacción e incluso cierta abundancia. Fácilmente podríamos tener suficiente de lo que sí que importa: conservar energía y otros recursos para alimento, refugio y medicina. Como le resultará obvio a cualquiera que dedique medio minuto a echar un vistazo a su alrededor, en un sistema capitalista la mitad de las cosas que nos rodean son innecesarias. Más allá de nuestras necesidades básicas, la abundancia más importante es la necesidad de tiempo y el tiempo tiene, demos gracias, emisiones nulas o, incluso, emisiones negativas. Si los y las revolucionarias de sociedades que usaban un cuarto de la energía de la que utilizamos nosotros pensaban que el comunismo estaba a la vuelta de la esquina, no hay necesidad alguna de encadenarse a los horribles imperativos de crecimiento. Una sociedad en la que cualquiera es libre para cultivarse, hacer deporte, entretenerse, hacerse compañía y viajar, es aquí donde vemos qué abundancia es la que importa.

    Tal vez el progreso en la descarbonización o las tecnologías libres de emisiones estén a punto de llegar. Estaríamos mal de la cabeza si eliminásemos esa posibilidad. Pero no se hace política esperando a que sucedan milagros. Han pasado casi setenta años desde que se inventó la última tecnología que causó un cambio de paradigma: los transistores, la energía nuclear, la genómica…, todos datan de mediados del siglo xx. A pesar de las perspectivas y del constante flujo de nuevas aplicaciones, el ritmo del cambio tecnológico se ha ido frenando más que acelerando. En cualquier caso, si el capitalismo de repente se ve capaz de mitigar el cambio climático, podemos centrarnos en cualquiera de las otras mil razones por las que deberíamos acabar con él.

    No podemos seguir igual y que todo cambie. Necesitamos una revolución, una ruptura con el capital y con sus impulsos asesinos, aunque el aspecto que ello pueda tener en el siglo XXI sea básicamente una pregunta sin respuesta. Una revolución que tiene sus miras puestas en el florecimiento de la vida humana implica una descarbonización inmediata, un rápido decrecimiento en el uso de energía para aquellas personas en el norte global industrializado, nada de cemento, muy poco acero, nada de viajes en avión, pueblos y ciudades peatonales, calefacción y aire acondicionado pasivos, una transformación total de la agricultura y una disminución de las tierras de pasto de por lo menos varios órdenes de magnitud. Todo esto es posible si no continuamos arrojando la mitad de la producción mundial a las fauces del capital, si dejamos de sacrificar a buena parte de cada generación enviándola a las minas, si no permitimos que aquellas personas cuyo objetivo es el beneficio decidan cómo debemos vivir.

    Por ahora no hay una revolución a la vista. Estamos atrapados entre la espada y el Green New Deal y no podemos culpar a nadie por comprometerse con la esperanza que tienen al alcance de la mano en lugar entregarse a la desesperación medioambiental. Tal vez el trabajo en torno a reformas legislativas marque la diferencia entre lo impensable y lo sencillamente insoportable, pero no nos mintamos los unos a los otros.

     

    JASPER BERNES es jefe de redacción de Commune. Es autor de The Work of Art in the Age of Deindustrialization (2017) y de dos libros de poesía: We Are Nothing and So Can You y Starsdown.

    El cuadro que ilustra este texto es «Sol moribundo» [«Kustuv päike»], 1968, de Ilmar Malin. Agradecemos la ayuda de Íñigo Soldevilla Soroeta con la traducción.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container][fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][/fusion_builder_container]

  • Socialismo y ecología

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Por Raymond Williams

    Introducción

    Algunos llevamos los últimos años reflexionando sobre el socialismo ecológico, aunque el concepto sea un poco enrevesado. Sin embargo, en muchos países y a un ritmo cada vez mayor, se intenta unir dos formas de pensamiento que, evidentemente, son muy importantes en nuestro presente; pero no se trata de una tarea ni mucho menos fácil. Hay una serie de cuestiones que debemos abordar, tanto en términos prácticos para la actualidad como en la forma en la que se han desarrollado los diferentes corpus de ideas.

    Resulta irónico que el inventor del concepto de ecología fuera el biólogo alemán Haeckel, en la década de 1860, y que este tuviera una influencia significativa en el movimiento socialista en toda Europa a principios de este siglo [el siglo XX, N. del. T.]. De hecho, según Lenin su influencia había sido enorme, pero no en lo que hoy entendemos por ecología, por mucho que fuese invención de Haeckel; su obra fue influyente porque se trataba de un relato materialista del mundo natural y, entre otras cosas, de un relato fisiológico del alma que encontró su lugar en el encarnizado debate sobre la relación entre el socialismo y la religión y otros sistemas éticos, un debate primordial en el movimiento socialista de aquel entonces. De modo que, aunque en aquella época existía una relación entre cierta versión de la ecología y cierto problema del socialismo, actualmente no tiene mucha importancia. Sin embargo, si vamos más allá de dicho término en particular —ecología— y observamos el tipo de cuestiones que ahora representa de una manera amplia, podemos encontrar una relación muy complicada a principios del siglo XIX y, en particular, desde la revolución industrial. Las relaciones de ese tipo de pensamiento con el pensamiento socialista han sido y siguen siendo importantes, polémicas y complicadas.

    La revolución industrial

    La revolución industrial sacó a la luz los efectos de la intervención humana en el mundo natural de tal manera que, aunque al principio eran bastante aislados, saltaban a la vista de cualquier observador atento. Si digo que «sacó a la luz los efectos» es porque uno de los errores comunes de aquel periodo ―y de la actualidad― es el de creer que la interferencia sustancial en el medioambiente empezó entonces. Sin embargo, las principales industrias extractivas, las industrias siderúrgica y química y la concentración de la producción en fábricas ―que trajo consigo problemas de vivienda masificada y polución dado que hasta ese momento no se habían construido ciudades de esa manera― sí que tuvieron efectos extraordinarios que aún hoy son imposibles de exagerar. El mundo estaba cambiando físicamente allí donde hubiera bajo tierra cualquiera de estos preciados materiales. Como es comprensible, hubo una respuesta extraordinaria, planteada normalmente en términos de un orden natural que estaba siendo perturbado por la temeraria intervención humana. Este tipo de cosas las decían personas de las que no cabría esperar esta reacción, no solo la gente del campo o gente de la literatura que lo estuviera viendo a cierta distancia. Uno de los relatos más notables es el de James Nasmyth, el inventor del martillo pilón, quien se encontraba justo en el centro de los nuevos procesos industriales. Su descripción de las fundiciones de Coalbrookdale, hacia 1830, es un texto clásico sobre la devastación ambiental: «Los vapores de ácido sulfuroso arrojados por las chimeneas habían resecado y acabado con la hierba; cada objeto herbáceo era de un gris espantoso, el símbolo de la muerte vegetal en su apariencia más triste. Vulcano había expulsado a Ceres». Los efectos fueron así de dramáticos. Y los términos en los que se describían habitualmente se centraban en la idea de que este tipo de intervención industrial había perturbado y expulsado lo «natural».

    Ahora bien, esta forma de pensar, que aún es poco conocida, sigue siendo una parte crucial del pensamiento social moderno. Y digo que es poco conocida porque me sorprendió mucho un fragmento de un interesante artículo de Hans Magnus Enzensberger sobre las relaciones entre la ecología y el socialismo. Fue el número 84 de la New Left Review, en 1974. En él trataba de desarrollar un argumento contra el movimiento ecologista moderno al recordar que, especialmente «en las minas y fábricas inglesas», la industrialización «hizo que hace ciento cincuenta años ciudades y regiones rurales enteras fueran inhabitables», pero que «a nadie se le ocurrió extraer de estos hechos conclusiones pesimistas sobre el futuro de la industrialización».[1] «Solo hemos empezado a discutir sobre el medioambiente ―continuaba― cuando los efectos han llegado a los barrios en los que vivía la burguesía».

    Pues bien, esto es simplemente falso. Desde Blake, Southey y Cobbett, en las primeras décadas de la industrialización, hasta Dickens y William Morris, pasando por Carlyle y Ruskin, las observaciones y las argumentaciones de este tipo fueron constantes. En Cultura y sociedad reflexioné sobre muchas de estas aportaciones. Sigue siendo curioso que todas estas observaciones y debates sociales, que surgieron muy pronto en Reino Unido por la razón obvia de que era aquí donde estaba teniendo lugar la industrialización más espectacular, a menudo no sean conocidos por los socialistas continentales más formados, que se construyen entonces una historia de las ideas totalmente equívoca. Después de todo, fue un observador alemán, Engels, en el Mánchester de la década de 1840, quien proporcionó uno de los relatos más devastadores ―si bien no el primero― de las terribles condiciones de vida en las nuevas ciudades industriales, que estaban creciendo de manera explosiva.

     

    Reacciones diferentes

    Esa corriente de pensamiento tiene varias tendencias, desde quienes se oponían por completo a la industrialización, pasando por quienes pretendían mitigar sus efectos o humanizar sus condiciones, hasta quienes ―y estos eran muchos, algunos de ellos socialistas― querían modificar sus relaciones sociales y económicas, pues desde su punto de vista eran lo que más daño causaba. Sin embargo, hubo sin duda una tendencia muy general a ver la industrialización como la perturbación de un «orden natural». En las primeras etapas, el orden preindustrial estaba demasiado cerca en el tiempo como para cometer los errores de bulto que se cometieron más tarde, cuando sí se llegó a idealizar el orden preindustrial y se supuso, por ejemplo, que no había habido ninguna intervención significativa y destructiva en el entorno natural antes de la industrialización. De hecho, y esto probablemente se remonta al neolítico, ciertos métodos de cultivo, el pastoreo excesivo o la destrucción de los bosques han producido desastres físicos naturales a gran escala. Muchos de los grandes desiertos se crearon o crecieron en esos periodos y hubo muchas alteraciones climáticas locales. Nunca vamos a comprender estos problemas si pensamos que las formas específicas de la producción industrial moderna son las únicas que nos impiden vivir bien y de manera sensata en la Tierra.

    Sin embargo, este énfasis, esta deformación de la historia, tuvo importantes efectos intelectuales. En sus inicios, en gran parte del movimiento ecologista —utilizo ese concepto para referirme a todas esas tendencias incluso aunque aún no se emplease el término ecologista— hubo una propensión intrínseca a oponer el nocivo orden industrial al orden preindustrial, natural e inocuo.

    Ahora bien, aunque existen importantes diferencias de grado y aunque algunos de los nuevos procesos causaron un daño y una destrucción más graves que cualquiera de los procesos productivos previos, esa oposición es falsa. Es especialmente importante que los socialistas tengan esto presente, pues nos permite distinguir la historia real ―y, por lo tanto, un futuro posible― de una versión muy débil de la causa medioambiental, la cual defiende que deberíamos volver a salir de la sociedad industrial y dirigirnos al orden preindustrial, que no causaba este tipo de daño. Tanto en esta falsa oposición entre condiciones físicas como en su característica omisión de las condiciones sociales y económicas, este argumento, tan débil como popular, carece de sentido.

    Cuando digo esto debo aclarar que pienso que la economía rural ha sido estafada y marginada en muchos lugares, pero especialmente en este país [Reino Unido]. Yo nací y me crie en una economía rural y todavía encuentro en ella lo que más me importa, pero de nada sirve hablar históricamente como si se pudieran producir de manera tan simple esa oposición o ese retorno. Buena parte de los peores daños que se impusieron a la economía rural, tanto a la población como a la tierra, fueron provocados por la propia economía rural. Para saber acerca de uno de los casos mejor registrados de este tipo de daños podemos remontarnos a Tomás Moro y a la expansión del comercio de la lana en el siglo XVI, cuando, como él mismo decía, las ovejas se comían a los hombres. El pastoreo de ovejas puede ser hermoso, muy diferente de los «vapores sulfurosos», pero lo cierto es que en Reino Unido es tan poco natural lo uno como lo otro. Lo que importa es el efecto total y en lo que realmente debemos centrarnos es en la explotación comercial incontrolada de la tierra y los animales, que no tiene en cuenta sus efectos sobre otras personas. Si uno se queda solo con las apariencias físicas, es probable que pierda de vista las cuestiones sociales y económicas centrales, que es donde el pensamiento ecológico y el social convergen de manera necesaria.

    Por otra parte, a la inversa también puede caerse en la simplificación. A partir de mediados del siglo XIX, y a medida que el socialismo empezaba a distinguirse de todo un conjunto de movimientos asociados y superpuestos, se tendió a un enfoque muy distinto: se empezó a afirmar que el problema central de la sociedad moderna era la pobreza y que la solución a la pobreza consistía en aumentar la producción. Aunque habría costes relacionados a esta producción, incluyendo cambios y quizá hasta cierto punto daños al entorno natural más cercano, estos estaban justificados al ser la pobreza un mal mayor. El problema de la pobreza se solucionaría con una mayor producción, así como con una política más específica de transformación de las relaciones sociales y económicas. Así pues, durante tres o cuatro generaciones los socialistas plantearon, con contadas excepciones —y dentro del socialismo actual esta sigue siendo la principal tendencia—, que la producción es una prioridad humana absoluta y que quienes se oponen a sus efectos son en el mejor de los casos unos sentimentales, que hablan, además, con mala fe, desde una posición de comodidad y privilegio, sobre los efectos de la reducción de la pobreza en las vidas de los demás.

    «La conquista de la naturaleza»

    Esto tuvo un efecto todavía mayor cuando se asoció con esa idea central de la sociedad del siglo XIX, concentrada en expresiones que aún se pueden escuchar, como «la conquista de la naturaleza» o «el dominio sobre la naturaleza»; actitudes que se pueden observar en obras tan antiguas como La Nueva Atlántida, de Bacon. De hecho, si comparamos la Utopía de Moro y La Nueva Atlántida, encontramos estas dos posturas opuestas en los comienzos del debate. La producción científica moderna era lo único que hacía falta para aumentar la riqueza, disminuir la pobreza y extender el dominio humano sobre la naturaleza. Estas expresiones las seguimos escuchando, y no solo en el pensamiento burgués dominante, sino también en la tradición socialista y marxista de la segunda mitad del siglo XIX. Son incluso ideas clave en la Dialéctica de la Naturaleza de Engels, aunque llegado a cierto punto él mismo se dio cuenta de lo que estaba diciendo, de lo que implicaba esta metáfora de conquista. Porque, por supuesto, estas actitudes de dominio y conquista se habían asociado desde el principio no solo con el dominio de la tierra o de las sustancias naturales o con hacer que el agua hiciera lo que uno quisiera, sino con mover a otras personas de un lado a otro, con ir a dondequiera que hubiera cosas que uno desease, mediante la subyugación y la conquista. Esa era la procedencia de las metáforas de la conquista y el dominio; son la justificación clásica del imperialismo durante esa fase expansiva y dan forma a toda la ética interna de un capitalismo en expansión: dominar la naturaleza, conquistarla, desplazarla para hacer con ella lo que uno quiera. Engels siguió ese camino hasta que repentinamente recordó de dónde venía la metáfora y dijo, con toda razón: nunca entenderemos este problema si no recordamos que nosotros mismos somos parte de la naturaleza y que lo que suponen el dominio y la conquista va a tener un efecto sobre nosotros; no podemos simplemente llegar y marcharnos, como un conquistador extranjero. Pero incluso a pesar de haberse dado cuenta de esto, acabó dando marcha atrás debido a la influencia de aquel fortísimo triunfalismo del siglo XIX sobre la naturaleza y volvió a utilizar esas metáforas. Todavía hoy se pueden leer razonamientos triunfalistas acerca de la producción. Quizá un poco menos seguros de sí mismos, pero si leemos una defensa típica del socialismo, en su forma habitual de entreguerras dentro de la tendencia dominante, todo se plantea en términos de dominio de la naturaleza, establecimiento de nuevos horizontes humanos, generación de abundancia como respuesta a la pobreza.

    Tenemos que tomarnos en serio esa postura. Es una postura con mucho peso y existe mucha hipocresía y muchas posiciones falsas que hay que erradicar si queremos un debate serio y honesto sobre el socialismo y la ecología en nuestros días. Pero bajo el hechizo de las nociones de conquista y dominio, con su mística en torno a la superación de todos los obstáculos, a que no existe nada tan grande que el ser humano no lo pueda abordar, el socialismo dejó de hecho de poner el foco sobre el asunto principal. No se fijó realmente en lo que estaba ocurriendo a la vista de todo el mundo en las sociedades más desarrolladas y civilizadas del planeta, en lo que estaba ocurriendo en Inglaterra, este país industrial avanzado y rico que todavía estaba lleno de pobreza y de un caos y una miseria increíbles. Porque decir que si se produce más estas cosas se van a arreglar por sí solas es una respuesta capitalista al problema. El argumento socialista fundamental es que la riqueza y la pobreza, el orden y el desorden, la producción y el daño, son partes del mismo proceso. En cualquier relato honesto se puede ver que están conectadas y que si se hace más de unas no significa necesariamente que se vaya a tener menos de las otras.

    Siempre se ha planteado esa reflexión fundamental dentro del socialismo; no ha habido ninguna generación en la que alguien no lo plantease de manera convencida. Sin embargo, bajo la influencia capitalista e imperialista, y especialmente desde 1945 y bajo la influencia estadounidense, la posición mayoritaria entre los socialistas ha sido la de que la respuesta a la pobreza, la única respuesta y con la cual bastaría, es la del aumento la producción. Esto ha sido así a pesar de que un siglo y medio de crecimiento dramático de la producción, aunque ha transformado y en general ha mejorado nuestras condiciones, no ha abolido la pobreza e incluso ha creado nuevos tipos de pobreza, de la misma manera que ciertos modos de desarrollo generan subdesarrollo en otras sociedades. Para los socialistas este es ahora el asunto principal.

    William Morris

    Fue William Morris quien comenzó a unir estas tradiciones distintas dentro del pensamiento social británico. Sobre todo al final de su vida, este escritor socialista —de hecho socialista revolucionario— fue profundamente consciente, desde la práctica directa, el uso de sus propias manos y la observación de los procesos naturales, de lo que realmente significa el trabajo con los objetos físicos. Sabía que se puede producir fealdad con la misma facilidad con la que se puede crear belleza. Y que se puede producir lo inútil o lo dañino con la misma facilidad que lo útil. Morris fue capaz de ver cuántos tipos de trabajo parecían específicamente diseñados para crear fealdad y hacer daño, tanto en su realización como en su uso y pensó en ello no solo de una manera general, sino también desde su propia práctica como artesano. Su crítica de la idea abstracta de producción fue una de las intervenciones más decisivas en el debate socialista. En lugar de seguir la simple contabilidad capitalista de la producción, empezó a hacer preguntas sobre el tipo de producción. En esto, de hecho, estaba siguiendo a Ruskin, quien defendió casi lo mismo e insistió en que la producción humana, si se guiaba por la ganancia o la conveniencia, en lugar de por estándares humanos generales, podría conducir a la «Miseria» [«Illth»] tan fácilmente como a la «Riqueza» [«Wealth»]. Pero Ruskin carecía de la orientación explícitamente socialista de Morris.

    Morris dijo: «No tengas en casa nada que no sepas que es útil o que no consideres bello». Parece una recomendación trivial, pero va al corazón del problema y si nos la tomásemos en serio, aún hoy, nos conduciría a hacer una limpieza bastante extraordinaria, y no solo en casa. Supongamos que decimos: «No tengan en sus tiendas nada más que lo que consideren bello o que sepan que es útil». Se trata de un criterio de producción que, en lugar de ser un simple cálculo cuantitativo, relaciona la producción con las necesidades humanas. Además, ve la necesidad humana como algo más que el consumo, una idea increíblemente popular en nuestro tiempo y a la cual, desde el dominio del marketing y la publicidad capitalistas, se trata de reducir toda necesidad y deseo humanos. Es una palabra extraordinaria: consumidor. Es una forma de ver a las personas como si fueran hornos o estómagos. «¿Y cómo afectará esto al consumidor?», se preguntan los políticos. El consumidor debe de ser entonces una variedad de ser humano muy particular: sin cerebro, sin ojos, sin sentidos, pero capaz de tragar. Además, si se tiene una noción de la producción que consiste en asegurar ese tipo de consumo, solo se va a poder pensar en términos cuantitativos, nunca va a haber un momento para preguntarse: «¿Tenemos que aceptar ciertos costes y daños locales porque necesitamos producir esto?». No cabe preguntarse si necesitamos producir esto o aquello por necesidad o por belleza. La producción se convierte así, de forma imperceptible, en un fin en sí mismo, como en el pensamiento capitalista ordinario, pero también dentro de esta corriente de pensamiento socialista —el pensamiento socialista débil— en la que se la considera valiosa por sí misma y, como tal, la respuesta a la pobreza.

    Así pues, cuando Morris reunió estas cuestiones e hizo campaña sobre tantos temas, estaba enlazando dos tradiciones de pensamiento diferentes y de la forma en que se debería haber hecho antes, de una manera en la que se debería haber seguido haciendo después de él y que debería ser aún más clara y más fuerte de lo que lo es hoy en día. Sin embargo, una de las razones por las que no se continuó reforzando ese vínculo inmediatamente después de la época de Morris es que él también fue víctima de esa ilusión que antes decía que estuvo tan extendida a principios de siglo; me refiero a la ilusión de que antes de la producción fabril, antes de la producción industrial y mecánica, había habido un orden natural, limpio y sencillo. Para Morris, igual que para muchos otros radicales y socialistas del siglo XIX, este orden se ubicaba en la Edad Media. Así, se estableció profundamente en su pensamiento la idea de que el futuro, un futuro socialista, sería una especie de reconstitución del mundo medieval, aunque ello le causase siempre cierta preocupación. Admitía que si una máquina nos podía evitar el trabajo tedioso para que pudiéramos dedicar nuestro tiempo a otras cosas, entonces deberíamos usarla. Pero la tendencia principal fue siempre la de reconstituir un orden social simple de campesinos y artesanos.

    Creo que no hace falta decir que este tipo de razonamiento aún está muy extendido dentro del movimiento ecologista. Todavía muchas personas honestas lo ven como la única forma de salvar el mundo; otras lo perciben como algo que ellas mismas preferirían hacer: salir de la sociedad industrial moderna y tomar un camino diferente que resulte más satisfactorio. Incluso es considerado —y esto es más difícil de defender, aunque moralmente puede que tenga más fuerza— como un futuro posible para los países aún densamente poblados.

    Sin embargo, para cualquier otra persona Morris parece fácil de despreciar, porque en ese mundo que imaginó para el siglo XXI tras la revolución socialista de 1952 (no hace falta que mencione que la predicción de la fecha no fue del todo acertada), en ese mundo del siglo XXI hay un Londres limpio y pequeño en el que más o menos todo transcurre de manera fácil y natural. Si te apetece hacer algo, lo haces, porque en cualquier caso hay suficiente para todo el mundo. Sin embargo, toda aquella abundancia proviene de algún lugar que misteriosamente permanece fuera de foco. Al volver a la orilla del río solo se ve belleza, la sensibilidad de la amistad y la camaradería. Una sensación de ocio, amplitud y paz lo impregna todo; parece que se pudieran desarrollar y fomentar todos los valores humanos. Pero eso es todo. Es un mundo pequeño, agradable, espacioso y limpio, donde los problemas de la producción no solo no se han planteado, como en aquella ineludible intervención previa —«no me digas que esto hace falta para la producción; dime producción para qué y quién la requiere»—, sino que ahora, en tanto que  problemas de producción, de sustento humano, han sido apartados de nuestra vista. En realidad, Morris acertó al señalar hacia el final de su vida que probablemente esa había sido su manera de pensar e imaginar porque él mismo había sido rico de nacimiento y porque siempre había podido ―dado que era un maravilloso artesano― ganarse la vida haciendo un trabajo gratificante que otras personas querían que hiciera. Los ricos eran, en fin, los únicos clientes que podían permitirse comprar artesanías de esa calidad. Morris afirmó que todo ello seguramente había influido en su punto de vista.

    Bueno, de hecho así fue, y se trata de una confesión honesta. Es uno de los enredos que tenemos que resolver. La asociación de esa noción de simplificación deliberada, incluso de retorno, con la idea de una solución socialista a la fealdad, la miseria y el derroche de la sociedad capitalista ha sido muy perjudicial. En realidad solo conduce a una serie de soluciones individuales y de pequeños grupos, como el movimiento de artes y oficios, o personas como Edward Carpenter, y a toda un conjunto de personas buenas, sencillas, honestas y respetables que han encontrado esta forma de lidiar con el siglo xx y de sobrevivir a él sin perjudicar a nadie y ayudando a mucha gente. Pero en general han fomentado la idea de que de alguna manera esto resolvería el problema de todo el orden social, cancelando de forma efectiva todas las demás cosas que habían sucedido. Y si se asocia eso con cierto tipo de socialismo, es esperable que la gente diga: «Bueno, mira, el mundo del siglo xx no es así. Hemos avanzado demasiado, somos demasiados. Los problemas que tenemos tienen que ser resueltos desde un punto de vista moderno o no se van a resolver nunca».

    Esa es mi postura, a pesar de todo el respeto que tengo por Morris y por el resto. Es desde este punto de vista desde el que reconozco la importancia del movimiento ecologista en nuestra propia época, que todavía hace avances necesarios, especialmente entre las personas jóvenes más inteligentes, y, sin embargo, también veo las reticencias del movimiento para reflexionar en toda su complejidad sobre su verdadera y compleja relación con el socialismo.

    Ecología apolítica

    Señalemos en primer lugar que buena parte de la ecología más generalizada es, por decirlo así, «apolítica». Se trata de una postura bastante común hoy en día entre muchas personas respetables: que la política es un asunto superficial, que no va más allá de las pugnas entre partidos rivales, la vieja balanza entre izquierda y derecha que, al fin y al cabo, tan solo reconstituye el mismo orden antiguo, nocivo y aburrido. «Tenemos que atacar ―dicen― desde otro ángulo y no queremos tener nada que ver con lo que ustedes llaman política; abordamos los problemas sociales a un nivel más profundo». Esta es una postura respetable. Pero no es apropiada, aunque solo sea porque, como todo el mundo sabe, la «no política» es también política y no tener una postura política es una forma de tenerla, a menudo muy efectiva. Lo que sucede en la práctica es que surge una especie de movimiento (esto es particularmente notable en algunos países, especialmente en Estados Unidos) que busca soluciones a través de pequeños grupos o soluciones individuales, a escala familiar, y que se basan en que la gente pueda empezar a vivir de una manera diferente de manera inmediata. Esta es, en mi opinión, la posición más sostenible desde un punto de vista intelectual.

    La cuestión cambia mucho cuando uno presta atención al ecologismo apolítico más extendido, en el que un grupo de personas, a menudo muy informadas, bien capacitadas para hablar de lo que están hablando —el problema de la alimentación en relación con el crecimiento de la población, los problemas energéticos, de la contaminación industrial o los de la energía nuclear—, que publican manifiestos y advertencias, normalmente dirigidos a los líderes mundiales y diciendo que se deben diseñar planes de choque de modo inmediato, que en los próximos cinco años tenemos que reducir el consumo de energía en un tanto por ciento, que se deben prohibir ciertos procesos de producción perjudiciales, etcétera. Estas son listas de objetivos que yo firmaría sin dudarlo y que firmaríamos la mayoría de nosotros. Pero el carácter especial de estos informes y comunicados se revela cuando uno se fija en a quién van dirigidos. Si se ha llegado a tales conclusiones, ¿a quién puede uno dirigirse? Es razonable que se dirijan a una opinión pública específica, porque así las personas que necesitan conocer los problemas y preocuparse por ellos reciben información y motivos para el cambio. Pero normalmente no se hace eso. Lo habitual es que este enfoque apolítico se dirija a la opinión pública general o al «mundo». Pero en este último caso, están pidiendo que reviertan sus propios procesos a los líderes de los mismos órdenes sociales que han producido esta devastación. Les piden que vayan en contra de los intereses y relaciones sociales que han construido su liderazgo. Además, en un momento dado, aunque los informes y comunicados sean realmente honestos e importantes, su posición política puede tener peores resultados que un error inocente, porque crea y sostiene la idea de que los líderes pueden resolver estos problemas por sí mismos. Por supuesto que los líderes pueden contestar inmediatamente: «Sí, bueno, nos encantaría haceros caso y reducir severamente ciertos tipos de producción nociva, pero entre el electorado eso no sería popular. Nos encantaría hacerlo, ¿pero quién iba a votar a favor de ello?». Esto es al menos lo que la clase dominante más ilustrada dice cuando está bajo presión: sería impopular, sería demasiado difícil de hacer. A la vez, mientras tanto, la clase con un dominio realmente efectivo desecha este problema como si fuera una bobería sentimental que simplemente limita o frena la producción y la pujanza nacionales.

    Llegados a este punto, no basta con seguir lanzando estas advertencias generales, que a medida que se multiplican (me preocupan las fechas, ya que algunos de los planes de choque a cinco años que han sido propuestos ya tienen por lo menos veinte años) enfocan el problema de forma bastante equivocada. No me estoy burlando de quienes han sido derrotados, porque todo el mundo en la izquierda ha sido derrotado, a todos nos han derrotado. No estoy criticando estos pronunciamientos porque no hayan tenido éxito. Solo digo que debemos mirar hasta dónde llega realmente el movimiento cuando hace esas interpelaciones a los líderes mundiales o a la opinión pública en general. Porque los hechos dicen, tal y como yo lo veo, que los cambios necesarios implican de hecho alteraciones sociales y económicas de gran importancia que irían más allá de unos meros cambios. En mi opinión, cualquier programa serio de ahorro y gestión de recursos y, sobre todo, de disminución radical de la pobreza en las partes más pobres del mundo provocaría grandes perturbaciones. Este no es un argumento en contra de dichos programas, pero, si estoy en lo cierto, esto lo debemos decir abiertamente y ver con qué fuerzas reales podemos contar para apoyarlos. Y aquí es donde volvemos a la relación con el socialismo, que considero crucial.

    Alternativas socialistas

    Miremos primero a los países industrializados, que, de alguna manera, ignorando las cuestiones sobre las que la ecología llama ahora la atención, se han enriquecido y, a pesar de las desigualdades que aún existen dentro de sus sociedades, han producido tipos de trabajo, niveles de vida y usos habituales de los recursos, que evidentemente las personas dan por hechos y esperan hoy en día. Todo esto solo puede desaparecer a través de una negociación socialmente justa. Nunca se puede eliminar con discusiones o conversiones, se trata de cambios que se han de negociar cuidadosamente. Es inútil decir simplemente a los mineros del sur de Gales que todo lo que les rodea es un desastre ecológico. Ya lo saben. Viven en él. Han vivido en él durante generaciones. Lo llevan en los pulmones. Ahora sucede que el carbón podría ser una de las alternativas energéticas más deseables,[2] aunque los costes de ese tipo de minería nunca puedan ser olvidados. Pero no se puede decir a quienes han dedicado sus vidas y sus comunidades a ciertos tipos de producción que todo esto tiene que cambiar. No se puede decir sin más: «Dejen esas industrias dañinas, salgan de esas industrias peligrosas, hagamos algo mejor». Todo tendrá que negociarse, negociarse de manera justa y equitativa, y tendrá que llevarse a cabo de manera constante durante un largo tiempo. De lo contrario, como en demasiados conflictos medioambientales y de planificación en este país —por ejemplo, en un nuevo aeropuerto o en un nuevo desarrollo industrial en una región que antes no era industrial—, se verá que hay un grupo medioambiental de clase media que protesta contra los daños y que hay un grupo sindical que apoya la llegada de nuevos trabajos. Para los socialistas, se trata un tipo de conflicto terrible en el que verse involucrado. Porque si cada grupo no escucha realmente lo que el otro dice, se dará un conflicto estéril que pospondrá cualquier solución real, en un momento en el que ni siquiera está claro que quede tiempo para cualquier tipo de solución.

    Creo que solo los socialistas pueden conseguir la unión necesaria. Porque no vamos a ser los que simplemente digan —al menos, eso espero— «mantén este lugar limpio, mantén esta especie amenazada viva, a toda costa». El caso de una especie amenazada es un buen ejemplo general. Se puede tener un tipo de animal que es perjudicial para el cultivo local, y entonces ocurre el tipo de problema que se produce una y otra vez en las cuestiones medioambientales. Las eminencias del mundo vendrán volando y dirán: «Debes salvar a esta hermosa criatura salvaje». Que pueda matar a los aldeanos de vez en cuando, que pisotee sus cosechas, es mala suerte. Pero es una criatura hermosa y debe ser salvada. Estas personas no son amigas de nadie, y pensar que son aliadas del movimiento ecologista es una alucinación extraordinaria. Es como el industrial o banquero con una casa de campo en Reino Unido, que a menudo apoya ocasionalmente el medioambiente o lo que él llama «nuestras tradiciones», que durante la semana gana dinero del derroche y la ruina, y luego —porque es algo típicamente inglés— se cambia de ropa y se va al campo el fin de semana; se siente renovado espiritualmente por este lugar, que está muy ansioso por mantener intacto, hasta que puede regresar, renovado, a volver a producir humo y suciedad, que son precisamente lo que permite sus escapadas de fin de semana. No creo que vaya a suceder, porque hay demasiada gente que viene del otro lado, pero si ese es el tipo de planteamiento que van a hacer los ecologistas, entonces espero que los socialistas estén en contra, porque es el tipo de situación en la que no tenemos nada que ganar.

    El hecho de los límites materiales

    Por otra parte, está perfectamente claro que a cierto nivel, en las principales cuestiones ecológicas no se trata realmente de una cuestión de elegir. Este es el argumento que los socialistas pueden empezar a poner sobre la mesa: el hecho de que podamos seguir con ciertos patrones y condiciones de producción existentes, con todo el saqueo de los recursos de la tierra y con todo el daño infligido a la vida y la salud, no es algo que podamos elegir. O incluso cuando su uso no sea perjudicial, sabemos con seguridad que muchos de los recursos se van a acabar agotando si se siguen empleando a los niveles actuales. Esta es la cuestión que cualquier socialista debería asumir: existen unos límites materiales reales para el modo de producción existente y a las condiciones sociales que produce.

    Uno de los inconvenientes de la ecología más difundida es que ha sido muy libre en las proyecciones sobre cuándo ocurrirán estos límites y fracasos. La realidad es —y todo trabajador honesto en el campo lo sabe— que la mayoría de las proyecciones son, en el mejor de los casos, hipótesis. Pero son hipótesis serias. La idea de que existe algún límite, al que llegaremos en algún momento, es, supongo, incuestionable. Y si esto es así, entonces, incluso en el nivel material más simple, la idea de una expansión indefinida de ciertos tipos de producción, pero incluso más de ciertos tipos de consumo, va a tener que ser abandonada. Es interesante recordar que apenas han pasado diez años desde que oíamos proyecciones sobre la familia con dos coches en 1982 y de la familia con tres coches en 1988. Dios sabe cuántos coches podría haber tenido una familia, siguiendo esas líneas de extrapolación, en el año 2000. ¡Ahora ya sabemos la respuesta! La idea de que el consumo de electricidad per cápita de la familia norteamericana típica podría convertirse en el estándar de nivel de vida para el mundo —o al menos para el mundo industrializado— ahora ya se ve que era una fantasía. Es este tipo de cálculo racional, a partir de la mejor información y teniendo en cuenta las tendencias, lo que evidencia el hecho de los límites materiales, y que ahora debería obligar a nuestras sociedades a reflexionar sobre sí mismas de forma más profunda que nunca.

    Es aquí donde el socialismo genuino puede hacer una conexión contemporánea con los cálculos racionales de la ecología. Tenemos que basarnos en el argumento socialista de que el crecimiento productivo, como tal, no implica la abolición de la pobreza. Lo que importa, siempre, es la forma en que se organiza la producción, la forma en que se distribuyen los productos. También importa, y ahora de forma crucial, la forma en que se deciden las prioridades entre las diferentes formas de producción. Y son entonces las relaciones sociales y económicas entre personas y entre clases, que surgen de tales decisiones, las que determinan si una mayor producción reducirá o eliminará la pobreza o simplemente creará nuevos tipos de pobreza, así como nuevos tipos de daños y destrucción.

    La pobreza y el «pastel nacional»

    En ese contexto, la cuestión trasciende lo nacional, aunque es un componente muy importante de una redefinición del socialismo dentro de países como el nuestro. Siempre ha sido un debate recurrente dentro del Partido Laborista, especialmente desde 1945: unos defienden que para conseguir la igualdad, y lo que normalmente se conoce como «las cosas que todos queremos» —las escuelas y los hospitales suelen ocupar los primeros puestos de la lista— primero hemos de tener una economía en condiciones, producir lo suficiente, ampliar el pastel nacional, etc.; otros defienden que la igualdad y priorizar la satisfacción de las necesidades humanas requieren, como primera y necesaria condición, cambios fundamentales en nuestras instituciones y relaciones sociales y económicas. Creo que hoy en día tenemos que considerar este debate zanjado. La postura habitual del «pastel nacional», la opción política blanda, se basa en la falacia, demostrada al resto del mundo por Estados Unidos —y ninguna sociedad va a ser nunca relativamente más rica en producción bruta indiscriminada—, de que al llegar a un cierto nivel de producción se resuelven automáticamente los problemas de pobreza y desigualdad. ¡Atrévase a decir eso en los barrios bajos y las zonas marginales de la América rica! Todos los socialistas se ven entonces obligados a reconocer que tenemos que intervenir a partir de unos principios muy diferentes. Tenemos que decir, como lo hizo Tawney hace sesenta años, que ninguna sociedad es demasiado pobre para permitirse un orden de vida adecuado. Y ninguna sociedad es tan rica que pueda permitirse el lujo de prescindir de un orden adecuado, o esperar conseguirlo simplemente haciéndose rica. Esta es, en mi opinión, la posición socialista básica. Nunca podremos aceptar las supuestas soluciones a nuestros problemas sociales y económicos que se basan en los habituales programas de choque de producción indiscriminada, después de los cuales obtendremos «las cosas que todos queremos». Debido a la forma en la que producimos, y la forma en que organizamos la producción y sus prioridades —incluyendo, sobre todo, la prioridad del beneficio, inherente al capitalismo— creamos relaciones sociales que después determinan cómo distribuimos la producción y cómo vive realmente la gente.

    Norte y Sur

    Esto ocurre a nivel nacional. Pero es todavía más cierto a nivel internacional. Porque no podemos evitar percibir —y los pueblos de las regiones más pobres del mundo lo hacen cada vez más— que la economía mundial está organizada y dominada por los intereses de los patrones de producción y consumo de los países altamente industrializados, que también son en un sentido estricto, en toda su diversidad de formas políticas, las potencias imperialistas. Esto se observa de forma más dramática actualmente en el caso del petróleo. Pero también en una amplia gama de metales necesarios, de ciertos minerales de importancia estratégica y, en algunos casos, incluso en los alimentos. Podría decirse, con mucha razón, que las cuestiones centrales de la historia mundial durante los próximos veinte o treinta años serán la distribución y el uso de estos recursos, que son a la vez necesarios para un modelo contemporáneo de vida humana, pero que también son desigualmente necesarios en la actual distribución del poder económico. Las luchas por la producción y el precio del petróleo y de otros productos básicos ya determinan no solo el funcionamiento de la economía mundial, sino también las relaciones políticas clave entre los Estados.

    Aquí es donde pueden entrelazarse el problema de un programa económico socialista reformulado y práctico en los viejos países industrializados como Reino Unido, y los problemas en rápido desarrollo de la economía mundial. Porque se puede esperar —aunque esta forma de expresarlo es dudosa, pues nadie que haya tomado verdadera conciencia del problema podría esperarlo [matiz difícil de traducir provocado por el doble sentido de la expresión «look forward to», N. del T.]— anticipar una situación en la que la escasez de ciertas materias primas y productos básicos clave, necesarios para mantener los patrones de producción y los altos niveles de consumo existentes, creará tales tensiones dentro de las sociedades acostumbradas a estos patrones que podrían en su mayoría estar dispuestas a recurrir a todo tipo de presiones —no solo políticas y submilitares, sino abiertamente militares— para asegurar lo que ven como los suministros necesarios para el mantenimiento de su estilo de vida. Esta ya es una corriente de opinión peligrosa en los Estados Unidos. Todos podemos ver, a medida que se producen escaseces o aumentan los costes, el peligro de que esto ocurra. Es posible también que sectores amplios de la opinión pública tomen como enemigos a los países pobres a los que se ha asignado el papel de suministrar las materias primas, el petróleo, toda la gama de productos básicos, a precios que sean convenientes para el funcionamiento, en sus formas establecidas, de las economías industriales más antiguas.

    Existen otras amenazas de guerra, en la rivalidad y la carrera armamentista entre las superpotencias y en la miseria del comercio internacional de armas. De hecho, incluso ahí, las cuestiones económicas están profundamente implicadas en las rivalidades políticas y militares. Pero, en términos más generales, existe la certeza casi absoluta de que el conflicto por los recursos escasos y sus precios se están convirtiendo en un intento de dominar la economía mundial por otras vías. Este proceso lo iniciarán las sociedades industriales avanzadas que, por la naturaleza de su desarrollo, disponen de las armas de guerra y sometimiento/dominación tecnológicamente desarrolladas, incluidas las armas nucleares, que es donde ahora confluyen todas las cuestiones. Así que esta es una respuesta cuando la gente pregunte: ¿cómo vamos a defender un uso sensato de los recursos dentro de nuestro tipo de sociedad y economía, cuando esto implicará cambios —en algunos casos reducciones— en los patrones de uso existentes? ¿Cómo vamos a persuadir a la gente para que acepte esto? Es algo que va tanto en contra de sus propios intereses que, como programa político, ni siquiera es capaz de arrancar. Bien, ya hemos examinado las otras maneras de enfrentarnos al hecho de que existen límites materiales a los tipos de producción y consumo en los que nos hemos especializado. También está el argumento, que está obteniendo un apoyo significativo, del desarrollo de otros tipos de producción, en particular el renovado interés en la agricultura y la silvicultura, nuevas formas de producción de energía y de transporte, y diversos tipos de trabajo más local, sin explotación, renovable y que produzca bienes duraderos, no obsolescentes. Pero está claro que por muy fuerte que se desarrolle esta corriente alternativa, no será suficiente, en lo inmediato, para resolver los problemas del conjunto de la economía. Y luego vendrá el momento de crisis, cuando haya un desafío profundo a los estilos de vida existentes. El problema de los recursos —el punto álgido sobre todo el modo de producción capitalista existente— se convertirá en la clave de la guerra o de la paz.

    Este problema se presentará, mediante todos los poderosos recursos de los medios de comunicación modernos, como un problema de extranjeros hostiles que se están interponiendo entre nosotros y los suministros que necesitamos. Se movilizará la opinión pública para lo que se llamará «mantenimiento de la paz»: guerras, redadas y agresivas intervenciones para asegurar los suministros o para mantener bajos los precios.

    La ecología y el movimiento por la paz

    Por lo tanto, que se mantengan los patrones existentes de consumo desigual de los recursos de la Tierra nos llevará inevitablemente a varios tipos de guerra, de diferentes escalas y magnitudes. Así, la necesidad de cambiar nuestro modo de vida actual debe argumentarse no solo en términos de daños locales o desechos o contaminación, sino planteándonos si tendremos la posibilidad de paz y relaciones internacionales amistosas, o la casi certeza de guerras destructivas, todo porque no estamos dispuestos a acabar con las desigualdades de la economía mundial actual.

    Si se plantea la cuestión de esta forma, si somos capaces de ver claramente lo que en realidad implica un estilo de vida, deberíamos poder llegar a más gente con el argumento de que un componente crucial de cualquier definición racional de un estilo de vida es el mantenimiento de la paz. De las muchas causas de la guerra, esta es la que me parece que será central en el próximo medio siglo. Por lo tanto, la relación con agendas políticas más amplias, que debe ser el objetivo de cualquiera que se preocupe seriamente por los problemas medioambientales, nos la da, en cierto sentido, la propia naturaleza del argumento. Podemos relacionar adecuadamente el argumento sobre los recursos, sobre su distribución equitativa y su renovación cuidadosa, con el argumento sobre la necesidad de evitar la guerra. Irónicamente, aquí, podríamos encontrar aliados insospechados entre los partidarios más ingenuos de la sociedad de consumo, ya que, por supuesto, ese consumo feliz e irreflexivo depende de la producción pacífica, sin grandes interrupciones, o sin que se dé prioridad al rearme y al estado militarizado. Incluso podría argumentarse a favor del mantenimiento de la paz basándonos en algunos de los hábitos y supuestos más profundos de una sociedad de consumo, porque nadie querría que estos se interrumpieran. Sin embargo, podría suceder, por una especie de inercia. Cuanto más se abstrae el consumo de todos los procesos reales del mundo, más probable es que nos encontremos en estas peligrosas situaciones de guerra y preguerra. Todos los atractivos del consumo deseable podrían empujarnos, de manera contradictoria, hacia la guerra, hacia un chovinismo de los viejos países ricos, hacia campañas contra los líderes de los movimientos y pueblos de los países pobres que se esfuerzan por corregir estas enormes e imperdonables desigualdades.

    Una nueva política

    Para cualquier ecologista esto es un reto especialmente complicado. Es demasiado fácil decir, en el rico norte industrial, que hemos tenido nuestra revolución industrial, nuestro desarrollo industrial y urbano avanzado, incluidos algunos de sus efectos indeseables, por lo que estamos en condiciones de advertir a los países pobres de que no sigan el mismo camino. En efecto, tenemos que intentar compartir toda nuestra experiencia de producción indiscriminada. Pero debemos hacerlo de buena fe, lo que no suele ocurrir. No debe convertirse en un argumento para mantener a los países pobres en un estado de subdesarrollo radical, con sus economías estructuradas para seguir abasteciendo a los países ricos que ya existen. No debe convertirse en un argumento contra el tipo de industrialización sensata que les permitirá, de manera más equilibrada, utilizar y desarrollar sus propios recursos y superar sus problemas, a menudo terribles, de pobreza. La argumentación, en fin, tiene que hacerse desde una intención genuina de compartir nuestra experiencia y desde una profunda creencia en la igualdad humana, y no desde los prejuicios explícitos o implícitos, que son más peligrosos, de las sociedades desarrolladas del norte.

    Uniendo estos temas, pues, podemos ver que en términos locales, nacionales e internacionales ya hay planteamientos que pueden convertirse en los elementos de un socialismo ecológicamente consciente. Podemos empezar a pensar en un nuevo tipo de análisis social en el que la ecología y la economía se conviertan, como siempre deberían haber sido, en una sola ciencia. Podemos bosquejar las orientaciones políticas que se puedan relacionar con las realidades materiales de maneras que aportan esperanza práctica de un futuro compartido.

    Pero nada de esto va a ser fácil. Serán necesarios cambios profundos en nuestros sistemas de valores. No solo entre las élites de poder existentes y las clases ricas del mundo, lo que sería una postura tan cómoda como imposible, sino en todos nosotros, que ya estamos inmersos en esto. Estamos condenados a enfrentarnos a la habitual reticencia humana al cambio, y debemos aceptar el hecho de que los cambios serán muy considerables y que tendrán que ser negociados en lugar de impuestos. Pero la causa por un nuevo tipo de socialismo internacional, ilustrado y consciente de los problemas materiales tiene mucho potencial, y creo que ahora estamos en el principio —el difícil principio de las negociaciones— de la construcción de un nuevo tipo de política a partir de ella.

    Este texto, que publicamos gracias a un acuerdo con Verso Books, apareció originalmente en la revista Socialist Environment and Resources Associated en 1982 y posteriormente fue incluido en el volumen recopilatorio de Raymond Williams, Resources of Hope. Culture, Democracy, Socialism, Londres, Verso Books, 1989.

    RAYMOND WILLIAMS (1921-1988) fue un pensador y ensayista galés reconocido por obras tan importantes como Cultura y sociedad, Marxismo y literatura o El campo y la ciudad.

    El cuadro que acompaña al texto es «Jonsokbål» (circa 1915), del pintor noruego Nikolai Astrup.


    [1] Hans Magnus Enzensberger, «Para una crítica de la ecología política», en New Left Review, 84, marzo-abril de 1974, pp. 3-31 [trad. en Para una crítica de la ecología política, Barcelona, Anagrama, 1974].

    [2] Es obvio que esta idea ha quedado desfasada con el paso del tiempo y actualmente resulta insostenible [N. de los E.].

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Dos certezas y siete preguntas sobre la crisis ecosocial

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Intervención en el XIX Cine Foro de Economistas sin Fronteras (22/11/18) a cargo de Xan López.

    Primero las certezas.

    1. La emisión creciente de gases de efecto invernadero está provocando un aumento generalizado de las temperaturas. Un grado desde la época preindustrial. Parece muy probable que como mínimo llegaremos a 1.5°C o 2°C en las próximas décadas. Las consecuencias para la sociedad y todos los seres vivos en la Tierra serán, ya son, gravísimas.
    2. Este proceso está ligado íntimamente a la lógica de producción y acumulación capitalista. Es enormemente improbable que podamos atajar la crisis ecológica sin atacar a esa lógica capitalista. Además, los efectos del calentamiento global afectarán desproporcionadamente a los más pobres del mundo.

    El problema de este tipo de certezas es que por sí mismas nunca suponen una fuerza política. No cambian nada. «El triunfo de la razón solo será el triunfo de los que razonan» (Brecht). Por otra parte es de suponer que quienes estamos aquí ya las conocemos, así que tampoco tiene sentido recrearse constantemente en ellas. Por eso voy a centrarme en el poco tiempo que tengo en algunos de los problemas que veo en el camino hacia una solución política de esta crisis.

    Siete preguntas.

    1) Hay cierta perspectiva histórica desde la que Lutero tenía razón, y no Müntzer. Los Girondinos y no los Jacobinos. Los Mencheviques y no los Bolcheviques. La opción correcta era la moderación, adecuarse a los límites de lo posible. Hay otra perspectiva que plantea que la cantidad de energía organizada para conseguir un cambio siempre tiene que desbordar los objetivos realmente posibles. Que para alcanzar lo posible hay que intentar, y rozar, lo imposible. Es la idea del progreso como dos pasos adelante y uno atrás. El paso atrás es traumático, pero al final se ha conseguido avanzar algo, que permanece.

    Estas dos perspectivas comparten un convencimiento implícito. El de que en cualquier caso hay un tiempo histórico suficiente para la mejora social, y que ningún exceso de moderación o paso atrás inevitable nos llevará a un abismo que rompa la serie histórica. Puede que ese convencimiento ya no tenga tanta solidez. ¿Podemos concebir una revolución social profunda que solo dé dos pasos adelante? El cambio que necesitamos no es tanto la aceleración de un proceso previo, sino más bien un salto fuera de la historia.

    2) Un filósofo dijo, exagerando, que «la pérdida más trágica no consiste en perder la seguridad, sino en perder la capacidad de imaginar que las cosas pueden ser de otra manera» (Bloch). Los grandes sacrificios nunca pierden de vista la lucha por el pan de cada día, pero el convencimiento de que es posible conseguirlo proviene de una visión que suele ir más allá de lo individual y lo inmediato. Por ahora no hemos alcanzado el reino de los cielos, la república de los iguales o el comunismo, pero hemos llegado hasta aquí porque nunca se perdió la esperanza en ellos. No la esperanza estúpida de que todo se arreglará por sí mismo, que hoy en día es el tecno-utopismo. Sí la esperanza informada que sabe que ese desenlace depende de nosotros mismos.

    Sin el horizonte de un mundo mejor nos refugiamos en el cinismo, que hoy en día no tiene oposición y se enorgullece de no creer en nada que no sea la gestión del mejor mundo posible, que resulta ser éste. Si la esperanza en un mundo mejor es inherente al ser humano entonces no puede estar destruida, solo extraviada. ¿Sobre qué materiales contemporáneos podemos forjar una nueva visión de futuro? Muchos intentan revivir viejas visiones. Ahí sin duda habrá mucho de utilidad. Quizás también debamos mirar entre las piedras descartadas por los canteros de la historia.

    3) En una fábula de Esopo una zorra alardea ante una leona de tener camadas numerosas, mientras que ella siempre tiene una única cría. «Una, pero un león» contesta la leona.

    El problema de la calidad y la cantidad no es nuevo. Hoy la preocupación de la gran mayoría está centrada en la cantidad. Tener suficiente, o más que suficiente. La fábula apunta a un problema en esa mentalidad, que también se conoce desde hace mucho. Sin embargo es una frivolidad pensar que aquí hay una simple confusión, un error persistente. Durante mucho tiempo fue correcto tener como primera preocupación el tener más cosas necesarias. Todavía lo es para la inmensa mayoría, que deberían tener mucho más. Sin embargo la minoría que más contribuye al cambio climático no puede seguir igualando su bienestar, o su felicidad, a la acumulación de mercancías. Debemos, claro, organizar un mecanismo para garantizar nuestra supervivencia colectiva, pero el mercado capitalista como medio para hacerlo parece cada vez más insostenible. ¿Es concebible una sociedad que garantice la existencia de sus miembros como algo indiscutible y entienda el lujo como algo distinto al consumismo? El reino de la libertad no puede estar en la producción creciente, pero sí más allá: el lujo como tiempo libre, como relaciones sociales, como desarrollo personal. Pasar, como decía alguien, de la austeridad pública y el lujo privado al lujo público y la austeridad privada. Así por fin la cantidad suficiente se convertirá en calidad. Una, sí, pero leona.

    4) La inmensa mayoría de la riqueza mundial está concentrada en un pequeño número de países. No es difícil imaginar una pseudo-solución al cambio climático que trate de cristalizar esta diferencia histórica. La consecuencia sería el exterminio activo o pasivo de la «población excedente». Este plan no es realista, porque la riqueza de los primeros no es una característica intrínseca sino sobre todo el producto del trabajo y la expropiación de los segundos. Pero lo importante para su ejecución no es que sea viable, sino que se crea como tal. Al menos durante un tiempo. Sin duda no desentonaría con nuestra época el considerar un plan imposible como viable, mientras se desprecian por ilusorias las únicas soluciones realmente posibles.

    Hace ya mucho se comprendió que un problema fundamental para la solidaridad obrera mundial era precisamente esta relación de dependencia mundial. Una relación que también afectaba a la conciencia y perspectiva de los trabajadores de las países ricos. No es exagerado decir que nunca hemos superado este problema. La posibilidad de que el cambio climático no implique un genocidio pasa por su superación.

    5) La réplica visceral cuando se plantea cualquier cambio social profundo suele ser: que lo haga quien quiera, pero a mí que no me obliguen. Casi todos los aspectos importantes de nuestras vidas son enormemente autoritarios y reglamentados, pero la idea de que son producto de nuestra libre elección tiene una fuerza enorme. En cualquier debate siempre será mejor recibida la propuesta de pequeños cambios, acompañados de pedagogía, que nos vayan guiando al objetivo deseando siempre que así lo queramos. Una revolución larga, de siglos, que se vaya arrastrando por las generaciones.

    Todo apunta a que no tenemos esos siglos. Que el trabajo será de las generaciones que ya están vivas. ¿Cómo podemos defender las transformaciones de vida o muerte necesarias sin que se nos llame «liberticidas»? ¿Se puede arrancar la bandera de la libertad de manos del neoliberalismo? ¿La libertad de existir antes que la libertad de elegir morir?

    Siempre estará la tentación de destruir la casa del amo con sus herramientas. La libertad individual descansa sobre la tiranía del mercado, al que no se puede apelar ni está sujeto al control popular. La pinza del hombre de la calle y el empresario contra el coco colectivista. Si así se privatizaron hospitales quizás podamos delegar en otra instancia inapelable para nacionalizar los monopolios que nos dominan. Nos gustaría no tener que hacerlo, pero seguimos órdenes de las leyes físicas. No hay alternativa, señora Thatcher.

    6) Según una visión de la historia el nivel de desarrollo técnico y la forma que éste toma determinan el tipo de sociedad existente. El molino de agua llevaría al feudalismo tan inevitablemente como el motor de vapor al capitalismo. La central nuclear llevaría, se supone, al capitalismo monopolista tardío o al socialismo del siglo xx; aquí sus similitudes se explicarían sobre todo por una cuestión técnica.

    Una primera crítica evidente a esta visión es que no parece del todo fácil decidir de qué manera exactamente una tecnología determina una sociedad. Algunas llevas con nosotros milenios y han visto muchos tipos de sociedades. En el mejor de los casos hay un gran número de pasos intermedios y posibilidades; la autonomía de las relaciones sociales y la cultura que se forma alrededor de la tecnología es suficiente como para complicar este debate enormemente. La segunda crítica es más prosaica. Asumiendo que la influencia de ciertas tecnologías fuese directa y poco deseable, ¿a cuáles estaríamos dispuestos a renunciar? Algunas parecen irrenunciables, aunque todavía no estén al alcance de todos: alcantarillados, agua corriente, seguridad alimentaria, antibióticos y analgésicos… Es posible que el progreso técnico sea un arma de doble filo, pero cualquiera que haya sufrido una infección de muelas seguramente aceptaría casi cualquier riesgo por una semana de tratamiento con antibióticos y un dentista competente.

    7) La historia del corto siglo xx es la historia del trabajador como sujeto político. Ya sea el trabajador de los países ricos, en el centro de un pacto social complejo y coyuntural. O el de los países pobres, centro de un proyecto que en un principio aspiraba a acabar con las clases como tales. Sobre los primeros alguien opinaba, en retrospectiva, que al final se demostró que no querían socialismo, solo salarios más altos (Tronti). El efecto de esto sobre los segundos no fue despreciable. Muchos cambiaron la abolición del salario por la promesa de salarios occidentales, o por la aspiración de emigrar a Occidente. Algunos sabían desde hace mucho que esto era una imposibilidad política. Los países ricos existen porque existen los pobres. No son una imagen de su futuro, sino la garantía de que no tendrán futuro. Ahora también sabemos que es una imposibilidad ecológica. El nivel de vida occidentalizado no es universalizable. Ni siquiera es sostenible para una minoría relativa.

    La contradicción es antigua. El sujeto político necesariamente será el conjunto de personas que no son dueñas de su tiempo, que trabajan o viven para otros. Un sujeto ya nunca más estrecho y normativo, sino unido en su diversidad de género, raza, orientación sexual, etc. Pero las luchas por mejorar nuestra situación como trabajadores asalariados, si tienen éxito, refuerzan la lógica capitalista que destruye la base de nuestra existencia. Se busca desde hace mucho el salto de la lucha económica como trabajadores a la lucha por la abolición de los trabajadores como tales y de todas las clases, que no del trabajo. Pero no es un salto fácil de dar. ¿Cómo llegar a una regulación racional de nuestro metabolismo con la naturaleza que no esté mediado por el trabajo asalariado? ¿Cómo plantear esto en un entorno de inseguridad y trabajo precario sin parecer unos lunáticos? O mucho peor, unos frívolos.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Granjas industriales y huracanes: el caso de Florence

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

     

    El huracán Florence ha tocado tierra en Carolina del Norte. Aunque posible, es arriesgado asegurar que un fenómeno meteorológico pueda haberse exacerbado debido al cambio climático, pero sí podemos hacernos una idea de cómo puede haberle afectado. En este caso, según las simulaciones realizadas, las temperaturas más cálidas que conlleva el cambio climático han provocado que Florence sea más grande y deje más lluvias, siendo más fuerte de lo que habría sido de no estar en el escenario en el que nos encontramos.

    Una de las mayores industrias de Carolina del Norte es la ganadería industrial, principalmente de cerdo y en menor medida de pollos. Esta actividad es, a nivel global, una de las que más contribuyen a la emisión de los gases de efecto invernadero que provocan el cambio climático. En concreto se le atribuyen, aproximadamente, un 15% de las emisiones. Por eso una de las medidas individuales para luchar contra el cambio climático que se pueden tomar es comer menos carne.

    No es la emisión de gases de efecto invernadero el único impacto de esta industria en el medio ambiente. Tiene también un importante papel en la contaminación de aguas subterráneas, debido a los desechos de los animales, o incluso en la lluvia ácida, debido a las emisiones de amoniaco de sus instalaciones.

    La gran cantidad de granjas porcinas industriales y de cerdos, más de nueve millones,  en Carolina del Norte, hace que la gestión de sus desechos sea un desafío difícil de afrontar. Estos desechos son una mezcla de materia fecal, orina, sangre y antibióticos (presentes debido a las prácticas veterinarias de este tipo de granjas) en la que habita toda clase de bacterias, muchas de ellas resistentes a los antibióticos. La estrategia de las granjas para lidiar con los residuos tiene dos partes. Por un lado, la mezcla se rocía en aerosol por los campos cercanos esgrimiendo como motivo su potencial como fertilizante; y por otro, se acumula en grandes balsas al aire libre en el recinto de las granjas.

    El rociado en aerosol se realiza en los campos cercanos a la granja. En Carolina del Norte las granjas están principalmente situadas en zonas con mayoría de personas negras y pobres, siendo este grupo social el más perjudicado por ello. Los olores provocados por esta práctica que soportan estas personas hacen casi imposible la vida en el exterior, además de conllevar problemas de salud que van desde pérdida de memoria y aumento de asma a mayores índices de mortalidad infantil. 

    Acumular los desechos en balsas al aire libre no supone en absoluto una solución frente a los inconvenientes del rociado en aerosol, al que además se recurre cuando la balsa se llena. Los olores, aunque más localizados, siguen siendo insoportables. La fermentación de los desechos produce además la emisión de diversos gases, como amoniaco (con un gran papel en la lluvia ácida) y metano (treinta veces con mayor potencia como gas de efecto invernadero que el dióxido de carbono). Existe además el riesgo de rotura de estas balsas y desborde en el caso de lluvias fuertes, lo que provocaría un desastre ecológico.

    Pues este desastre ya se ha producido. Pese a las llamadas a la calma de la industria, y como cabía esperar, las granjas se han inundado y las balsas se han desbordado. Tres millones cuatrocientos mil pollos y cinco mil quinientos cerdos han muerto ya ahogados. Ciento diez balsas de desechos han vertido su contenido al medio ambiente o tienen un riesgo inminente de hacerlo.Esta catástrofe ecológica lamentablemente ya tiene precedentes, aunque no de tanta magnitud. En 1999 la misma zona fue azotada por el huracán Floyd, provocando la muerte de docenas de personas y de más de dos millones de pavos, cerdos y otros animales que murieron ahogados dejando a su paso imágenes desoladoras de cadáveres flotando en las aguas. Además, se produjo el desborde de varias balsas, contaminando su contenido las fuentes de agua potable de la zona y provocando la muerte de miles de peces al llegar a los ríos donde habitaban. El desastre se volvió a producir, aunque a menor escala, en 2016 con el huracán Matthew.

    La ganadería industrial y sus problemas no se limitan a Carolina del Norte. En España también se sufren los impactos sociales y ambientales que provoca, sobre todo, la ganadería porcina. Cada vez son menos granjas, pero más grandes y los impactos sociales y medioambientales son enormes. En el caso medioambiental es necesario destacar que se está produciendo la contaminación del agua, cuya disponibilidad, además, se va a ver reducida como consecuencia del cambio climático.

    Este doble papel de la ganaderías industriales como causante de cambio climático y multiplicador de los daños de las catástrofes producidas por éste, sin olvidar el sufrimiento animal que provocan, hace que sea necesario actuar contra ellas. En un escenario de cambio climático como en el que nos encontramos los huracanes, que convierten estas instalaciones en una grandísima amenaza para los ecosistemas, se van a producir con mayor frecuencia y van a ser más fuertes. No podemos seguir permitiendo que el beneficio de las grandes empresas prevalezca sobre el derecho a la vida, y a la vida buena, de tantos habitantes del planeta. Como ya hemos dicho tantas veces: tenemos tarea.

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • Huracanes y cambio climático: afianzando la relación

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    El tifón Mangkhut y el huracán Florence me han recordado una anécdota de una amiga que trabaja en la tele, una nacional. El año pasado fueron a entrevistar a un científico por los huracanes de categoría 4-5 –Harvey, Irma y María– que tuvieron lugar en el Atlántico y el Caribe por entonces.

    El redactor iba decidido a enfocar el tema desde la perspectiva del cambio climático, relacionando dichos huracanes con el calentamiento global pero, para su sorpresa, el científico dijo que no se puede demostrar una relación entre el número de huracanes y el calentamiento global, que aún no está demostrado y que si dijese lo contrario, “faltando a la objetividad”, estaría dando argumentos y armas a los negacionistas del cambio climático. Total, que debido a la negativa del experto (que, dejémoslo claro, sí que lo es), el reportaje acaba enfocado de otra manera, diciendo que «no es excepcional el número de huracanes» que hubo el septiembre pasado y que «los expertos descartan que la causa sea atribuible al cambio climático hasta que no haya pruebas concluyentes, pero sí apuntan a un incremento de su virulencia medida sobre todo en un aumento de la precipitación» [¿Lo habéis oído? Son mis cabezazos contra la pared] La cosa es ¿esto es falso? Pues técnicamente no. O sea, es cierto que no está clara la relación entre el número de huracanes y el cambio climático, pero probablemente esta sea una manera errónea de enfocar el asunto.

    Uno de los mantras más repetidos es que no podemos asociar eventos extremos concretos al cambio climático. Es decir, en términos técnicos, no se debe afirmar que esta sequía o aquel huracán se deben o han sido causados por el cambio climático. Lo que debemos estudiar, y afirmar, es  si existe una mayor tendencia a que ocurran determinados fenómenos extremos a medida que aumenta la temperatura global. En el caso concreto de los huracanes no tenemos evidencias concluyentes de que el cambio climático esté aumentando el número de huracanes por temporada. Esto es verdad. Sin embargo, el problema del cambio climático necesita que comuniquemos mejor la  la relación entre huracanes y cambio climático. Porque esa relación sí que existe.

    Pero antes, ¿qué es un huracán?

    Un huracán (o ciclón tropical) es un sistema de circulación cerrado que tiene un núcleo cálido de baja presión. Se produce sobre océanos y mares cálidos (Atlántico y Pacífico tropical, Caribe), ya que necesita altas temperaturas y humedad para formarse y mantenerse. Sus efectos son bien conocidos: fortísimos vientos (con ráfagas de más de 300 km/h) y abundantes precipitaciones, lo que hace que la destrucción que provocan al tocar tierra sea enorme tanto a corto como a medio plazo.

    Pues bien, volviendo a su relación con el cambio climático, se ha señalado, por ejemplo, que lo que sí está aumentando es la frecuencia de huracanes de categorías 4 y 5. Es decir, puede que no haya más huracanes debido al cambio climático, pero los que hay son más potentes. Cuando se hizo la entrevista de la que hablaba al principio se señaló esto varias veces, por ejemplo…

    Pero, además, es que conocemos mecanismos físicos por los que el cambio climático puede hacer que los huracanes sean más potentes y, por tanto, más destructivos. Es decir, a parte de cierta evidencia estadística, tenemos varias intuiciones causales. Ahí van:

    1. La intensidad de los huracanes, que es lo que mide lo que llamamos categoría, depende de la temperatura superficial del agua. Sabemos que los océanos se están calentando debido al cambio climático, por lo que éste aumentaría su potencial destructivo.
    2. Por otro lado, sabemos que una mayor temperatura aumenta la capacidad de contener humedad (un 3% más cada 0.5º C, más o menos). Una mayor humedad ambiental facilita que los huracanes se intensifiquen más rápidamente, y además hace que sean mayores las lluvias asociadas y, por tanto, también las inundaciones.
    3. Por último, sabemos que el nivel del mar ha aumentado en los últimos años debido al calentamiento global (unos 15cm en las últimas décadas), lo que hace que las inundaciones costeras (marejadas ciclónicas, por ser más estrictos) sean mayores y afecten a más territorios, tal y como se vio con la tormenta Sandy en 2012.
    4. Finalmente, y aquí la evidencia científica es más débil, se cree que el cambio climático está aumentando la amplitud de las ondas planetarias, lo que podría contribuir a un fenómeno muy llamativo de Harvey, Irma y Florence: el llamado “stalling” (que consiste, esencialmente, en que lo que eventos meteorológicos extremos que solían ser intensos pero rápidos ahora se prolonguen durante más días, aumentando los daños asociados).

    No es fácil comunicar ciencia de una manera rigurosa, es verdad. Es un problema de siempre.  El caso del cambio climático, con todas sus implicaciones sociales, económicas y políticas, la complicación seguramente sea aún mayor.  La evidencia científica de que la Tierra se está calentando y que este calentamiento se deba casi exclusivamente al aumento de la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera debido a la quema de combustibles fósiles y la deforestación es indiscutible. Pero es cierto que hay otros aspectos científicos más concretos del mismo, como si está aumentando el número de huracanes o si están aumentando los eventos extremos por cambios en la corriente de chorro) que siguen sujetos a investigación y debate académico.

    Ahora bien, dada la importancia del cambio climático y la urgencia con la que tenemos que afrontarlo haríamos bien en aprovechar los momentos en los que el foco mediático se centre en huracanes, sequías y otros desastres climáticos para tratar de empujar el calentamiento global al centro de la agenda política y social. Y al intentarlo, haríamos bien en afirmar con contundencia lo que sabemos con claridad en vez de resaltar las incertidumbres que aún están sometidas a debate científico.

    Bibliografía:

    https://blogs.scientificamerican.com/observations/what-we-know-about-the-climate-change-hurricane-connection/

    https://www.theguardian.com/commentisfree/2017/aug/28/climate-change-hurricane-harvey-more-deadly

    https://www.democracynow.org/2017/8/30/ex_nasa_scientist_james_hansen_there

    https://www.washingtonpost.com/news/energy-environment/wp/2017/09/07/the-science-behind-the-u-s-s-strange-hurricane-drought-and-its-sudden-end/?utm_term=.10783e33edb0

    https://www.washingtonpost.com/news/posteverything/wp/2017/09/07/irma-and-harvey-should-kill-any-doubt-that-climate-change-is-real/?tid=ss_tw&utm_term=.f1376eb3f25e

    https://www.washingtonpost.com/news/energy-environment/wp/2017/09/11/four-underappreciated-ways-that-climate-change-could-make-hurricanes-worse/?utm_term=.38407d520047

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • El planeta puede limitar el calentamiento global a  1.5ºC sin emisiones negativas

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    [Traducción del artículo de Simon Evans publicado el 13 de abril de 2018 en CarbonBrief]

    Un nuevo estudio indica que es posible limitar el calentamiento a 1.5ºC por encima de las temperaturas pre-industriales sin utilizar las emisiones negativas de la Bioenergía con captura y almacenamiento de carbono (BECCS: BioEnergy with Carbon Capture and Storage).

    El estudio, recientemente publicado en Nature Climate Change, abre el debate sobre cómo cumplir los estrictos objetivos de temperatura del Acuerdo de París. Muestra por primera vez cómo se puede minimizar o incluso eliminar la necesidad de los BECCS mediante una serie de planes de mitigación altamente ambiciosos.

    Los BECCS son una tecnología de emisiones negativas controvertida y en gran medida no probada, que se ha convertido en un componente básico de las trayectorias propuestas hacia los 1.5ºC.

    Este nuevo artículo, en cambio, explora otras alternativas, que incluyen cambios de estilo de vida, intensificación agrícola y carne cultivada en laboratorio, así como el aumento de la eficiencia energética y la adopción aún más rápida de energías renovables. Algunas de estas alternativas han sido ignoradas en los debates hasta ahora porque los científicos tienen dificultades para implementarlas en sus modelos.

    En palabras del autor principal del artículo, el debate sobre cómo cumplir los objetivos de París «debería ser más amplio», porque existen riesgos en depender de las emisiones negativas de los BECCS.

    Metas estrictas

    El Acuerdo de París, aceptado por casi todos los países en 2015, dice que el calentamiento debería mantenerse «muy por debajo» de los +2ºC por encima de los niveles pre-industriales, e intentar mantenerlo por debajo de los +1.5ºC. Para alcanzar estos objetivos, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero deben mantenerse dentro de un presupuesto de carbono que se está reduciendo  rápidamente.

    Para explorar cómo se podría lograr esto los científicos han desarrollado varios escenarios. Hasta la fecha, las trayectorias para evitar los 1.5ºC han dependido de las emisiones negativas de BECCS para absorber el exceso de CO2 de la atmósfera a finales de este siglo. En parte, esto refleja el supuesto de que la inercia en el sistema energético mundial hace que sea difícil alcanzar un pico y luego eliminar el CO2.

    La siguiente figura muestra el punto de partida para la investigación actual: una trayectoria consistente con una probabilidad del 66% de mantener la temperatura en 2100 por debajo de 1.5ºC.

    (Como la mayoría, este es un escenario de «rebasamiento», donde las temperaturas alcanzan 1.5ºC en la segunda mitad del siglo antes de volver a caer por debajo de ese nivel en 2100. Las trayectorias de no rebasamiento hasta 1.5ºC solo son posibles, incluso teóricamente, si el presupuesto de carbono restante considerado se encuentra en el extremo superior de las estimaciones actuales).

    Emisiones y remociones de CO2 en el escenario estándar de 1.5ºC. (Van Vuuren et al., 2018).

    En este escenario por defecto, las emisiones de combustibles fósiles, mostradas en negro, alcanzan su máximo alrededor de 2020 y luego caen abruptamente. El uso residual de combustibles fósiles hasta 2100 se compensa con BECCS (azul claro), lo que hace que el mundo tenga unas emisiones netas de CO2 (asociadas a la producción de energía) nulas para alrededor de 2045 (línea gris) y emisiones netas nulas de CO2 para 2050 (línea amarilla).

    El CO2 emitido durante las próximas décadas que excede el presupuesto de carbono para 1.5ºC se ve compensado por las emisiones netas negativas de BECCS a finales de siglo (azul oscuro). Para el año 2100, los BECCS estarían eliminando alrededor de 15.000 millones de toneladas de CO2 (GtCO2) por año, lo que equivale a casi dos quintas partes de las emisiones actuales.

    Las trayectorias muy por debajo de 2ºC son muy similares. Por ejemplo, el escenario “Sky” recientemente publicado por Shell es típico en que también depende en gran medida de las emisiones negativas de BECCS.

    Esto es controvertido, esencialmente porque los BECCS no han sido probados,  podrían no estar disponibles en los niveles previstos y podrían requerir un terreno equivalente al área de Australia para los cultivos bioenergéticos.

    El Dr. Alexander Popp, que no formó parte del reciente estudio, es el jefe del grupo de gestión del uso de la tierra en el Instituto de Potsdam para la Investigación del Impacto Climático (PIK: Climate Impact Research). Dice lo siguiente:

    “Existe una gran preocupación sobre la sostenibilidad de la implementación a gran escala de las tecnologías de eliminación de CO2, en especial en relación a los BECCS, pero también respecto a la aforestación a gran escala.”

    Por tanto, según Popp, el nuevo trabajo sobre trayectorias alternativas al 1.5ºC es de «gran importancia».

    Un artificio del escenario

    La reciente investigación sugiere que esta dependencia de BECCS podría, hasta cierto punto, ser un artificio del modo en que se han desarrollado los escenarios. Estas trayectorias exploran los cambios futuros en la población, el crecimiento económico, la demanda de energía y otros factores utilizando modelos de evaluación integrados (IAM: integrated assessment models).

    Los IAM generalmente están diseñados para ser «rentables», lo que significa que priorizan las soluciones de bajo coste. Se pueden modificar para incluir dificultades técnicas, políticas o sociales para su implementación, pero el coste sigue siendo el principal motor. El nuevo artículo explica las consecuencias de este diseño:

    “Como los IAM seleccionan las tecnologías sobre la base de los costes relativos, normalmente se concentran en las medidas de reducción para las que pueden hacerse estimaciones razonables del rendimiento y los costos futuros. Esto implica que algunas posibles estrategias de respuesta reciben menos atención, ya que su rendimiento futuro es más especulativo o su introducción se basaría en otros factores además del coste, como el cambio de estilo de vida o una electrificación más rápida.”

    «Además, los estudios existentes apenas analizan una implementación más agresiva de otras opciones, como la implementación rápida de las mejores tecnologías disponibles o la reducción drástica de GEI (gases de efecto invernadero) distintos del CO2. El desarrollo de la tecnología también podría ser más rápido de lo que normalmente se supone en los modelos IAM .»

    Esto explica en parte por qué los BECCS dominan los escenarios de 1.5ºC, a pesar de que su implementación a gran escala se enfrenta a enormes dificultades sociopolíticas. En cambio, las soluciones alternativas a menudo han sido ignoradas porque es difícil estimar su rendimiento o su coste.

    El Dr. Glen Peters, director de investigación del instituto climático noruego Cicero, que no formó parte del estudio, dice:

    «[Este] es un buen artículo y un paso adelante. Afortunadamente, para los demás será un desafío considerar estrategias de mitigación alternativas a  aquellas basadas únicamente en el coste… Creo que vale la pena discutir cuáles son los costes y cómo deben interpretarse, especialmente cuando las cosas no son tan fácilmente ‘costeables’ (como la reducción del consumo de carne)».

    Rutas alternativas

    El estudio analiza una variedad de escenarios alternativos «agresivos» para cumplir con la meta de 1.5ºC, reduciendo la dependencia de BECCS. El artículo dice que la implementación de cada opción de mitigación está diseñada para ser «ambiciosa pero no poco realista». Las alternativas son las siguientes:

    Electrificación renovable: todos los sectores del uso final de la energía se electrifican rápidamente, incluida la calefacción. Se superan las limitaciones técnicas para integrar las energías renovables variables en la red. Algunas centrales eléctricas alimentadas con combustibles fósiles se cierran antes de tiempo y, en 2030, todos los coches nuevos son eléctricos.

    Alta eficiencia: se adoptan rápidamente las mejores tecnologías disponibles para todos los usos energéticos y materiales, incluidos el cemento y el acero. A partir de 2025, solo se venderán coches y aviones de alta eficiencia y solo se permitirán los electrodomésticos más eficientes.

    Intensificación agrícola: las hipótesis optimistas para la mejora del rendimiento de los cultivos se combinan con la adopción a nivel mundial del 80% de los sistemas ganaderos más eficientes, incluida la mejora de la digestibilidad de los piensos y las «mejoras genéticas».

    Reducción de gases de efecto invernadero (no CO2): los gases de efecto invernadero que no son CO2 se reducen utilizando las mejores tecnologías disponibles y el progreso tecnológico adicional. Por ejemplo, para 2050, las fugas de metano en el sector del petróleo se reducirán en un 100% y un 90% en el sector minero. Las emisiones de metano del ganado se reducen significativamente y, para 2050, el 80% de la carne y los huevos se sustituyen por proteínas cultivadas, incluida la carne cultivada en laboratorio.

    Población: la mejora del acceso a la educación acelera la tendencia decreciente de la natalidad, de modo que la población mundial pasa de 7.000 millones de personas en la actualidad a 8.400 millones en 2050, antes de disminuir a 6.900 millones en 2100. Esto está de acuerdo con el escenario de población más bajo de la ONU. En el extremo superior las proyecciones de las Naciones Unidas llegan a 13.200 millones de personas en 2100.

    Cambio de estilo de vida: la mayoría de la población mundial adopta estilos de vida sostenibles, que incluyen, para 2050, que el 100%  de la población adopte dietas saludables con bajo consumo de carne. Se utiliza menos el coche privado y se camina o anda más en bicicleta, mientras que el transporte aéreo se reduce.

    La investigación analiza cada opción, así como su efecto combinado, en términos de emisiones de gases de efecto invernadero y el nivel de BECCS requerido para mantenerse dentro de un presupuesto de carbono de 1.5ºC.

    Minimizar las BECCS

    El menor presupuesto de carbono para 1.5ºC significa que los escenarios existentes se basan más en BECCS que para  un límite de 2ºC. Esto se puede ver en el siguiente gráfico, a la izquierda, donde el nivel de BECCS casi se duplica entre una trayectoria para los  2ºC (línea morada, «Def_2.6») y una para 1.5ºC (línea azul, «Def_1.9»). El aumento de uso de BECCS también requiere un mayor uso de tierras agrícolas para cultivar bioenergía, como se muestra en el gráfico a la derecha (línea azul, «Def_1.9»).

    Izquierda: energía primaria de BECCS (exajulios) y derecha: uso de la tierra agrícola (millones de hectáreas) en un escenario de 2ºC y una variedad de escenarios alternativos de 1.5ºC. (Van Vuuren et al. 2018).

    Cada una de las alternativas de mitigación reduce las emisiones, con los escenarios de electrificación y eficiencia que afectan principalmente al CO2 y los otros que tienen un mayor impacto en otros gases de efecto invernadero. Esto, a su vez, reduce la necesidad de los BECCS (gráfico, arriba a la izquierda) y de tierras agrícolas (arriba a la derecha).

    La combinación de todas las opciones de mitigación juntas («Total») elimina efectivamente la necesidad de los BECCS para permanecer por debajo de 1.5ºC. Esto libera importantes áreas de tierras agrícolas en el modelo, algunas de las cuales son reforestadas, lo que conlleva la eliminación «natural» de CO2.

    Como tal, la ruta con cero-BECCS  a 1.5ºC presentada en el estudio no está completamente libre de emisiones negativas.

    El profesor Detlef van Vuuren, investigador principal de la Agencia de Evaluación Ambiental de los Países Bajos (PBL) y autor principal del informe dice:

    «Demostramos que hay opciones disponibles para reducir significativamente los BECCS, pero es muy, muy difícil llegar a cero BECCS (o emisiones negativas)… Las emisiones negativas no son necesariamente malas, pero significa que uno acepta ciertos riesgos. Si no quieres tomar esto en cuenta o encuentras otras opciones más atractivas por otras razones -por ejemplo, sinergias con otros ODS [objetivos de desarrollo sostenible], facilidad de implementación, apoyo social- [entonces] creo que [nuestro nuevo artículo] permite una mejor consideración de los pros y los contras… Creo que eliminar totalmente las emisiones negativas no es posible en su totalidad -pero minimizarlas podría ser atractivo.»

    Van Vuuren fue una figura clave en el uso inicial de BECCS dentro de los modelos climáticos. Él mismo añade que es «desafortunado» que el trabajo hasta la fecha para lograr los 1.5ºC haya estado tan dominado por los BECCS.

    Un debate más amplio

    Como todas las trayectorias  para alcanzar los objetivos del Acuerdo de París, estas nuevas alternativas son muy ambiciosas. Tampoco cambian el panorama general para los responsables políticos.

    El Dr. Joeri Rogelj, investigador del Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicados (IIASA), que no formó parte del trabajo, dice:

    «El núcleo del desafío de la mitigación sigue siendo el mismo: las emisiones globales de CO2 deben reducirse a cero. Lo que los responsables políticos deberían tener en cuenta de esta investigación sobre los escenarios 1.5C es que hay una variedad de vías que se pueden seguir para limitar las emisiones de CO2 y que estas diferentes vías o estrategias permiten limitar la contribución de tecnologías potencialmente indeseables como los BECCS».

    Es importante destacar que las barreras para la adopción de las diversas estrategias alternativas van más allá de la métrica de costes priorizada por la investigación previa, que abarca la política, la aceptación social y la viabilidad técnica.

    Bert Metz, ex copresidente del grupo de trabajo sobre mitigación del IPCC (Intergovernmental Panel on Climate Change) y ahora asesor principal de la Fundación Europea del Clima (ECF), dice:

    «Es muy poco probable que todas las opciones investigadas puedan aplicarse simultáneamente en la medida en que se supone en el documento y que todos los efectos de cada una de las opciones puedan lograrse en la práctica, ya que los supuestos son muy ambiciosos».

    «Cada una de estas opciones merece un examen minucioso y una acción apropiada por parte de los responsables políticos, si quieren tomar en serio los objetivos de París y evitar apostar por la disponibilidad a gran escala de la eliminación de CO2 y, en particular, de los BECCS».

    Un estudio publicado la semana pasada explora los límites de plausibilidad para evitar el uso de emisiones negativas. Demuestra que sólo son evitables si el presupuesto de carbono para 1.5ºC se sitúa en el extremo superior de las estimaciones actuales y si se adoptan radicalmente tecnologías y estilos de vida bajos en carbono, junto con esfuerzos sin precedentes para limitar las necesidades energéticas, de modo que la demanda en 2100 caiga a la mitad de los niveles actuales. Un presupuesto de carbono de valores bajos haría inalcanzable el objetivo de 1.5ºC, incluso con BECCS.

    El Dr. Stephan Singer, asesor principal sobre políticas energéticas globales de la la ONG Climate Action Network, dice:

    «Es extremadamente útil para la comunidad académica evaluar alternativas a los BECCS a gran escala, en particular [porque] es probable que esto tenga un impacto significativo en la seguridad alimentaria y el uso de la tierra… Cuanto más fuerte, más temprano y más profundamente nos embarquemos en políticas y medidas de mitigación ‘convencionales’, menor será la necesidad de emisiones negativas en el mundo, como los BECCS a gran escala, para alcanzar los objetivos de París».

    Singer añade: «Los cambios en el estilo de vida de las personas de alto consumo y emisiones ricas a nivel mundial… son [una] parte fundamental de la ecuación… Esto no se limita a los cambios dietéticos individuales… [sino que] también incluye un cambio significativo en los hábitos de transporte y viaje, una mayor durabilidad institucionalizada de los productos, una mayor reutilización de los componentes, nuevos materiales y, en general, una economía circular».

    Independientemente de que se puedan cumplir o no los objetivos de París, la investigación actual sugiere que los responsables políticos deberían debatir un conjunto más amplio de opciones para abordar el cambio climático, además de los BECCS y las emisiones negativas, que se han llegado a considerar como un «respaldo» de facto.

    Peters dice:

    «Los IAMs tienen un conjunto limitado de herramientas [para reducir las emisiones] y, en realidad, hay muchas más herramientas en la caja de herramientas. Esta es una buena señal, ya que cuantas más herramientas tengamos, más opciones tendremos para llegar a 2ºC o 1.5ºC. Necesitamos más estudios para ampliar la caja de herramientas, en vez de usar tecnologías como los BECCS o la captura directa de aire».

    Vale la pena añadir esta investigación dista mucho de ser una exploración exhaustiva de esa «caja de herramientas». De hecho, concluye mencionando una serie de otras opciones para reducir las emisiones, que también se han excluido en general de los trabajos anteriores. Entre ellas figuran la gestión del carbono en el suelo y el «cierre forzado y rápido de centrales eléctricas alimentadas con combustibles fósiles».

    Finalmente, ninguno de los escenarios actuales considera un mundo sin crecimiento económico, considerado por algunos investigadores como el único camino hacia un futuro sostenible.

    Referencia: Van Vuuren, D. et al. (2018) Alternative pathways to the 1.5C target reduce the need for negative emission technologies, Nature Climate Change, doi:10.1038/s41558-018-0119-8

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • 6 cosas que puedes hacer para acabar con el cambio climático

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Bueno, técnicamente no se puede acabar con el cambio climático, porque ya está en marcha ¯\_(ツ)_/¯ , pero ¡espera!, eso no significa que no puedas hacer nada. En este artículo te vamos a contar brevemente (también tenemos una versión larga para los más motivados) seis maneras de contribuir individualmente a frenar el caos climático, aunque, ¡atención, spoiler!, al final habrá un giro inesperado.

    Lo primero que hay que decir es que existe un consenso científico abrumador en que el cambio climático se produce por el aumento de la concentración de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, sobre todo el CO2. Este aumento de los GEI está calentando el planeta, lo cual tendrá consecuencias sociales y ecológicas muy graves: desde aumentos del nivel del mar, incendios u olas de calor a mayores precios de los alimentos o probabilidad de conflictos armados. O sea, el caos climático. El incremento de CO2 en la atmósfera se debe a la actividad humana en un modelo de sociedad concreto: el capitalismo. Por tanto, si queremos hacer algo a nivel individual contra el cambio climático tenemos que reducir nuestra huella de carbono, es decir, las emisiones asociadas a nuestro consumo. Así que nada, hemos recopilado seis cosas que puede hacer cualquiera:

    1) Habla sobre el tema: Puede parecer una tontería, pero no lo es en absoluto. Necesitamos que el cambio climático sea relevante: que condicione las decisiones políticas y que lo tengamos en cuenta a la hora de cambiar nuestros hábitos. Saca el tema en charlas informales con amigos o en el curro, coméntalo en redes sociales, manda de vez en cuando memes por grupos de WhatsApp. Si no te sientes seguro porque crees que no sabes lo suficiente, aquí tienes un kit de emergencia.

    2) Cambia tu dieta: El sector de la ganadería emite más que todos los coches del planeta juntos. Teniendo en cuenta sus inconvenientes, reducir el consumo de carne, sobre todo ternera o cordero, es la forma más sencilla y eficaz de reducir tu huella de carbono. Obviamente, lo más eficaz es adoptar una dieta vegetariana o vegana. Si es ecológica y de proximidad, mejor. En las sociedades occidentales, y en particular en España, consumimos mucha más carne de lo recomendable, así que además de disminuir tu huella de carbono seguramente mejorarás tu salud.

    3) Usa menos el avión: las emisiones asociadas a la aviación son casi el doble de todas las de España. Además, no paran de crecer y al emitirse en altura tienen un mayor efecto invernadero. Evita aquellos viajes en avión que no sean por causa mayor, sobre todo aquellos de ocio en los que puedas encontrar destinos más cercanos y sostenibles.

    4) Usa menos el coche:  La movilidad urbana supuso un 10% de las emisiones en España en 2016. Sustituir en la medida de lo posible el transporte en coche por el uso del transporte público o la bici reduce mucho nuestra huella de carbono. Por supuesto, esto no es igual de fácil si una vive en el centro o en la periferia de las ciudades o si una vive en zonas rurales. En transporte interurbano, compartir el coche, viajar en autobús o usar el tren son, respectivamente, las mejores alternativas al uso del transporte privado.

    5) Contrata energía de fuentes renovables: Cambiar tu comercializadora de una de las grandes energéticas a una cooperativa de energía renovable (por ejemplo Som Energía o alguna de la Unión Renovables) es otra manera de colaborar contra el caos climático. Aunque no puedes controlar de dónde procede la energía que recibes, estas cooperativas te garantizan que la cantidad de energía que consumes procede de  fuentes renovables, lo que contribuye a aumentar la demanda de estas. Cambiarse es tan sencillo o más que cambiar de móvil y la factura puede salirte incluso más barata, o sea que por aquí cero excusas.

    6) Implícate colectivamente: que individual, lo que se dice individual igual no es, pero es que el enfoque de la lucha contra el cambio climático de forma puramente individualista es insuficiente. Aunque los cambios de hábitos que hemos comentado antes son necesarios, serán insuficientes en ausencia de cambios sociales más ambiciosos. Pero además, debemos tener en cuenta que no todos contribuimos igualmente al cambio climático. A nivel global, el 10% más rico emite el 50%, mientras que el 50% más pobre solo emite el 10%. En España, el 10% más rico emite 6 veces más que el 10% más pobre. De modo que la lucha contra el cambio climático debe ser, ante todo, una lucha colectiva.

    Tenemos que organizamos colectiva y políticamente para obligar a empresas y gobiernos a que tomen medidas más ambiciosas para mitigar y adaptarnos al cambio climático que ya estamos sufriendo y para que estas sean socialmente justas: que las personas que más emiten sean las que más reduzcan su huella de carbono.

    [Si quieres puedes leer la versión larga aquí.]

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

  • ¿Qué puedes hacer contra el cambio climático?

    [fusion_builder_container hundred_percent=»no» equal_height_columns=»no» menu_anchor=»» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» class=»» id=»» background_color=»» background_image=»» background_position=»center center» background_repeat=»no-repeat» fade=»no» background_parallax=»none» parallax_speed=»0.3″ video_mp4=»» video_webm=»» video_ogv=»» video_url=»» video_aspect_ratio=»16:9″ video_loop=»yes» video_mute=»yes» overlay_color=»» video_preview_image=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» padding_top=»» padding_bottom=»» padding_left=»» padding_right=»»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ layout=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» border_position=»all» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding_top=»» padding_right=»» padding_bottom=»» padding_left=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»small-visibility,medium-visibility,large-visibility» center_content=»no» last=»no» min_height=»» hover_type=»none» link=»»][fusion_text]

    Seguro que viendo noticias de huracanes, sequías o terribles incendios te has preguntado qué puedes hacer tú para luchar contra algo tan complejo e inmenso como el cambio climático, un fenómeno producido por la actividad humana y al que todo el mundo contribuye (en mayor o menor medida). Pues la verdad es que se pueden hacer muchas cosas y, aunque sientas que tu contribución es pequeña, cualquier reducción de las emisiones supone en alguna medida evitar, o al menos retrasar, las peores consecuencias de este cambio climático que ya está en marcha. Además, la urgencia de tomar medidas requiere que apostemos por aquellas acciones que más impacto tienen sobre el clima, y por eso aquí te traemos las seis cosas más eficaces que puedes intentar hacer tú individualmente. Pero antes un poquito, muy poquito, de ciencia:

    El cambio climático se produce por la acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera (básicamente, CO2, pero también otros) debido a la acción humana. No te dejes engañar, el 99.94% de los científicos está de acuerdo. Esto aumenta la temperatura promedio de la Tierra y acaba dando lugar a olas de calor, huracanes, sequías, incendios o peores cosechas a nivel global. Los científicos también han establecido que si pasamos de 1.5ºC o 2ºC la cosa se pondrá muy fea, así que, bueno, mejor no hacerlo. Además han calculado cuánto CO2 podemos emitir para no pasarnos, que es lo que llamamos presupuestos de carbono. Individualmente se trata, por tanto, de cambiar nuestros hábitos y patrones de consumo para emitir lo menos posible, es decir, para reducir nuestra «huella de carbono». Sin embargo, hay que tener en cuenta que, a diferencia de lo que muchas veces se nos vende, es evidente que la decisión de cambiar estos hábitos individuales se da en una sociedad concreta que nos limita y nos permite sólo determinados márgenes de actuación, y eso, como veremos al final, hace que las acciones individuales sean tan necesarias como insuficientes. Dicho esto, ¿cuál es la mejor manera de reducir la huella de carbono? Allá vamos:

    1) Puedes luchar contra el cambio climático hablando del tema

    ¿Hablar? ¿Hablar reduce la huella de carbono? No, la verdad es que directamente no. Pero hablar del cambio climático es muy importante. ¿Por qué? Porque aunque a la gran mayoría nos parece un riesgo importante, la verdad es que no lo tenemos en cuenta a la hora de tomar decisiones en nuestras vidas. Nos parece importante, pero no relevante. No suele determinar dónde nos vamos de vacaciones, qué comemos o cómo vamos al trabajo. Por eso, entre todos y todas, tenemos que lograr generar un runrún colectivo sobre la importancia de actuar individual y colectivamente para frenar el cambio climático. Y podemos contribuir a ello sacando el tema de vez en cuando (no hace falta llegar al cansinismo, que puede ser hasta contraproducente) en conversaciones informales, en redes sociales, mandando memes, etc. Igual no te atreves porque piensas que no sabes suficiente del tema. ¡No te preocupes! Hace poco hicimos un kit de emergencia para las cenas familiares, de curro, etc. Aunque no sea en Nochebuena, seguro que te vale igual. 

    2) Puedes luchar contra el cambio climático cambiando tu dieta

    Considerando su efecto y sus limitados inconvenientes, cambiar la dieta probablemente sea la manera más fácil y eficaz de reducir tu huella de carbono. ¿Cómo? Consumiendo productos de proximidad que requieran menos transporte hasta tu plato, prefiriendo los alimentos de temporada y los producidos con menor cantidad de fertilizantes nitrogenados, y, sobre todo, reduciendo el consumo de productos de origen animal. Y es que la ganadería genera aproximadamente un 15% de todas las emisiones globales. Por hacernos una idea, eso es lo mismo que todo el sector del transporte y la mitad de lo que se emite para producir electricidad y calor a nivel global. Aun así, dentro del sector hay diferencias: la producción de cordero, ternera y productos lácteos son las que más emisiones implican por kg. Sin embargo, puesto que a nivel global se consume mucha más ternera que cordero, son las vacas las que suponen un verdadero problema para el clima.

    Obviamente, la mejor opción desde un punto de vista ecológico es la eliminación completa de productos de origen animal de tu dieta, el veganismo. De hecho, tal y como establece la Asociación de Nutrición y dietética estadounidense, una dieta vegetariana o vegana completa y variada es tan saludable, a corto y largo plazo, como una dieta rica en productos animales. Sin embargo, a diferencia de cuando esta opción se elige por motivos morales respecto a los animales, una reducción drástica del consumo de carne, especialmente de ternera, sería también una dieta ecológicamente sostenible.

    Elaboración propia diluvier. Fuente: Clark & TIlman, 2017

    Elaboración propia diluvier. Datos para UK. Fuente:  Scarborough et al, 2014.

    En España tenemos mucho margen para actuar: somos el segundo país europeo, y el decimocuarto a nivel mundial, en consumo de carne por persona y año. Consumimos, en promedio, unos 250g de carne al día cuando las recomendaciones para una dieta no vegetariana saludable son de 41g para las mujeres y 54g para los hombres. Reducir el consumo de carne a nivel mundial a dichas recomendaciones reduciría las emisiones de nuestra alimentación un tercio en 2050. Adoptar una dieta vegetariana lo haría en un 63%, y una vegana en un 70%.

    Finalmente, también hemos de tener en cuenta que los residuos son una importante fuente de emisiones, sobre todo los restos de alimentos. Se estima que cada año se desaprovechan en el mundo más de 1.300 millones de toneladas de alimentos, es decir, un tercio de la producción mundial. Esto supone 179 kilos de alimentos desperdiciados por habitante, y ello sin contar los de origen agrícola generados en el proceso de producción ni los descartes de pescado arrojados al mar. Estos residuos de alimentos producen metano, un gas de efecto invernadero mucho más potente que el CO2, por lo que es importante tratar de reducirlos al mínimo posible en nuestros hogares.

    3) Puedes luchar contra el cambio climático usando menos el avión

    La aviación supone entre el 2 y el 3% de las emisiones globales. Puede no parecer mucho, pero si fuese un país estaría entre los 10 mayores emisores del mundo. Además, es uno de los sectores cuyas emisiones están creciendo a un mayor ritmo, de manera que su contribución podría aumentar entre un 300 y un 700% para 2050. Por si fuera poco, la aviación tiene el problema de que, al emitir CO2 y otros gases de efecto invernadero en la parte alta de la atmósfera, su efecto neto es mayor, casi multiplicándose por dos.

    Volar lo menos posible es, por tanto, una de las cosas que podemos hacer para reducir nuestra huella de carbono. La alternativa clara en este caso es el tren, cuya contribución al cambio climático es considerablemente menor, como se ve en la infografía. Obviamente, a veces no hay más remedio que usar el avión cuando los desplazamientos son largos y los motivos de causa mayor (por ejemplo, laborales o familiares), aunque en algunas ocasiones se podrían sustituir, por ejemplo, por videoconferencias, o tratar de aprovechar un único desplazamiento para realizar varias actividades.

    Sin embargo, existen muchos otros casos en los que la necesidad de dichos viajes es claramente menor. Estamos hablando, claro, del ocio personal y de las vacaciones y, concretamente, de los vuelos low-cost (que lo son precisamente por no pagar, entre otras cosas, el daño que provocan al clima). En este sentido la alternativa es reducir la frecuencia de dichos viajes, buscar otros destinos vacacionales o bien otras alternativas de ocio que no requieran de medios de transporte tan contaminantes como el avión.

    Fuente de la infografía:

    https://www.eea.europa.eu/es/pressroom/infografia/emisiones-de-dioxido-de-carbono/image/image_view_fullscreen

    4) Puedes luchar contra el cambio climático usando menos el coche

    Si puedes hacerlo, claro.

    En 2016, la movilidad urbana supuso un 10% de las emisiones de CO2 en España, de las cuales un 87% se debe al transporte de personas. El 44% de estas emisiones corresponden a las 6 grandes áreas metropolitanas (Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Málaga y Bilbao). Este porcentaje llega al 86% si se tienen en cuenta todas las áreas urbanas de más de 50.000 habitantes. Por no hablar de que la contaminación debida al uso masivo del transporte privado en zonas urbanas está asociada a muchísimos problemas de salud, que es el motivo principal por el que suele restringirse su uso.

    Por tanto, una manera de reducir tu huella de carbono es utilizar menos el coche. Pero sí, somos conscientes de que esto no siempre es posible, por ejemplo en los desplazamientos al trabajo, puesto que depende de las alternativas de transporte que estén a tu disposición. Igualmente, es mucho más sencillo prescindir del coche en zonas urbanas que en zonas rurales, en ciudades grandes que en pequeñas y, dentro de aquellas, en las zonas céntricas de las ciudades que en las periferias.

    Sin embargo, y aun teniendo en cuenta estas limitaciones, seguramente sí que sea posible reducir nuestro uso del vehículo privado en muchas ocasiones. En el caso del transporte urbano la alternativa es el uso del transporte público (autobús, metro, tranvía o cercanías) o los desplazamientos en bicicleta, a lo que se ha sumado recientemente el vehículo eléctrico compartido (coches y motos) en muchas grandes ciudades. En el caso del transporte interurbano, lo más ecológico suele ser el tren, aunque, debido al alto coste de muchos de los trayectos en alta velocidad y al estado de muchas líneas de la red tradicional, a veces sea necesario recurrir a otras formas más contaminantes, pero también más asequibles, como el autobús o los coches compartidos.

    ¿Y el coche eléctrico qué? Teniendo en cuenta el ciclo global de producción del coche eléctrico, las estimaciones más optimistas reducen las emisiones asociadas a su uso a un 50% respecto a las de uno que use combustibles fósiles. Pero aunque es cierto que esto puede suponer una reducción de nuestra huella de carbono (para el que se lo pueda permitir, claro) en ningún caso el coche eléctrico debería ser el eje central sobre el que pivotase la reducción de las emisiones asociadas al transporte urbano e interurbano. Entre otras cosas porque su proliferación excesiva implicaría agotar recursos no renovables (como tierras raras).  

    5) Puedes contratar energía procedente de fuentes renovables

    En España la electricidad genera el 22% de las emisiones, una cifra que varía dependiendo de la cantidad de electricidad de origen renovable que se produce en cada momento. Aunque individualmente no podemos cambiar el sector energético español, sí que existen formas de contribuir a este proceso, entre las que se encuentra contratar la electricidad con alguna de las comercializadoras que sólo suministran energía renovable, como Som Energia o las cooperativas que forman parte de la Unión Renovables. Aunque el origen de la energía eléctrica que consumimos depende de dónde vivimos y no de la comercializadora que contratemos, se ha creado un sistema por el cual estas cooperativas pueden garantizar que la cantidad de energía que has consumido se ha generado a partir de fuentes renovables, lo que hace que aumente la demanda de este tipo de energía y fomentemos su expansión. Además de favorecer a empresas diferentes a las del famoso «oligopolio», estas cooperativas también suelen tener proyectos propios de generación de energía renovable en los que se puede participar de diferentes formas, y fomentan el ahorro y la eficiencia energética.

    A efectos prácticos, el cambio a estas comercializadoras es más sencillo que una portabilidad de móvil, los precios son muy similares y el servicio es igual o mejor que el de las grandes eléctricas, además de permitirte, si te apetece, participar activamente en la empresa por tratarse de cooperativas. Desde luego sería de las medidas más sencillas y rápidas que podemos tomar.  

    6) Puedes implicarte colectivamente

    Jejeje… Sí, ya, esta última es trampa, pero es que es muy importante, ya que el enfoque puramente individualista es insuficiente e injusto.

    Insuficiente, porque es cierto que podemos aportar nuestro pequeño granito de arena contra el cambio climático, pero sólo haciendo cosas a nivel individual no vamos a conseguir evitar a tiempo sus peores consecuencias. Necesitamos organizarnos colectiva y políticamente para obligar a las personas que mandan a que tomen medidas más ambiciosas para mitigar y adaptarnos al cambio climático que ya estamos sufriendo. Y que irá empeorando si no actuamos cuanto antes.

    Pero es que además es injusto. En España, la huella de carbono media en 2007 era de unas 12,5 toneladas de CO2 (tCO2) al año. Pero claro, las medias suelen esconder tanto como muestran. La huella de carbono está muy desigualmente repartida, como pasa con la riqueza. De hecho, la huella de carbono individual está completamente asociada a la riqueza. Las personas que más tienen, y por tanto, las que más gastan, son también las que tienen mayores huellas de carbono. Esto ocurre tanto a nivel global como a nivel nacional. Por ejemplo, el 10% más rico del mundo emite el 50% de las emisiones asociadas al consumo, mientras que el 50% más pobres sólo emite el 10%, lo que da lugar a este indignante gráfico en forma de embudo.  

    En el Estado español la cosa es similar, aunque no tan dramática.

    Mientras que el 10% más rico emite casi 30 toneladas de CO2 al año, el 10% más pobre no llega ni a 5, es decir, unas seis veces menos. Por esto las soluciones individuales, aunque necesarias, son tan injustas. Necesitamos organizarnos de forma colectiva (ver apéndice) para que se tomen medidas políticas e institucionales de forma que quienes más emiten sean los que más tengan que reducir sus huellas de carbono y no seamos las personas de siempre las que nos apretemos el cinturón para que otras puedan vivir a todo tren… de emisiones.

    Apéndice: Colectivos Ecologistas y contra el cambio climático

    [Si conoces algún otro colectivo implicado en la lucha contra el cambio climático, escríbenos a contraeldiluvio@gmail.com y actualizaremos la lista]

    Si eres de Madrid puedes escribirnos a contraeldiluvio@gmail.com

    Ecologistas en Acción tiene grupos por toda la península:

    https://www.ecologistasenaccion.org/?page_id=71615

    En Barcelona:

    Red Málaga por el Clima: http://redmalagaporelclima.org/

    Red Sevilla por el Clima: http://www.redsevillaporelclima.org/

    Mesa Granada por el Clima: https://twitter.com/granadaxelclima?lang=es

    Valencia: http://accioecologista-agro.org/

    http://www.medioambienteycambioclimatico.org/

    Iruña/Pamplona: http://redgenerocambioclimatico.org/

    Murcia: http://www.nuevaculturaporelclima.org/

    [/fusion_text][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]